"Donde está tu tesoro, está tu corazón", repetía una y otra vez mi abuelo, mientras suspiraba y me mostraba su joya más preciada: un billete de 50 pesetas de 1928, el año en que nació. Habitualmente nos contaba que lo había traído desde Galicia cuando

vino a Buenos Aires, junto a algunas monedas que le había regalado un vecino en su despedida.
Además de considerarlo especial por coincidir con la fecha de su nacimiento, la predilección por este billete también se basaba en la imagen de Velázquez en el anverso: le encantaba "Las Meninas", sobre todo por la Cruz de Santiago dibujada sobre el corazón del pintor. Por eso, reclamaba que la obra maestra debía ser expuesta en la Catedral de Compostela.
Con el paso del tiempo, varias veces lo descubrí mirando el billete solo, en total silencio y comprendí que la verdadera razón para considerarlo su gran tesoro era mucho más íntima y profunda, ligada a sus orígenes y a la nostalgia que le generaba vivir del otro lado del Atlántico. Era el símbolo del desarraigo, del amor por su tierra: pese a tener dos trabajos y una familia hermosa, cuando no estaba hablando sobre Galicia era casi imposible verlo sonreír.
Relataba con orgullo que había llegado desde Vigo en el "Caparcona". Había leído el nombre del barco así, con la abreviatura Cap. de Capitán delante de Arcona y lo pronunciaba todo junto. Era el Caparcona a secas, ni se te ocurra discutirlo. Y además, no era un "barco": era un transatlántico alemán que luego fue hundido en la Segunda Guerra Mundial. Evidentemente sabía todo menos pronunciarlo correctamente... o no quería.
Tenía ceniceros hechos con vieiras, pero no fumaba. A las calles las llamaba "rúa" y se divertía cuando se ponía a hablar en gallego muy rápido y nadie le entendía una palabra. Escuchaba muñeiras con el volumen al máximo. Le ponía tanto pimentón a las comidas que nos dejaba los labios rojos y si la tortilla de papas la cocinaba otra persona, obviamente no tenía sabor.
Se enfurecía cuando alguien hacía chistes sobre gallegos. Y le molestaban los estereotipos despectivos clásicos hacia los inmigrantes en esa época. En una reunión de paisanos en casa lo escuché decir, casi gritando, algo así como "Yo no soy un intelectual, pero estoy lejos de ser bruto o torpe. Y prefiero hablar poco, antes que decir boludeces. Y si ser tacaño es ahorrar, ¿cómo piensan que pude construir la casa?". Un genio.
Todos los días tenía alguna leyenda gallega distinta para compartir, sea de fantasmas, sirenas, milagros o héroes medievales. Lo escuchaba fascinado y no podía creer que sucedieran tantas cosas mágicas en el mismo lugar. Sabía que quedaba lejos de Buenos Aires, pero no entendía del todo si era un pueblo real, una comunidad mitológica, un país imaginario o directamente otro planeta. Mi abuelo juraba que Galicia era todo eso y mucho más.
Una noche se puso a contarme sobre una especie de encantamiento que funcionaba como protección contra los maleficios y para alejar a los seres malvados. Imaginense, me encantó la idea. Después de la cena volvió y mientras hablaba sobre espíritus, duendes y brujas, prendío fuego y me hizo probar la queimada. Estaba muy rica, pero yo tenía 11 años: cuando mi mamá se enteró, se enojó mucho y me prohibió salir por una semana. A mi abuelo no le dijo nada.
Cada vez que salía a la calle, me pedía ir con "sentidiño". Toda la vida me pareció una palabra muy especial, casi poética, e insistía en que siempre lleve algo de abrigo "por si refresca", además de un paraguas aunque hicieran 30 grados en pleno verano. Consejos del corazón que solo pude entender muchos años después, cuando hice la última etapa del Camino de Santiago sin capa de lluvia.
Su conexión con el agua (más allá de la que caía del cielo) también se demostraba en su fanatismo absoluto por la pesca deportiva; sea en ríos, lagos o el mar, todo lo que pescaba lo comparaba con las lubinas: "es como una lubina pero más chica", "es como una lubina pero de otro color". Para el, un tiburón era una lubina grande con dientes y así sucesivamente con cada especie.
Admiraba profundamente a Rosalía de Castro, a quien consideraba la poeta más maravillosa que haya existido. Siempre se refería a ella con devoción y además agregaba que era "vecina" suya: "Rosalía vivió en Padrón e iba de vacaciones a Carril, entonces seguro que también anduvo por Catoira, nuestro pueblo". A la distancia, hoy lo imagino leyendo su obra como un inmigrante más que prefirió cantar antes de morirse de pena.
Y hablando de Rosalía, hace poco me enteré que en el año 1979 se imprimió un billete de 500 pesetas con su imagen, siendo la única mujer además de Isabel la Católica en obtener semejante reconocimiento. Estoy convencido de que mi abuelo nunca supo de su existencia y en su honor, voy a intentar conseguirlo: sin duda hubiera sido otra de sus joyas favoritas.
Actualmente conservo las monedas que le regalaron antes de viajar a Argentina y de a poco, fuí agregando algunas más. Y el billete de Velázquez hoy es mi mayor herencia, al que varias veces me descubrí mirándolo solo y en total silencio. Por eso la frase de mi abuelo se sigue repitiendo una y otra vez: aunque su tesoro permanece en Buenos Aires, nuestros corazones vivirán por siempre en Galicia.