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Una de romanos

domingo, 08 de octubre de 2023
Cuando vas al Arde Lucus y te encuentras contigo mismo hace dos mil años.

Dedicado a mi persona en el pasado, un belicoso guerrero castrexo, sorprendente personaje que encontré
en el puente romano de Lugo en plena contienda y que jamás creyó que, veinte siglos más tarde,
su reencarnación sería quien les escribe, un ser canijo con poca musculatura, no mucha energía,
declarado pacifista y un hombre sin interés alguno en morir, con honor o sin él, en el campo de batalla.

El día veintidós del pasado mes de julio, a las veintiuna horas me encontraba en el puente romano de Lugo, enrabietado, con furor en las entrañas y unas ganas enormes de matar, sin saber que existía ese día, ni ese mes con ese nombre ni tal año, pues soy un guerrero castrexo perteneciente al clan de Lugh y nos regimos por ciclos lunares y solares, ciclos naturales de la vida.Una de romanos
Frente a mí, en el otro extremo del puente, un número indeterminado de legionarios romanos se apiñaban a su entrada. Encabezaba el grupo una cohorte cuyo máximo honor era morir en la contienda, entregar sus vidas luchando por Roma. En cierto modo estaban destinados a la muerte, significaban la carne de cañón propicia para hacer frente a nuestra furia homicida. Aquella cohorte suicida, protegía con sus pérdidas humanas a otros legionarios que, vestidos de negro de pies a cabeza, conformaban lo más granado de la guardia pretoriana. Éstos se encontraban tras ellos, en estudiada formación, dispuestos a realizar el ataque final, aquel que, decidida la contienda, precedía a la entrada triunfal del Imperio en el nuevo territorio conquistado.
Yo, valeroso guerrero castreño, desconocía las estrategias militares de aquel pueblo conquistador que, aún no lo sabíamos, nos iba a someter.
Ni los cuernos tocando a arrebato, ni las piedras lanzadas con destreza, ni las picas y espadas bastaron para detener la férrea disciplina de los legionarios romanos.
Hubo sangre en el puente, decenas de legionarios muertos y heridos, pero cuando los pretorianos entraron en nuestro poblado situado sobre la colina, los castrexos huíamos, diezmados nuestros clanes, buscando la protección de los montes cercanos, allí donde se encuentran otros fortificados castros, con el fin de escapar de la muerte, curar las heridas, descansar y reagruparnos.
Yo seguía allí, herido. Cuando la sangre hierve y la mente se nubla todos nos volvemos héroes y no hay escapatoria posible. La sangre resbalaba por mi hombro hasta teñir de un rojo oscuro y pegajoso mi antebrazo, cuando el legionario romano que me había alcanzado con su espada, agonizaba atravesado por mi lanza.
Una de romanosFue entonces, no sé si fruto de una alucinación provocada por los brebajes que nos suministraron los druidas, cuando lo vi entre el público. Asistía, perplejo y ensimismado, a una recreación histórica, al sangriento episodio en el cual las legiones romanas cruzaban nuestro río, un río que sería rebautizado tras la conquista como Miño y que permanecería con tal topónimo hasta la fecha actual, fecha en la que aquel ser canijo que era yo en el futuro, vivía.
Sus ojos no daban crédito a lo que veían, un brutal combate entre los organizados romanos y un nutrido grupo de indomables combatientes, pertenecientes a diferentes tribus castreñas, pueblos indígenas que se habían unido esta vez para hacer frente común a la defensa de sus territorios.
La sangre teñía las tranquilas aguas de aquel río que aún no se llamaba Miño. Era mucha la fortaleza de mis compañeros castrexos y la destreza en el manejo de lanzas y espadas, pero mayor era la organización y el saber hacer militar de los invasores. No se necesitaba ser un druida para concluir que aquel ejército acabaría con nuestra resistencia, no había duda alguna en que nos enfrentábamos a un pueblo más organizado, mejor pertrechado para la guerra, un pueblo invencible. Contaba con estudiadas estrategias, con formaciones en escudo capaces de detener el ímpetu de los atacantes, con caballos, balistas, catapultas, arietes, bigas, cuadrigas y otras armas de guerra de una efectividad demoledora.
