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Haiku

domingo, 19 de noviembre de 2023
Dedicado a Julio Pérez Tejera, amigo mío, poeta y escritor teldense
cuyas palabras acarician amorosas, los laberintos del alma.

Es imposible olvidar los valores y destrezas que han forjado nuestra vida. Entre mis valores, destaco la entrega, el altruismo y la pasión por enseñar. Pasión que siempre se encontró unida al hecho de aprender. La enseñanza no es otra cosa que un ejercicio bidireccional de aprendizaje continuo.
HaikuTal vez sea esta la razón por la que no puedo comenzar este artículo sin dedicarle unas líneas al significado de ese vocablo que he usado como título.
Haiku. Dice de él la Real Academia española en su diccionario, que se trata de una composición poética, de origen japonés. Y así es, este vocablo se encuentra incorporado al español como haiku o haikú.
Pero ¿qué es un haiku?
Considero esclarecedoras las reflexiones que Francisco F. Villalba presenta en la separata del libro de Matsuo Basho -considerado el mayor poeta de haiku jamás nacido-: "Haiku de las cuatro estaciones".

"Lo que comunica el haiku no es lo que se dice sino lo que no se dice. Su comunicación es invisible, inatrapable. La fuerza del haiku no reside solamente en lo que no se dice, sino en la intensa relación que mantiene lo dicho con lo no dicho, lo expresado con lo no expresado, lo visible con lo invisible. La perfección de un haiku radica en su habilidad para comunicarnos lo incomunicable, es decir en su poder de sacarnos del simbolismo del lenguaje y ayudarnos a acceder al estado pre-simbólico".
Nada mejor para comprenderlo que disfrutar con la lectura de alguno de ellos. Comienzo con uno referido al otoño, del excelso maestro:

De cuando en cuando
las nubes acuerdan una pausa
para los que contemplan la luna.

Y otro, también de Matsuo Basho, referido al invierno:

Me llamarán por el nombre
de caminante
primeras lluvia de invierno.

El que les ofrezco a continuación me lo ha enviado mi buen y admirado amigo Julio Pérez Tejera, a quien dedico el presente artículo:

Cayó el laurel
y siento mis raíces
morir con él.

No hace muchos días estaba en Galicia, sentado tras la cristalera de una galería donde acostumbro a escribir, observando la lluvia. Se trataba de una lluvia suave pero constante. Ese tipo de lluvia que discurre serena y continua, mojando la ciudad y los campos hasta empaparlos. Siempre creemos que es menuda, apenas un chipichipi -llovizna suave pero persistente, así se define este curioso vocablo-, de escasa intensidad y poco duradera. Craso error. Llevaba horas lloviendo y no paraba. Apenas unos minutos para coger fuerza y descargaba de nuevo. La tierra, saturada ya tras varios días y noches de persistente presencia, expulsaba el sobrante líquido, que es mucho, mientras la hierba, lozana y vigorosa, comenzaba a mostrarse en todo su esplendor. El agua discurría mansa en busca de los arcenes en las ciudades y de los regatos, arroyos y riachuelos en los campos y toda ella terminaba convirtiéndose en arrebatado caudal en busca de un río.
Es ahí, en esas plomizas arterias, oscurecidas sus aguas por la cúpula negruzca de unas nubes que no dan tregua y de un dosel arbóreo que lo arropa, donde notamos la crecida del río, la invasión de sus márgenes, la inundación de los prados cercanos, con ese "chover miudiño" de la poetisa Rosalía de Castro, una lluvia menuda pero abundante, saciante, vivificadora, identitaria de una tierra amante de los bosques y de las nieblas persistentes.
Y fue ahí, tras la pantalla del ordenador, mientras escribía uno de mis periódicos Haikuartículos, cuando recordé los versos de otro poeta, con la lluvia de fondo y las golondrinas en vuelo:

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón los nidos a colgar.

Y regresé a la infancia y al hogar familiar, incapaz de convertir tan vívidos recuerdos en un haiku -reconozco que son muchas las carencias intelectuales y creativas y pocas las destrezas que atesoro-, pero precisamente eso era lo que necesitaba: un poema japonés capaz de convertir en atemporal y eterno un sentimiento, una emoción, un cálido recuerdo.
Eso era lo que sentía, la emoción de un recuerdo, de vivencias personales inolvidables, cargadas de sentimientos imperecederos.
Para Julio no sólo cayó un árbol centenario en la p,laza de San Juan. Para Julio parte de esa vida emocional guardada en los entresijos del alma se quedó huérfana. Huérfana de abrigo, de sombra protectora pues esos sentimientos sucedieron junto a él. No hablamos de proximidad domiciliaria, hablamos de proximidad del corazón, de palabras, confidencias, risas y abrazos, besos y caricias y..., tristemente, de ausencias.

Cayó el laurel...

Veinticuatro de octubre del año dos mil veintitrés, a las once de la noche, en la placidez de una plaza vacía, un viejo árbol dobla su cerviz y cae de lado. Así de escueta me llega la noticia de un periódico local en el ordenador, a dos mil quinientos kilómetros de distancia.
Tres toneladas y media de vida vegetal, urdida no sólo con el agua y los nutrientes que buscaron siempre sus hojas y raíces sino con los arrumacos, sonrisas, juegos y alegrías de cientos de niños, jóvenes, adultos y ancianos. Una generación tras otra y el árbol seguía allí, menos eterno que el dinosaurio de Augusto Monterroso.
Se encontraba enfermo, confirmaron los expertos y, al parecer, la enfermedad se había adueñado de su sistema radicular. Concluían ellos que el viejo laurel se pudría sin remedio, perdiendo la capacidad de seguir alimentándose y el necesario anclaje del gigante arbóreo al suelo protector que le proporcionaba seguridad y firmeza.
No hay que buscar culpables -siempre los hay-, en estos casos, sino aprender de lo sucedido, y el respeto que se les debe a cada uno de estos sabios de la tierra, árboles centenarios que siguen poblando nuestras plazas, calles y avenidas, pasa por proteger su entorno más inmediato, ser generosos con el espacio que ocupan y que, si amplia es su copa, amplias y ramificadas serán sus raíces, raíces que llevan extendiéndose y buscando agua y humedad un siglo tras otro.

Y siento mis raíces
morir con él.

Tu sensibilidad, Julio, manifiesta el dolor de una trágica ausencia. Ausencia del árbol pero también de recuerdos, de vivencias, de retazos de vida que se pierden ahora con el sostén leñoso que te permitía recrearlos en esa memoria recurrente que todos revivimos en los lugares de antaño.
Para los desconocedores de esta singular poesía, el haiku es un poema japonés de diecisiete sílabas con tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente, en un patrón de verso corto, largo, corto.
No se extrañen si midiendo los haikus que les he acercado del gran maestro Matsuo Basho, la métrica no se mantiene. Dicha anomalía es consustancial a las subjetivas traducciones del original idioma.
Para mí, el haiku, queridos lectores, es una emoción poética y un sentimiento. Y en ello mi amigo Julio, que sí respeta la métrica establecida, es un verdadero maestro.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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