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Cómo se viene la muerte, tan callando

domingo, 17 de diciembre de 2023
En doloroso recuerdo de mi amigo de infancia Venerando Sanjurjo Fernández, a quien la Muerte
sorprendió, sin esperarla, mientras el otoño desnudaba en su tierra natal, los árboles de su follaje.
Cómo se viene la muerte, tan callando
Sucedía el pasado dos de diciembre. Yo recorría con el coche tierras de Portomarín -hermosa y jacobea villa lucense-, siguiendo el rastro del avanzado otoño. Decenas de aldeas en silencio, un silencio otoño-invernal acompañado de lluvia y frío. Los herbazales, anegados en agua, lucían el apagado verdor que provoca un verde lánguido, el verdor propio de algunas plantas saturadas del líquido elemento, reveladoras en su forzada suculencia de la plenitud hídrica que genera un mes entero bajo la lluvia, desmedida cantidad descargada sin mesura alguna y que se traducía en un encharcamiento general de todo el herbazal y un fluir continuo del agua por las cunetas, en busca de un arroyuelo donde descargar los sobrantes acuáticos de la tierra. Puede parecer una "boutade" -término francés que define muy bien una broma, una ocurrencia-, pero no lo es imaginar un universo acuático donde los prados me recuerdan una Venecia afectada por el "acqua alta", inundados por una alfombra interminable de agua dulce, a diferencia de la celebérrima ciudad italiana donde su talón de Aquiles son las extraordinarias crecidas del Adriático.
A nadie se le oculta que tal circunstancia convierte estos terrenos encharcados en verdaderos paraísos para las aves zancudas que, como las cigüeñas, recorren una y otra vez los pastizales, con la parsimonia propia de quien no tiene prisa, en busca de lombrices, insectos y anfibios que pululan por doquier y que, una vez engullidos, les aportan la energía necesaria para afrontar los inminentes períodos de celo, reproducción y cría.
De cuando en cuando, observaba como los postes de madera necesarios para facilitar los tendidos eléctricos y telefónicos que dan servicio a tanta aldea dispersa, se encontraban coronados. Se trataba de complejas y aparatosas "coronas" realizadas con palos entrelazados, ramas secas bien trenzadas para aportarles estabilidad que, una vez conseguida, eran capaces de alcanzar diámetros superiores a los dos metros y alturas variables, siendo habitual que muchas de estas plataformas que, en realidad son complejos nidos, rebasasen con holgura el metro de altura. Es esta una labor constructiva de la pareja de cigüeñas en la que ocupan una semana aportando materiales sin descanso. Una vez construido el trabajo es menor, las parejas regresarán año tras año a su nido, reparándolo, ampliándolo, limpiándolo y volviendo a criar. Se trata de sólidas estructuras, capaces de aguantar temporales y borrascas y mantenerse en buenas condiciones a lo largo de varios años.
Recuerdo que cuando niño, los duros inviernos de mi tierra natal no favorecían la llegada de estos cicónidos. Era muy pequeño cuando, para ver cigüeñas, necesitaba Cómo se viene la muerte, tan callandoacercarme a tierras castellanas. Pero pasaron los años y éstos se agruparon formaron décadas y aquella climatología capaz de cubrir de nieve la urbe lucense un par de veces al año y de helar sus calzadas y aceras se suavizó, tanto que estas aves llegaron hace años a Galicia. Primero fueron citas esporádicas, ocasionales, rarezas que se recibían como buenos presagios. Luego fueron llegando regularmente y en mayor cantidad hasta el momento actual en que, prácticamente toda Galicia espera la llegada de las cigüeñas para anidar.
Aquel dos de diciembre, un lunes, cuando llegaban las primeras cigueñas a sus nidos mientras la mayoría de los restantes permanecían vacíos, a la espera de sus fieles propietarios, mi amigo Nando emprendió un largo viaje, un viaje eterno. Nada extraño en el ciclo de la vida, unos llegan para iniciar una travesía que nunca sabrán cuanto va a durar y otros la culminan sin saber que el periplo terrenal ha llegado a su fin.
