Un camino y cuatro continentes
Catoira, Gonzalo - jueves, 30 de noviembre de 2023
Mi hermano y yo siempre tuvimos la ilusión de viajar a Europa. Después de varios meses de ahorro debido a la gran inflación en Argentina, a principios del 2019 pudimos concretar nuestro eterno anhelo. Y a pesar de tener disponible tanta oferta turística, nunca pensamos en conocer París, Londres, Berlín o Roma. No. Nosotros queríamos ir directamente a Galicia, ese rincón del mundo que permanecía en lo más profundo de nuestro corazón desde niños, cuando nuestro abuelo nos contó por primera vez que llegó desde Vigo en el barco 'Capitán Arcona'. Aterrizamos en Madrid y desde el aeropuerto fuimos directo a Chamartín, tomamos el tren a Guillarei y de ahí a Tui, donde empezamos a sentirnos dentro de una película medieval. Todos nuestros deseos se enlazaban con el Camino de Santiago y elegimos el portugués porque desviándonos desde Caldas de Reis, podríamos cumplir el sueño de conocer Catoira, la tierra de nuestro apellido. Una experiencia de fe, pero también de búsqueda: allí, a orillas del Ulla, permanecía gran parte de nuestra familia, a la que nunca habíamos podido conocer.
Porriño y Redondela fueron quedando atrás mientras sentíamos en cada paso que estábamos más cerca de casa. Y entrando a Pontevedra, sucedió lo impensado: viéndonos agotados, una señorita y un muchacho empezaron a gritarnos "Go, go!", mientras nos aplaudían y levantaban los brazos. Nos acercamos a ellos y comenzamos a intentar comunicarnos. Aún con nuestro limitado conocimiento del idioma inglés, pudimos entendernos y presentarnos: ella era de Sudáfrica y su compañero, coreano. Nos dijeron que el albergue público estaba muy cerca, que tengamos fuerza y nosotros, agradecidos, les regalamos varias monedas de nuestro país como un recuerdo simbólico del encuentro. A la noche, luego de recorrer algo de la ciudad, volvimos a encontrarnos en el albergue y nuestra nueva amiga sudafricana me dio a entender que el chico de Corea del Sur quería darme algo.
Cuando regresó, sonriendo, me entregó un billete de 1.000 wons coreanos doblado y dentro, un trébol de cuatro hojas. No entendía nada: del billete quizás si, como retribución a las monedas, pero lo del trébol era totalmente increíble. Conmovido, abrí el traductor de Google en el teléfono para poder comprender la situación. El texto que escribió en mi móvil fue algo así como "encontré este trébol de la buena suerte mientras caminaba y cuando te conocí, sentí que tenía que ser para vos". Me puse a llorar y nos rodearon otros peregrinos, todos sorprendidos. No lo podía creer; yo apenas podía caminar mirando hacia adelante y él, durante su peregrinación, tuvo la capacidad de encontrar y regalarme un hallazgo como ese "thanks, thanks" repetía, pero sentí que no alcanzaba para que entienda lo importante que era para mí.
Empecé entonces a buscar traducir la frase "estoy muy emocionado", para tratar de agradecerle con más énfasis, pero lo hice directamente: nos fundimos en un abrazo que atravesaba miles de kilómetros y cualquier barrera idiomática. Lo voy a recordar siempre como un momento único en mi vida; en España, un argentino tratando de hablarle en inglés a una simpática sudafricana y al héroe coreano que me ofrecía sus tesoros. América, Europa, África y Asia, se habían puesto de acuerdo para confirmar la magia del Camino. Y entendí que ya no era cuestión de suerte sino el reflejo de una bendición, porque dos días después, trébol en mano, conocí a mi hermosa familia catoirense. Solo faltaba llegar a Santiago, pero no tenía ninguna duda de poder completar el Camino; a partir de Pontevedra me había sentido, literalmente, acompañado por el mundo entero.

Catoira, Gonzalo