Escudos al suelo, rodillas en tierra, brazos al frente flexionados para aguantar la presión y el embate del choque. Así se colocaron y esperaron a mitad del puente. Lo que parecía una invitación al combate no era más que una estudiada estrategia del enemigo. A la invasión del puente le siguió un violento choque bajo un griterío ensordecedor. Los indígenas de aquellas tierras de Gallaecia -así bautizarían los romanos nuestros territorios en el noroeste peninsular y cuyos cronistas nos describirían como bárbaras, belicosas e indomables tribus guerreras-, atacamos de frente, en masa, provocando un brutal choque de escudos y armas que se tradujo en un amasijo de guerreros de ambos bandos enzarzados en la pelea cuerpo a cuerpo pero que, más allá de las primeras filas rotas de la formación romana, ningún otro legionario caía al suelo sino que mantenía su estudiada defensa en escudo, eficaz estrategia que le permitía soportar los golpes de espada y lanzas de los atacantes sobre sus escudos, y a un tiempo, en una coordinación experimentada y eficiente, abrir pequeños resquicios entre los escudos, y dar paso a la muerte, sacando las espadas y los pilum por esas estrechas aperturas e hiriendo y matando a los castreños que se encontraban sobre ellos. Es cierto que cayeron los primeros legionarios, pero los siguientes los reemplazaban y nuestro ataque en masa, tras los primeros momentos de euforia y confianza en la victoria, fue repelido en todo el frente. Su defensa semejaba una tortuga que no permitía un ataque limpio y cuando se abordaban de frente, los pilum y las espadas hacían su labor mortífera.
Mi herida manaba sangre en abundancia. Presentaba un corte limpio, no muy profundo. Coloqué mi brazo bajo el fuerte chorro de un manantial que allí brotaba y, como pude, cubrí la herida con la piel que protegía mi espalda. Luego, pendiente de aquel hombre que observaba la contienda -no me pregunten de qué modo o la razón por la cual yo tenía aquella visión-, me acerqué a él.
- ¿Cómo te llamas? -le pregunté.
- Xosé Manuel -me respondió raudo.
- ¡Vaya nombre raro! ¿A qué clan perteneces?
- Creo que al mismo que tú, dijo, señalando la colina donde se encontraba Lugh. Soy natural de esta ciudad bimilenaria.
- ¿Bimilenaria? Sólo piensas en los tiempos del Imperio que nos está destrozando, pero te recuerdo que eres hijo de Lug y que nuestros poblados -esos que llamáis ahora castros galaicos- existen desde mucho antes de la llegada de estos invasores, son muchas generaciones en los últimos cientos de años. ¿Qué buscas aquí?
- Recuperar mi pasado.
- Explícate.
- Soy lucense o lugués como quieras llamarme. He vivido alejado de mi tierra natal muchos años, camino del medio siglo, y quiero recuperar parte de mi historia perdida.
Lo miré fijamente y regresé con los míos. La mayoría estaban muertos o agonizantes y los supervivientes trataban de retirar a los heridos del campo de batalla.
Me encontraba malherido, es cierto, pero me dolía mucho más la derrota. Sufría por la batalla perdida y necesitaba ayudar a mis compañeros, trasladar a los heridos y ahogar luego la rabia y las penas en cerveza y en el ácido brebaje extraído de las uvas.
Tras reagruparnos, mañana continuaríamos las hostilidades pero ahora tocaba replegarse, esconderse, beber cerveza y vino, comer hasta saciarse, algo que en mi persona, un saco sin fondo, era difícil conseguir.
Esa noche, mientras los romanos se asentaban en las inmediaciones del río, una vez conquistadas ambas márgenes, me dormí bajo los efectos de las oscuras uvas fermentadas. Mi cuerpo y mi espíritu, envueltos en una nube de alcohol encontraron a Lugués en la zona vieja del barrio medieval lucense. Nada entendía yo, castrexo, pues aquel espacio ocupado por un poblado de los nuestros y rodeado de árboles hasta las márgenes del río, se encontraba ahora transformado por unas construcciones de piedra que jamás había visto.
- Deben ser efectos del brebaje que me dio el druida para aliviar los dolores de la herida -pensé yo.
Un eficaz brebaje que preparaba el anciano de luengas barbas añadiendo hierbas aromáticas y medicinales a un líquido turbio y de áspero sabor.
- ¿Tú otra vez? -le dije.
- Ya ves -respondió él.
Tal vez fueran las fiebres, pues un ardiente calor sacudía mi cuerpo lesionado, haciéndolo temblar. Fuera como fuese, me dejé llevar por aquella persona que consideraba una aparición. Era delgado, sin musculatura visible, pálido de color e inútil para guerrear. Poca cosa representaba aquel personaje que, al parecer, era yo en el futuro.
