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Los Beach Boys

jueves, 25 de enero de 2024
La primera vez que los conocí fue en una playa de Gambia, hace más de 20 años. No podíamos estar tranquilos tumbados en la arena porque se acercaba un joven con unas pulseritas, se pegaba a mi mujer y empezaba con el "chamuyo" (palabra del lunfardo Los Beach Boysque significa conversar, convencer con la palabra mediante la seducción o la insistencia).
Arrancaban ofreciendo una pulsera que ellos no hacían. Luego se interesaban por nuestra salud o cómo lo estábamos pasando, para luego ofrecerse como guía, recomendar un restaurante, alguna excursión y lo que fuera, con tal de ganarse la confianza de la interlocutora aunque ésta no abriera la boca.
Era imposible explicarle que no nos interesaba nada de lo que ofrecían. Rebobinaban y lanzaban la línea por otro lado. Más de una vez nos tuvimos que levantar y caminar para alejarnos del pesado moscardón. Tampoco me podía marchar solo a caminar dejando a mi mujer leyendo en la playa. No la dejaban tranquila, acosándola de a dos o tres individuos.
En Durban, Sudáfrica (2007), fue distinto. Paseábamos por el paseo marítimo, cuando mi mujer dejó la mochila en el suelo para coger la cámara de fotos. Se detuvo un coche de policía a mi lado y me preguntaron si la mujer que estaba a unos pasos más allá estaba conmigo. Y me advirtieron que recogiera inmediatamente la mochila y la sujetara fuerte, porque los tres jóvenes que me señalaron aproximándose venían a robársela. Los polis se quedaron aparcados hasta que los sospechosos pasaron de largo con caras poco amistosas.
Pero donde pudimos disfrutar del espectáculo fue en Watamu, una playa al norte de Mombasa, Kenia, en 2012. Después de 11 días de safari decidimos conocer esa mítica ciudad y pasar unos días de relax. No pudo ser. Todos los días, mañana o tarde, al salir del alojamiento no esperaba un grupo de boys que nos rodeaban y acompañaban hasta llegar a la playa, con el jefe "chamuyándonos" de forma continua. Les bastó oír una palabra, para cambiar el idioma del inglés al italiano (es una zona con fuerte inversión peninsular y un montón de jubilados que disfrutan los euros de su pensión. Una auténtica colonia turística italiana).
Al llegar a la costa, el grupo era relevado por otro trío local, con un speaker más agresivo. Como vimos que si le contestábamos pidiendo que nos dejaran en paz era peor, optamos por el silencio. Esto obligaba a nuestro guía a agotar todo el repertorio de frases en italiano que conocía, comenzando con el clásico "¿tutto bene?".
Debimos ir al agua de a uno, porque en un momento que fuimos juntos, sin quitar la mirada de nuestras mochilas, otro grupito de boys se interpuso en la línea visual, lo que me obligó a salir inmediatamente antes que nuestras cosas se esfumaran.
El acoso se extendió al agua, donde nos rodearon y lanzaron palabras agresivas (racistas, fue la más suave), hasta que uno de los más activos nos deseó, a los gritos, que los rebeldes que actuaban cerca de la frontera con Somalía nos secuestraran y nos cortaran las cabezas. Todo en una fluida lengua del Dante. Fue tan pesado el acoso, que obligó a unos matrimonios de italianos mayores que formaban un grupo más respetados, los enfrentaron para defendernos. Estas cosas no figuran en ninguna guía turística.
Yo había elegido esta localidad después de leer que eran "playas tranquilas y muy bellas de arena blanca" y unos comentarios que me llamaron la atención sobre "un Los Beach Boysparaíso terrenal desconocido". Las playas eran bonitas, si, pero el paraíso de los comentarios no era como imaginé. Estaban escritos por italianas que posiblemente sufrieran algún tipo de carencias que los beach boys satisfacían con profesionalidad, semiocultos detrás de unos botes o a la vista de todos, daba igual. Eso fue lo que vi, porque cuando caía la oscuridad no salíamos de nuestro cómodo bungalow. Pero no era solo sexo, ya que abundaban unos niños "que no podían ir a la escuela porque no tenían para comprar cuadernos" o "tenían una hermanita muy enferma y necesita unos medicamentos" y el hermano mayor organizaba una colecta entre los sensibles turistas. Algunos donantes hablaban alto y gesticulaban invitando al resto a unirse a la noble causa.
