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La renuncia

jueves, 23 de noviembre de 2023
Después de la intervención de Gendarmería volviendo todo al punto de partida, el matrimonio no estaba tranquilo. Antonio había intentado armar un pequeño grupo de teatro con los obreros, muy buenos tipos, pero perdió la ilusión, se disculpó y lo abandonó.
Ninguno de los tres niveles de los que dependía se puso en contacto con él. Nadie le preguntó si necesitaba algo o que pensaba del futuro del hospital. Como si no existiera.
Elena propuso acercarse a Buenos Aires, instalándose en un pueblo de la provincia donde tenía familia. Le prometían ayudar en todo lo posible y se iban a sentir más integrados. Además era un entorno ideal para criar a los hijos. Claro que él debía abandonar su carrera en la dirección de hospitales que tanto lo había ilusionado y ejercer la medicina general en un ambiente rural, cosa que nunca había estado en sus planes. Se enfrentaba otra vez a la disyuntiva.
En la villa tenían muy pocos gastos, por eso habían invertido todo lo ahorrado en dos departamentos en construcción en Buenos Aires, pagaderos en cuotas. Para superar los problemas de la inflación descontrolada, los genios de la economía habían creado la ley de indexación, o sea, todos las cuotas se actualizarían según unos índices oficiales. El problema era que los índices corrían más rápido que los precios reales. Al poco tiempo se podía comprobar por una simple cuenta, que si se terminaban de abonar todas las cuotas, se pagaría la propiedad más que su valor real. Una estafa más. Pensando dejar Alicurá e iniciar una nueva etapa, se presentó en las dos empresas constructoras para recuperar lo que había pagado. En una de ellas lo recibió el dueño, un arquitecto muy correcto y educado, que le expresó su dificultad económica en medio de una inflación galopante. Accedió a devolver todo el importe nominal pagado pero sin actualizarlo, sería un ochenta por ciento del valor real. El otro constructor, un italiano, que lo atendió mientras hablaba con un pariente de Sicilia, abrió un cajón y sacó un fajito de billetes, más o menos el veinte por ciento de lo invertido y, tapando el tubo le dijo "Lo tomas o lo dejas".
Pensó un momento y mientras se enteraba a la hora que llegaría el tano a Palermo, recordó que el dinero es lo más fácil de recuperar en la vida. Se imaginó el futuro con Elena y los chicos, se metió el fajito en el bolsillo y salió en silencio. Bueno, dijo algo pero en voz muy baja para que no lo escuchara el siciliano, cuyas manos eran como sandías y prefería que se mantuvieran alejadas. "Andá a la concha de tu madre".
Antonio estaba desorientado, había llegado con mucha energía y mucha ilusión, pero la manipulación que sufrió y el verse reducido a un peón de ajedrez dispuesto a sacrificarse para mantener unos mamones inútiles, todos tratando de meter la mano y cómplices de un expolio del país que seguiría muchos años más, lo había vencido. Recordó cuando el jefe de obra lo recriminó por "no ponerse la camiseta de la empresa". Él no quería ser un mercenario.
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé.
En el quinientos seis y en el dos mil también,
Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos,
contentos y amargados,
barones y doblez.
Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente,
ya no hay quien lo niegue...
Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo
todos manoseados...

Aceptaría la opinión de Elena, dueña de una visión mucho más objetiva que la suya. Las minas tienen los pies sobre la tierra, son más prácticas, piensan siempre en función del grupo, de la familia. El había desarrollado un proyecto personal con mucha ilusión pero, quizás por el momento, quizás por el país o quizás porque el mundo era así, se había estrellado. A partir de ese día recuperaría los sueños de estudiante, anteponiendo el bienestar de su familia a cualquier vocación individual. Lo real, lo importante de su vida y su felicidad, dependía de Elena y los chicos. De esa familia maravillosa que, sin esperarlo, la vida le había regalado. Se apearía otra vez del tren, el de su especialidad, para embarcarse en otro los cuatro juntos. Y mientras esperaba a que el panorama de Argentina se aclarara, salvaría el gato y dejaría arder el Rembrandt.
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador.
Todo es igual, nada es mejor,
lo mismo un burro que un gran profesor.
No hay aplazaos, ni escalafón,
los inmorales nos han igualado.
Si uno vive en la impostura
y otro afana en su ambición,
da lo mismo que sea duquea, tesoreroa,
Rey de Copasa, presidenta o polizón.

Redactó la renuncia de los dos en la máquina de escribir del hospital, las firmaron y se las llevó al administrador. Cuando leyó los papeles le dijo,
- ¿Por qué no lo piensa doctor, justo ahora se va a ir? Le adelanto que se le iba a ofrecer una buena mejora en sus condiciones.
- La decisión ya está tomada -Pero en realidad pensó, "Se pueden ir todos a la mierda y meterse las mejoras en el orto".
Qué falta de respeto, qué atropello a la razón,
cualquiera es un señor,
cualquiera es un ladrón.
Mezclado con Cervantesa va el Papa y Marilyn,
don Vito y Napoleón, Maradona y San Martín,
Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches
se ha mezclado la vida,
y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia contra un calefón.
Siglo veinte cambalache, problemático y febril,
el que no llora no mama
y el que no afana es un gil,
dale nomás, dale que va,
que allá en el horno nos vamos a encontrar,
no pienses más, hacete a un lado,
que a nadie le importa si naciste honrado,
es lo mismo el que labura noche y día como un buey,
que el que vive de las minas, que el que mata,
que el que cura o está fuera de la ley.

"Cambalache", Enrique Santos Discépolo (1935). Actualización del autor.

Andrés Montesanto. Último fragmento de "Buscando a Elena" (2021).
andresmontesanto@gmail.com
Montesanto, Andrés
Montesanto, Andrés


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