- ¿Qué estás bebiendo? -interrogué.
- Un Mencía de la Ribeira Sacra. Un vino excelente.
No tardó en pedir uno para mí, que me sirvieron en un recipiente que jamás había visto con tal grado de transparencia y finura, acostumbrado a los burdos recipientes de color indefinido que, conteniendo aceites, vinos o cervezas, trocábamos por esclavos, sal, hierro, oro, pieles, tejidos..., con los íberos, los griegos, los romanos y otros pueblos más lejanos.
Ante mi cara de asombro, mi personaje me habló del vidrio y de aquella copa tan transparente y fina que parecía que el vino se encontraba flotando en el aire. Le respondí que algo parecido había visto pero era de factura burda y gruesas paredes. Comerciamos con otros poblados -le comenté-, siempre sin ánimo belicista o conquistador. Pero todo aquello pertenecía al pasado. Ahora, allí estaban luchando, ajenos a cualquier tipo de acuerdo que no significase la rendición y la sumisión más absoluta. Esa era la condición irrenunciable de los romanos.
Me sorprendió el sabor de aquel brebaje de uvas, un sabor muy suave. También la transparencia y limpieza de aquel líquido rojizo. Bebí el vino de un solo trago. Aquel ser débil y desnutrido que era yo en el futuro abrió los ojos sorprendido, pues apenas lo probaba.
- Más -exigí al momento.
Una especie de esclavo me sirvió, tras una barra que escondía las botellas de aquel elixir propio de Lugh, nuestro dios supremo. El dios al que habíamos dedicado el enorme poblado asentado sobre aquella colina, honrándole con su nombre.
Apuré la copa de vino y le quité la botella de sus manos, bebiendo directamente de ella. Mi doble, incapaz de cerrar sus ojos, me dejaba hacer.
Lo observé con detenida calma. No había duda alguna, éramos iguales pero los cuerpos y arrojo totalmente opuestos. Yo era musculoso y recio de complexión, el débil y fofo, yo con fuerte carácter e inquebrantable decisión, el pusilánime, diría que cobarde. Pero el rostro era idéntico, se parecían como dos gotas de agua. Ambos poseíamos los mismos rasgos, las mismas facciones. Los dos pertenecíamos al mismo lugar, cuyo nombre apenas había cambiado: Lugh entonces, Lugo ahora.
Con la noche y mucho vino, comenzamos a confundir nuestra identidad y en nuestras conversaciones yo era él en este siglo y él era yo en tiempos de la invasión del Imperio. Yo era castrexo siempre, pero él variaba constantemente, unas veces se sentía romano y otras castrexo.
- Pero Lugués -le dije-, ¿cómo puedes ser espectador de un hecho tan sangriento y no hervirte la sangre?
- No lo sé. Tal vez porque no soy más que un espía romano disfrazado.
Saqué la espada con franca decisión de matarle, pero me encontraba muy borracho y no me apetecía. Tras la ingesta de cinco botellas de Mencía habíamos continuado con un vino con el que me encontraba mucho más familiarizado: un líquido oscuro y rojizo que tintaba el cristal de la copa, semejando el sanguinolento brebaje al que estaba acostumbrado en el castro. Mi otro yo había confesado que se trataba de Barrantes, un vino espeso con mucho sabor, que a él le gustaba más que cualquier otro.
- Por Breoghan que me has engañado -manifesté-. Juraría que tan delicioso brebaje lo has robado en uno de nuestros poblados.
- Por Júpiter que soy el mejor espía que Roma tiene -respondió Lugués.
Le propiné un fuerte golpe en el hombro y aulló de dolor. Su rostro delató debilidad y flojera. No había duda, estaba frente a un ser inútil para guerrear. Luego reímos con ganas, sin saber que Morrigan, nuestra diosa celta de la muerte, la guerra y la destrución, había decidido terminar con mi vida en el campo de batalla a la mañana siguiente.
Quedamos para vernos en la defensa del castro. Yo de bravo guerrero castrexo y él de espectador del siglo veintiuno. Ahora necesitaba irme, vendar de nuevo la herida del hombro que seguía sangrando y descansar un poco.
Me alejé tambaleándome por los efectos del alcohol ingerido, cuando sentí la necesidad de girarme y dirigirle mis últimas palabras:
- No olvides Lugués, aunque transcurran dos mil años, que en la defensa de tu libertad merece la pena perder la vida.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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