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Morriña en Buenos Aires

Catoira, Gonzalo - lunes, 05 de febrero de 2024
"Tienes que probar la lamprea, es una delicia que te va a llenar el alma", me recomendó la señora de limpieza del albergue, apenas salimos de Caldas de Reis. Nuestra intención era hacer primero la etapa del Camino Portugués hasta Padrón, para luego conocer la tierra de mi apellido, pero la pasión tuvo más fuerza: teniendo a Catoira tan cerca, nos fuimos hacía allá como atraídos por un imán. Averiguar si teníamos familiares, ver el Ulla y abrazar las Torres de Oeste (que veíamos en fotos desde pequeños) eran nuestros grandes sueños incumplidos.

Paseamos y nos emocionamos. Les aseguro que antes de viajar llegué a dudar si ese rincón del mundo existía o era una fantasía creada entre tantas historias que contaba mi abuelo, mezcladas entre leyendas de vikingos y meigas. Pero la respuesta estaba Morriña en Buenos Airesahí: por primera vez en 40 años, esas imagenes borrosas, en blanco y negro, hoy eran reales y explotaban a todo color frente a mis ojos.

Luego fuimos al restaurante Casa Emilio bajo una gran tormenta. Estaba embarrado y mojado de pies a cabeza; me daba vergüenza entrar y ensuciar todo. En ese momento el dueño abrió la puerta y le pedí disculpas por querer ingresar en ese estado. Me respondió algo así como "discúlpanos tu por esta chuvascada del carallo, pero ves coma un pito". Comenzó a reírse y recordé que en Galicia tienen como 50 palabras para nombrar a la lluvia. Sonreí y entré, pero hasta ahora no entiendo lo del pito.

Buscamos una mesa mientras de reojo espiaba el televisor, donde los clientes estaban mirando un partido del Barcelona. Sin preguntarme nada, apareció delante mío un balde gigante lleno de sopa. ¿Será todo para mi? ¿Por qué me lo dieron sin aviso? ¿Es gratis? Ya me venía acostumbrando a que en Galicia te regalen comida cuando pedís una cerveza, pero esto ya era demasiado. En Argentina no sucede, hay tendencia de cobrar hasta el saludo.

Sirvete la cantidad que gustes, escuché y empecé a sentirme como un niño en Disney. Lo único que me tenía un poco incómodo era que el resto de las personas en el lugar nos observaban con bastante desconfianza. Imaginense, un miércoles a la noche en pleno invierno, todas las caras eran las de siempre menos las nuestras. Hasta que en un momento, Messi gambeteó a tres rivales, definió con calidad al segundo palo y sin darme cuenta, dije en voz alta "Que grande pibe, sos un genio".

¿Argentino? preguntó alguien al escucharme desde la mesa donde hasta recién me miraban como si fuese un extraterrestre. Cuando respondí que si, se produjo el milagro: sus rostros se transformaron; dejaron de verme sospechoso, les conté que venía de Buenos Aires, que era Catoira y hasta me pidieron que les muestre el pasaporte. No podían creer que no tuviese doble apellido y me llamase así, a secas, igual que el pueblo.

Me invitaron a su mesa, demostrando que la eterna conexión entre Argentina y Galicia funciona natural y automáticamente. Empezaron las preguntas y respuestas, con un rasgo emotivo muy fuerte: así como yo buscaba a mi familia gallega, ellos, todos ellos, tenían algún pariente en Argentina. Otros además un gran amigo, tal vez un viejo amor. No habían pasado cinco minutos de charla y ya nos sentíamos unidos en los sentimientos de dos tierras enlazadas para siempre.

Mis nuevos compañeros tenían familia en Barracas, Constitución, San Telmo y Parque Patricios, barrios porteños bien gallegos, donde también se conocieron mis bisabuelos. Y amigos en Avellaneda, donde por cercanía a esos vecindarios, desde entonces toda mi familia es hincha del Racing Club. Uno de ellos me confesó que su gran amor emigró a la Patagonia y todavía la extraña, 60 años después. Y pensé que se iban a sorprender cuando les conté que acá todavía le decimos gallegos a todos los españoles, pero ya lo sabían. ¿Los gallegos también saben todo? Somos iguales.

Alberto, el mayor del grupo, me recordó que "Bos Aires" era la quinta provincia gallega. Y tiene razón: porque más allá de las raíces y el amor por el lugar de mis orígenes, la gran mayoría de los argentinos nos criamos así: el panadero, el almacenero, el diariero, eran gallegos. Y el dueño del bar donde mi abuelo pasaba la tarde (y algunas noches), también. Las casas donde vivíamos las habían hecho gallegos a pura voluntad. Por eso, el esfuerzo y el compromiso por el trabajo que sobrevive en este país, les aseguro, es fruto de la gran inmigración.

En la gastronomía, no hay dudas: todas las carnes o pescados y mariscos existentes y hasta el puchero, se comían “a la gallega”. Ni hablar de la tortilla de papas y empanadas (de esta lista omito el pulpo, porque por estos lugares no nos alcanza el sueldo para semejante manjar). Y así podría nombrar cientos de ejemplos, entre tradiciones, costumbres y vivencias que atravesaron la historia.

Pero lo más importante y simbólico que conservamos de Galicia es anímico. O espiritual, como prefiero llamarlo. Es un legado intangible, pero perpetuo. Creo en una herencia inconsciente, que se transmite de generación en generación y nos sigue uniendo en sentidos y sentimientos, mezcla de cultura y magia. Por eso, nadie podría explicar porque mi abuelo, cuando lloraba o se enojaba, lo hacía en gallego. Las emociones más extremas las expresaba en un idioma que solo utilizaba para esos casos. Su autenticidad, sin saberlo, estaba plenamente ligada a sus orígenes.

¿O por qué mi padre, a una remota casilla de pesca en el Delta del Paraná, le puso de nombre "La Nostalgia" y se deprimía mirando el atardecer desde el muelle, diciéndole a todos que le faltaba algo y no sabía que era? Años después me dí cuenta que mi viejo tenía morriña sin haber pisado Galicia jamás en su vida, en una señal de identidad reflejada más allá del tiempo y la distancia.

Y también nos sucedió a mi hermano y a mi, que en cuanto conocimos Catoira, nos miramos y sin hablar, entendimos que ese era nuestro lugar en el mundo, a 10 mil kilómetros de donde nacimos y donde, en ese mismo instante, supimos que algún día iríamos a vivir. Es así, simplemente se siente. Pero por más que lo intente, es imposible intentar expresarlo en palabras. Lo que nos une es eterno y lo confirmé en la inolvidable charla.

¿Qué va a cenar?, me dijo en un momento el mozo. Lamprea, respondí al instante. "Lo lamento, pero no queda más". Y aunque seguramente sea una delicia, ahora no me importaba probarla. Estar sentado en esa mesa, sintiéndome verdaderamente en casa, ya me había llenado el alma.
Catoira, Gonzalo
Catoira, Gonzalo


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