Estas primeras cigüeñas eran la avanzadilla que, impacientes, nos recordaban que no era necesario esperar al invierno ni a la primavera para iniciar los escarceos amorosos que les llevaría a dar vida a una nueva generación de cigueñas. Desde mediados de noviembre algunas parejas revisaban el estado de sus nidos, iniciando de tal modo los preámbulos de su proceso reproductivo. A ello se unirían la mayoría de las cigüeñas viajeras a lo largo del presente mes de diciembre.
También Nando era la avanzadilla en un viaje desconocido, uno de los primeros de un buen grupo de amigas y amigos que habíamos vivido la infancia con la ilusión de un futuro mejor, sobre los rescoldos aún calientes de dos guerras, la civil y la mundial, que habían arrasado España -en vidas, destrucción y ruina-, dejado secuelas en todas las familias, en forma de muertos, torturados, cautivos, desaparecidos... Amigos esperanzados con una apertura democrática que aún tardaría en llegar, víctimas silenciosas de una dictadura férrea que sentíamos difusa en nuestros corazones y vívida en el proceder, silencio y cautela de nuestros mayores. Amigos llenos de enormes ansias e ilusiones por vivir, por crecer, por soñar, por sentir, por amar.
Había mucha necesidad en aquellos tiempos y mucha pasión. Era época de emigración y de trabajo sin horas de nuestros padres, que sí sabían que era una guerra pues la habían sufrido en sus carnes y en la de los suyos y pagaban con su esfuerzo y tiempo las penurias y necesidades que provocan todas ellas.
Claro que un palo era para nosotros el mejor juguete. Y una lata vacía, una chapa o una botella de cristal. Todo servía para jugar. Era muy difícil tener una pelota cada uno de nosotros, pero siempre había un niño que tenía una, y todos disfrutábamos con ella. También hacía su función un calcetín o un plástico relleno de papeles o de otros calcetines y jugar con tal sucedáneo al balonmano o al brilé nos producía similar satisfacción y placer. Un palo largo y un palo corto aguzado por los extremos eran suficientes para jugar al tradicional juego de la billarda y una vieja lata con un par de piedras dentro y escachada su boca servía para jugar al bote.
Todos éramos niños, todos éramos vecinos, todos eramos estudiantes, todos eramos amigos. Y el dos de diciembre de este año, dos mil veintitrés, Nando, que la tarde anterior me había saludado, como era habitual en él, cruzado unas palabras y un par de sonrisas, yo desde la calle, él desde su balcón, ya no pudo hacerlo más, había iniciado un viaje desconocido donde sólo la ida es segura pues no existe billete de vuelta.
A todas sus amigas y a todos sus amigos nos cogió con los sesenta cumplidos, muy cerca de los setenta. Tal vez sea eso lo que nos llevó a respirar hondo, a sentir cada cual de un modo muy personal la pérdida del amigo, pero lo cierto es que nadie espera una trágica noticia hasta que ésta sucede.
Pero, ¿acaso existe una edad para este tránsito? En verdad no. Sólo existe la certeza de las palabras de Jorge Manrique en las Coplas que compuso a la muerte de su padre, don Rodrigo Manrique:

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
...

Hacía frío en Lugo aquel día. Fue un día lluvioso de un otoño lluvioso que regaló abundancia de agua a una tierra que meses atrás se encontraba sedienta. Parece que nadie recuerda ahora, ante la visión del Miño desbordado y de los cientos de arroyos y arroyuelos rebosantes de agua, que hasta mediados del pasado octubre, en plenas fiestas de San Froilán, patrono de la ciudad, fiestas lucenses donde el pulpo a la gallega -polbo a feira-, se convierte en indiscutible seña de identidad y orgullo lucense, que el caudaloso río podía cruzarse a pie, sin mojarse la cintura en sus partes más profundas -¡tan poca era el agua que llevaba!-, que los arroyos eran apenas canalillos por donde discurría un suspiro de agua a punto de evaporarse y que los arroyuelos sólo se adivinaban por sus rastros secos de tierra y guijarros donde era imposible encontrar rastro alguno de vida acuática.
