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Otoño y los cristales

domingo, 03 de diciembre de 2023
Dedicado a aquellas personas que realmente son conscientes de que la vida sigue,
más allá de nuestro efímero paso por la tierra. Aunque es una obviedad dicho aserto, sorprende
el enorme número de personas que viven su vida creyendo que jamás tendrá un final.

Otoño y los cristales
Bien avanzado el otoño, que para mí no se inicia en una fecha definida del calendario -al parecer este año sucedió a las ocho cincuenta horas del día veintitrés de septiembre, según el Observatorio Astronómico Nacional del Instituto Nacional Geográfico-, sino con la llegada de las primeras aves invernantes a Gran Canaria, hecho que constato en mi paseo diario por el litoral teldense, tengo que hablarles de emociones y reencuentros.
La razón, sobretodo, es emocional. Emocional ante tanta belleza desplegada en cada amanecer, ante un océano en calma, semejando una inmensa laguna de agua salada. Pero también lo es de reencuentro. De recuperar periódicos amigos que, con forma alada, regresan a las charcas y riscos de este litoral tan encorsetado por las sucesivas urbanizaciones y que, aquí donde yo los observo, tienen la forma de zarapitos, garcetas, garzas, correlimos, vuelvepiedras, chorlitejos...
Me gusta dejar mis huellas sobre la arena húmeda. Las huellas de dos pies desnudos que me recuerdan, al verlas, que no hace tanto tiempo que dejamos de ser primates para convertirnos en el ser más destructivo del planeta, un ser capaz de convertir los océanos en cloacas, el aire en un medio insano y destruir los pulmones del mundo, los bosques, a una velocidad meteórica.
Sigo con la vista en el suelo, rastreando las huellas de mis amigas las aves migratorias. Y encuentro, allí donde la marea llegó dejando su rastro, restos naturales de algas y caracoles marinos, ofrendas o presentes propios de rituales de amor, de salud, de felicidad, de abundancia, de riqueza... ¡de tantas cosas como la fantasía humana es capaz de producir!, en forma de fruta fresca arrojada a las aguas, de flores, de hierbas aromáticas, medicinales... También observo trocitos de cristal de diverso tamaño y tantos colores como la industria del vidrio ha sido capaz de crear. Sin embargo, son los de tonalidades verdes, blanquecinas y ambarinas, la mayoría de ellos.
Entonces recuerdo que es ésta la estación de los cristales. Todos los años, en estas fechas, aparecen cristales en esta playa -no muchos, es cierto, pero suficientes para salpicar la orilla con sus transparencias y colores, y yo, siguiendo el ejemplo de Rosana, aquella persona que conocí un día en los arenales de Tufia, me agacho una y otra vez, recojo todos los que observo para, posteriormente, acercarme al paseo y depositarlos en un contenedor de vidrio.
Luego sigo caminando por la playa, ahora limpia de cristales, antes de sumergirme en las aguas del otoño y seguir el rastro de las mantelinas que ya han parido a sus crías en los estertores del verano e iniciado su regreso a las profundidades oceánicas.
Pero no quiero despedirme de ustedes sin compartir la historia de Rosana. Es una de tantas historias que forman parte de una publicación inédita: "Alas", que algún día, tendrán en sus manos... o no, pues el milagro de las edición depende de las travesuras y beneplácitos de los jeribillas, las hadas, los elfos, las meigas y los trasnos, personajes que me han acompañado siempre en este entretenido y modesto periplo literario.

"Conocí a Rosana por curiosidad. No sabría decir si lucía las alas de una cigüeña, una garza, un quebrantahuesos o un buitre leonado. Su espíritu aunaba virtudes de todas ellas. Gracilidad, hermosura, perseverancia, paciencia, fortaleza y una voluntad inquebrantable, jamás verbalizaría ella: "a prueba de bomba", al albergar "bomba" un significado destructivo dentro de sus otras acepciones y por ello, un concepto muy alejado de los principios por los que ella se había regido siempre.
Rosana era una mujer silenciosa.
Silenciosa y activa. Sus manos hablaban sin necesidad de palabra alguna. Cuando la conocí, se encontraba agachada, escrutando con enorme destreza cada centímetro cuadrado de un cuadrilátero imaginario, pues eso era cada parcela que registraba dentro de la enorme cuadrícula en que había dividido aquel espacio natural cuyo nombre, Tufia, rememoraba un pasado aborigen, época en que el vidrio y el plástico no habían hecho acto de presencia.