En la mesa de un chiringuito, una pareja peninsular invitó a sentarse con ellos a uno de estos niños de aspecto más saludable que mis nietos, y a los gritos pidió al camarero un plato de patatas fritas. Como en las películas italianas de los 60.
Con esta experiencia hace unas semanas pasada viajamos a Zanzibar y estuvimos en dos de "las mejores playas del este africano, de ancha extensión y arena fina y blanca". La mayoría de los beach boys vestían como los guerreros masai, lo que daba una nota de color a la playa. Unos estaban apostados en grupos frente a las salidas de los principales hoteles, mientras que otros en parejas o tríos, patrullaban las playas de sur a norte y viceversa. Permanentemente. Si caminaran en línea recta, en una semana los tendríamos colgados de la valla de Melilla. Como nosotros estábamos en las zonas privadas de los resorts, no nos molestaban. Pero al salir a pasear o al agua, se lanzaban a la yugular.
Inspirado por mi paisano Messi, eludí los intentos de neutralización que me llegaban por ambos lados, al grito de "jambo, jambo" con certeros regates, cambio de dirección y mirada para el otro lado. Apliqué la técnica que sufrí durante mi adolescencia cuando intentaba sacar a bailar a alguna chica en aquellos famosos bailes de carnaval. Las jodidas me ignoraban con un arte refinado, mirando siempre para otro lado e ignorando mis continuos movimientos de cabeza (llegué a sufrir ataques de tortícolis). Pues hice lo mismo. Cuando superaba los cruces, llegaba a mis oídos algo como "alguna batata" con aromas frutales.
Mientras este ejército de masais, uniformados o "de la secreta", patrullaban la playa de una punta a la otra, pegándose a cualquier mujer o pareja que le sonriera o que contestara alguna de sus repetidas frases preguntando de dónde era (para activar el inglés o italiano), si estaban bien, si querían conocer tal o cual cosa, qué se yo. Vi a señoras asentadas o chicas con experiencia (no sé cómo llamar a ese sector femenino entre chicas y jovatas), pasar largos minutos de animada charla con un guerrero (no tengo idea de qué hablarían) o de pasearse colgadas de su brazo luciendo conquista.
La pregunta del millón: ¿de qué corno viven? ¿quién les paga la comida y las sandalias? (deben gastar un montón al mes). Porque el otro ejército de jóvenes africanos (chicos y chicas) que trabajan en los hoteles, en seguridad, salen a pescar peces, conducen taxis, cocinan y sirven mesas en restaurantes, siempre amables, con una sonrisa, y que cuidan su trabajo, sé de qué viven. Me pregunté porqué estos vigilantes de la playa no se dedican a recoger la enorme cantidad de algas que afean sobremanera la costa. A las únicas que vi hacer esto, fueron unas niñas que en vez de jugar con muñecas como mis nietas, correteaban llenando bolsas con las algas que seleccionaba la mayor, una adolescente.
Mi mujer me convenció que estos guerreros, uniformados o no, no son vagos. Son trabajadores sociales que cumplen una labor muy importante relajando tensiones en algunas personas. Y que sus servicios serían muy valorados en Europa.
En un momento, quizás por efecto del fuerte sol, pensé: los que llegan en cayucos a Canarias o saltan las vallas de Melilla, ¿de qué grupo provienen? Y de pronto se me mezclaron las imágenes. Por suerte mi mujer me mojó la cabeza y me alcanzó el
sombrero.

Andrés Montesanto. Un viajero curioso.
Montesanto, Andrés
Montesanto, Andrés


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