Y este frío me recordó aquel otro, también otoñal, en el que partía mi padre. También se iba así, sin previo aviso, de repente, con los últimos resplandores rojizos de un doloroso atardedecer.
Fui acompañar a mi amigo al tanatorio y compartir el dolor de Lola y Montse, madre y esposa respectivamente. Sin fuerza para la despedida última en el cementerio, monté en el coche y me dejé llevar. El paisaje que envuelve ambos lugares de dolor y tránsito me recordaban la cercana comarca de las Tierras Llanas del Miño -A Terra Chá luguesa-. Tras los herbazales anegados, el coche se detuvo en la villa de Portomarín, un pueblo donde se agolpa una multitud de recuerdos personales. Un pueblo rescatado del fondo del valle y trasladado hasta su ubicación actual, “O Monte do Cristo”, antes de ser anegado por las aguas de un enorme embalse, de nombre Belesar, junto a otra veintena de aldeas. Un pueblo que sabe a tarta de almendras, anguilas fritas y empanada de anguila. Un pueblo que sabe a vino de la Ribeira Sacra con las variedades de uva Mencía y Sousón y a aguardiente de alquitara, orujo al que dedican una festividad anual y destilan ante el público en su Plaza Mayor, en su conocida “Fiesta del aguardiente” veraniega. Villa histórica del Camino Francés al que lleva prestando hospitalidad y servicio desde la Edad Media, próximos ya los nueve siglos. Un pueblo, el actual, con calles empedradas y casas con soportales de piedra que dan cobijo a dos hermosas y recogidas galerías de granito. Pueblo que rompe la dimensión de pueblo habitado para convertirse en pueblo que habita mi corazón, pues fue en esta villa donde sentí mi primer Camino de Santiago hace veinticinco años, en el 1999, último año jacobeo del pasado siglo. Es el pueblo donde mi amigo Santiago, también peregrino, cantó para sus tres amigos del Camino en el interior de la iglesia fortaleza de San Nicolás o de San Juan -impresiosante edificio románico que se alza en el centro de la plaza conocida como Plaza del Camino-, bajo el amparo de una acústica formidable, y su cantó inundó de luz y amor nuestros corazones. Es Portomarín el pueblo donde aquel febrero de duro invierno vimos zorros en el camino y comimos anguilas tras brindar con un orujo obsequiado por su alcalde, quien nos selló la Compostelana. Pueblo que, embargándonos de felicidad y dicha al igual que el resto de un Camino inolvidable, no nos dejó ver cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando. Algo habitual que le sucede a todos los seres humanos cuando la vida les sonríe con plenitud y la alegría desborda sus corazones pero, a principios del invierno del año dos mil veinte, uno de nuestros compañeros peregrinos, de los que estábamos allí en aquel año final del milenio, el entrañable amigo José Luis González Ruano, nos sorprendió con su partida, iniciando él sólo, su particular Camino de las Estrellas.
Querido Nando, para todos nosotros el otoño es ahora aún más frío con tu ausencia, pero yo quiero recobrar el calor perdido buscándolo en el interior del nido y en el corazón de las cigueñas que observo y de las restantes aves que irán llegando, poco a poco.
Y es que la vida sigue, pero no igual, a pesar de que lo afirme Julio Iglesias, un cantante español de fama internacional. Está equivocado, nunca sigue igual para nadie. Cierto es que la vida sigue en mí, doy fe viviente de ello y seguiré escribiendo mientras los dedos sean capaces de teclear letras y mi mente capaz de ordenar pensamientos. Es la pasión y la tenacidad quienes dictaminan la acción de mi voluntad y mi esfuerzo. Son mis enormes ganas de vivir. Mi corazón siente dolor por cada una de estas personas queridas, por sus familiares y amigos, pero mi cabeza conserva aún, inalterables, sus recuerdos y seguirán presentes en mí, hasta el momento en que yo sea también, un simple y olvidadizo recuerdo.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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