Tras mi llegada, no levantó la vista. En silencio y sin molestarla en su afanado trabajo, observé qué estaba haciendo. Al parecer recogía, trozo a trozo, fragmentos de vidrio, depositados en aquel lugar desde un tiempo indefinido. Antes de mi llegada, había retirado los pedazos más grandes, procedentes de botellas la mayoría que habían sido estalladas contra el suelo en un pasado reciente, sin miramiento alguno. Se encontraba tras ella, a punto de rebosar los residuos, un cubo plástico de color azul. Ahora, estaba recogiendo los cristales más pequeños. Centímetro a centímetro, tras su rastreo, sólo quedaba el suelo limpio. Un suelo arenoso en parte, en parte terroso, incapaz de esconder la pugna enriquecedora que llevaban a cabo los fértiles suelos de cultivos con las volantinas arenas de las playas cercanas. Y en este encuentro cambiante de Otoño y los cristalesamarillos y ocres, destacando por su blancura matizada por tonalidades amarillentas, la roca caliche surgía errática, avisando de la presencia de calizas en el suelo y alertando sobre la peligrosidad del fuerte proceso erosivo llevado a cabo en la zona por el viento, el sol y la lluvia.
Elevé la vista, más allá del limitado campo visual que controlaba Rosana. Eligiera la dirección que eligiera, cientos de voluntarios realizaban una labor semejante. Acuclillados, responsables al parecer de una cuadrícula imaginaria, limpiaban con impecable eficiencia el territorio asignado.
A decir verdad, supe del movimiento provocado por Rosana, a través de la prensa. Un amplio artículo destacaba la entrega altruista de su tiempo personal, el tiempo de una persona que día tras día, mes a mes, año tras año, en silencio, sin más herramientas que sus manos, sus pies para desplazarse, un sombrero para protegerse del ardiente sol, un par de guantes, un cubo grande y tres más pequeños, recorría los espacios naturales de la isla y no cejaba en su empeño hasta eliminar los trozos minúsculos, los pequeños desperdicios que dejaba sus descuidados congéneres.
No era suya la labor de las basuras grandes. Muebles, colchones, escombros de construcción, lavadoras, ruedas de coches… hablaba con los vecinos de la zona, con los empresarios limítrofes, con singulares reporteros de la radio y televisión, agentes de la autoridad o quien tuviera competencia en vertidos incontrolados y les conminaba a actuar, a vigilar su entorno como seres comprometidos con el medio o, en el caso de representantes de los ciudadanos y agentes de la ley, a erradicar el vertido, vigilar y penalizar.
A Rosana, la labor de denuncia le agotaba en extremo. Por eso prefería dejársela a Antonio y a Pino, reporteros que con su crítica y acusadora mirada, ponían nombre a los responsables y, a través de sus artículos, programas de radio y televisión, exigían actuaciones inmediatas.
Era así como ella podía volver a sus guantes y a sus cubos. Y volver la mirada al suelo, donde se sumergía en silencio en los sonidos de la tierra y del aire, de los insectos y arácnidos que correteaban entre sus dedos, a los saltos engañosos del caminero o del calandro para alejarla del nido, a los chillidos acechantes del cernícalo sobre ella, en busca de pequeños lagartos.
Al cabo de un par de horas, pues ese era el tiempo que destinaba diariamente a tan importante labor, se erguía, estiraba la espalda encorvándose hacia atrás y con los cubos llenos o mediados regresaba al núcleo urbano más cercano en el que depositaba el vidrio en su contenedor específico, el papel en el azul, los plásticos en el amarillo y en el gris, el resto de desperdicios.
De regreso a casa, camino de iniciar una jornada laboral que le permitía este tipo de actividad, sonreía ante los recuerdos de tantas veces en que se había encontrado con jóvenes en busca de una playa escondida, pescadores en busca de su atalaya favorita, ciclistas devoradores de senderos y huérfanos de sensaciones pausadas. Siempre se encontraba con la incrédula y sorprendida mirada de todos ellos ante su labor de limpieza. La mayoría de las veces habían continuado en silencio, absortos en su sorpresa, sin comprender nada. Otras, había percibido la sonrisa sardónica en sus semblantes o la inequívoca sensación de que justificaban tal acción como un principio de locura momentánea. Apenas era un par de segundos, un fugaz cruce de miradas, pues su rostro regresaba a la tierra y a su familiar ecosistema de plantas y animales diversos.
