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La Batalla

jueves, 09 de noviembre de 2023
Todo venía bien en el pequeño hospital hasta que un día apareció un médico peruano. Amigo del doctor Tedeschi y médico de una empresa de la obra de Futaleufú, le provocó rechazo desde que lo conoció. El ñato era racista, negrero, traicionero y lameculos, un auténtico mercenario de la salud. Antonio pensó que iba a ser un ayudante, pero no. Si él era el director, este recién llegado apalancado por la empresa sospechosa de fraude sería el Coordinador. No vino solo, sino acompañado por un compatriota, aprendiz de mercenario. El nuevo Coordinador intentó que Antonio se repartiera las guardias con el peruano número dos. Ni siquiera Elena podía calmar a su furioso marido. Las situaciones creadas por este mercenario, que amargaría durante un tiempo a su marido, le provocarían además un estrés en el embarazo.

Luego de comunicaciones a Buenos Aires y reuniones con los jefes, por fin consiguió la autorización para viajar a Esquel y traer a un cirujano del hospital. Pepe, buen compañero y profesional, con una simpática esposa enfermera, lo ayudaría a resistir la invasión extranjera.

El matrimonio fue contratado en cuanto llegó, y al cubrirle la espalda, facilitaron que Antonio maniobrara para reconquistar el hospital. La armada peruana fue acorralada en el antiguo consultorio de la empresa pleiteante, un local con escaso equipamiento. Efectuaban los reconocimientos de unos pocos obreros antes de admitirlos en la empresa que pagaba sus sueldos. Pero el hospital volvía a estar bajo su control.
Arias, su informante, un día le comentó que el médico incaico se había negado a examinar a un pobre tipo, que había viajado toda la noche desde Catamarca y que obviamente llegó transpirado. Lo echó para que volviera otro día bañado. Al rato humilló a otro aspirante y se ganó una trompada que le dejó un ojo en compota. El boxeador, caliente como una pipa, fue acompañado hasta la barrera por unos compañeros y despedido como un héroe.

Pero su catadura moral se manifestó la tarde de un domingo cuando el director regresó del lago Traful, pasó por la casa de Pepe por si había alguna novedad y se enteró que la esposa del matasano peruano, una chica tímida que Antonio había conocido en Esquel, se estaba desangrando en su casa por un aborto dudoso. Pepe le había ofrecido el hospital, en condiciones para realizar una transfusión de sangre segura, y la ambulancia para un posible traslado. Ni siquiera le contestó. De todas maneras se mantuvieron toda la noche en alerta, observando el movimiento en la casa del médico invasor, quien a la mañana llevó a la mujer no se sabe adonde en su coche. Unos días después, se difundió la noticia que los invasores extranjeros habían abandonado Alicurá, rumbo a alguna otra importante obra donde seguir defendiendo los intereses de la empresa a la que pertenecían.

El combate médico llegó a las más altas instancias. Hidronor, la asociación de consultores extranjeros y la constructora internacional responsable de la fase actual no querían embrollos en un tema marginal que desconocían y que no les interesaba. Quizás algún asesor sugirió la incapacidad del director para enfrentar con éxito semejante despelote, y convenció de la falta de un profesional de peso, de prestigio. La cosa que un día hace su entrada triunfal el Supervisor General del hospital. Demasiados caciques para esa tribu.

El salvador era ex director de un hospital, el doctor Fernández. Con un ego bien regado, aplomado y de muy buena labia, sólo al entrar en la sala donde había una reunión destacaba físicamente, y cuando empezaba a hablar copaba la situación. Exactamente todo lo que no tenía el joven director. Había perdido el trabajo, junto a su mujer, al ser defenestrados por el interventor militar de la provincia puesto por Videla, con la ley de prescindibilidad que le impedía aspirar a cualquier cargo público.

De entrada trató a Antonio como un padre a un hijo rebelde, ignorando todo lo que había realizado hasta la fecha. Arrancó pisando fuerte, con mucha simpatía. Nombró a su mujer en la administración, a un sobrino radiólogo, a la hermana de Pepe kinesióloga y a su cuñado chofer. De golpe el tranquilo hospital se llenó de gente.

El nuevo supervisor, en constantes reuniones con los jefes se ocupaba de los temas importantes. Comenzó jactándose de su primer propuesta, dotar de música funcional a todas las dependencias. Y merced a su simpatía y experiencia en la relaciones públicas, organizaba unas veladas muy festejadas con los residentes de la villa, incluido algún baile de disfraces. A ellas acudía el asesor porteño cuando se encontraba de visita. Posiblemente fue el que propuso al doctor Fernández, de perfil ideal y del que se sentía muy orgulloso.

Alguien alertó de lo que estaba ocurriendo o podía ocurrir en esa villa de enorme valor estratégico y el milico al mando, sorprendido y furioso por el gol que le habían colado entre las piernas, firmó la orden. Una mañana llegaron una serie de telegramas urgentes entregados en mano por dos gendarmes: "Se intima abandonar villa Alicurá antes 24 horas bajo amenaza arresto punto Gendarmería Nacional".

Fernández, su esposa, el radiólogo, Pepe, su mujer, su hermana y su cuñado, todos expulsados. De un plumazo quedaban solamente el director ganador del concurso y su esposa, libres de toda sospecha. La estupidez de nombrar para un cargo en un área sensible bajo jurisdicción de la Gendarmería, como era esa obra, a un tipo cesado por el ejército por ser sospechoso de algo, encolerizó a un mando que decidió extirpar el tumor y el órgano sano por las dudas. Y gracias a la piolada de un chanta sentado muy tranquilamente en su oficina de la Diagonal Norte, Pepe y toda su familia se quedaron en la calle en el medio de la Patagonia.

A la mañana siguiente, Antonio llegó a primera hora a un hospital vacío, ya que no solo no había enfermos, sino tampoco estaban los profesionales que hasta el día anterior llenaban despachos y pasillos. Instantes después aparecieron Fernández y su mujer, con caras de no haber dormido. Él se mantuvo callado, seguramente por falta de convicción y fue ella la que habló, más bien exigió.

Querían un certificado del director del hospital (vaya, habían descubierto que existía), asegurando la idoneidad y responsabilidad del matrimonio, la buena conducta demostrada durante su estancia en Alicurá y la ausencia de cualquier actividad política. Más o menos todo lo que había escrito en el papel firmado y sellado entregado a Pepe la noche anterior. El Supervisor era un paracaidista que además de su ego tenía que salvar el del chanta consultor. ¿Cómo habían nombrado a un tipo expulsado por los militares con cinco años de veda total en la administración pública, en una aldea trasformada casi en un cuartel?

Ante la duda del antiguo y el nuevo responsable del servicio, la esposa, visiblemente nerviosa, le preguntó si sería capaz de negarle un papel que no lo comprometía para nada.

- Discúlpenme, pero tengo una familia, estamos aislados en este culo del mundo, la situación es la que es y yo no voy a firmar nada que no esté dentro de mi función específica.
- Sos un cobarde, no pensé que fueras tan cagón.
- Sí -Antonio la miró a los ojos- Posiblemente tengas razón.

El ex supervisor la miró como diciéndole, "Te lo advertí, no teníamos que haber venido". Se levantaron y salieron apurados antes que se les venciera el plazo.

Andrés Montesanto. Fragmento de "Buscando a Elena" (2021)
andresmontesanto@gmail.com
Montesanto, Andrés
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