Tras observarla un tiempo, sentí la imperiosa necesidad de hablar con ella, sabiendo con certeza que solo era mía tal necesidad pues para ella ese dispendio temporal la desviaba de la verdadera labor que merecía ser llevada a cabo. Tal vez por eso, obedeciendo a un impulso natural, guardé en un bolsillo de la camisa la libreta utilizada para tomar notas y el lápiz y, sin palabra alguna, me acuclillé cerca de ella. Sin guantes pues no disponía de ellos, comencé a recoger trocitos de vidrio, de plástico y una multitud de viejos y oxidados clavos procedentes de antiguos invernaderos. Estuvimos en silencio varios minutos. Fue al querer depositar un puñado de clavos en la bolsa de basura destinada al resto de residuos cuando, extrayendo otra bolsa de una pequeña talega que llevaba a un costado, a modo de bandolera, me dijo:
- No, a la basura general no. Por favor, los restos metálicos en esta bolsa. Aunque pequeños, son tan numerosos que pueden ser reciclados. Y, por favor, póngase unos guantes –recomendó, ofreciéndome unos-, es más fácil cortarse con estos residuos de lo que usted pueda creerse.
Cogí los guantes, coloqué los clavos en la bolsa ofrecida y seguí recogiendo y separando.
Pasado un tiempo, le pregunté:
- ¿Es consciente del alcance de su proyecto en el mundo?
Silencio.
Retomé la palabra para decirle:
- Ha iniciado un movimiento de respeto al medio y de responsabilidad individual y colectiva sin parangón. ¡Enhorabuena!
Silencio. Terminamos la cuadrícula. Nos levantamos los dos. Ella con la gracilidad de una caña, de un bambú que recupera la armonía cuando deja de azotar el viento que la mantiene doblada. Yo con un acusado dolor en los riñones, en la cintura y con dificultad para levantarme en unas rodillas aquejadas por la falta de ejercicio.
- Ha sido un placer compartir con usted este tiempo.
Fue entonces cuando habló.
- Escaso valor tiene lo que acabamos de hacer si no somos capaces de animar al enfermo, ayudar al necesitado, darle de comer, sonreírle, estar cuando lo necesite. ¡Hay tantas acciones posibles para ayudar a otros seres humanos! La limpieza del medio natural será innecesaria cuando limpiemos nuestros corazones de ambiciones y egoísmos.
Y diciendo esto dio la vuelta con los cubos en sus manos y se marchó. La dejé ir pues, indigno en mis planteamientos, a años luz me encontraba de Rosana garza, cigüeña, buitre leonado y quebrantahuesos a un tiempo."


Cada cristal que retiro, es un recuerdo vívido de los ciclos de la naturaleza que están ahí y no se someten al capricho humano. Ahora la arena está limpia, no hay rastro de basura alguna. Las microalgas y los restos calcáreos de multitud de conchas marinas forman parte de la playa. Así la deseo.
Supe de las playas de cristales como atractivo turístico por todo el globo, en países de todos los continentes y observé, fruto de la casualidad, un par de ellas, Siracusa en un viaje de volcanes por la isla siciliana y Laxe -Praia dos Cristais- en A Coruña, pero no hay belleza en una playa cuya arena está cubierta por un caleidoscópico mar de cristal, porque esa supuesta belleza está unida invariablemente a la razón de su existencia: el continuo e ingente vertido de residuos al océano. Si estas playas se han convertido en reclamos turísticos, en verdad la humanidad ha perdido el norte y está enferma. Son residuos los que han provocado esta anomalía en la orilla.
Pienso entonces en lo estéril de mi acción, a la vista del océano de inmundicia que nos rodea, pero no hay espacio en mi interior para el desánimo. No debemos ni podemos abandonar los principios que nos permiten diferenciar la pureza de la impureza, la generosidad de la mezquindad, el equilibrio de la pérdida del mismo.
Es entonces cuando, aún a sabiendas de que mañana se acabara el mundo tal y como lo conocemos -es insensato creer que el ser humano es capaz de acabar con el planeta, si acaso con su propia especie pues la vida seguirá con otras especies mucho más fuertes y resistentes que nosotros-, seguiría limpiando la playa, seguiría plantando un árbol, seguiría regalando una sonrisa, seguiría fundiéndome en un abrazo, postrero tal vez pero sincero, cálido y generoso, como siempre debe ser tal muestra de amor con nuestros semejantes.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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