Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

El placer de crear, el oficio de escribir

domingo, 30 de julio de 2023
Dedicado al escritor canario Alexis Ravelo, a quien conocí a través de sus novelas tras su fallecimiento, por su maestría en el arte de escribir y emocionar.
A José Luis González Ruano, con quien compartí durante décadas el placer de escribir.


En el reloj del móvil apenas faltan unos minutos para que el dígito de las horas señale las seis de la mañana. Acabo de despertarme y la oscuridad envuelve la habitación. Ayuda a crear esta atmósfera tan especial la agobiante presencia de oscuras y pesadas cortinas, floreados estores y, no tengo duda sobre ello, el opresivo silencio aposentado sobre el habitáculo. Todos ellos, inconvenientes propios de las habitaciones de los hoteles, habitáculos que buscan en la intimidad y la penumbra el descanso del cliente.
El placer de crear, el oficio de escribir
No obstante, tales condiciones permitieron un sueño repararador. Me levanto pausadamente, sin encender luz alguna, evitando así, camino del baño, espantar las aves que fuera, mientras recorren los jardines del complejo hotelero en busca de las aún frescas aguas procedentes de los sistemas de riego y de los primeros insectos que, desperezándose en los setos floridos, aún se encuentran en estado de letargo, emiten melodiosos gorjeos con la intención de marcar territorio, buscando a un tiempo la atención de las hembras, todo ello claro presagio de la cercanía de un nuevo amanecer.

De todas las aves, las más escandalosas son los mirlos. Estos pájaros negros con llamativos picos anaranjados, rivalizan con otras aves que escucho en la distancia, los altaneros gallos, en una insensata competencia por ver quien anuncia antes la llegada de un nuevo despertar. Cantautor el mirlo, sus estridentes trinos rasgan el silencio y la quietud de la noche, anticipando a los cuatro vientos la próxima alborada, presagiando las primeras luces de un nuevo día, ocultas aún, velada su claridad matutina tras el horizonte marino.

Tras aliviar la vejiga, espabilo la cara con abundante agua fría. Abro los ojos para observar, curioso ante el espejo, el rostro somnoliento que desea borrar los últimos vestigios de la noche y mis manos, de un modo compulsivo, continúan aportando agua a las mejillas, a los labios, a la frente, a los ojos como si con tal operación los arrugas que delatan los años vividos pudieran disimular la verdad impuesta con su acusadora presencia, acaso pretendiendo -elucubración personal, fruto de un irracional deseo insatisfecho-, que el agua obre el milagro de mitigar sus caminos sobre la piel o -de soñar, hacerlo a lo grande-, provocar su desaparición.

Tras el aseo básico, un pantalón corto, una camiseta blanca y unas cómodas zapatillas de idéntico color me llevan hacia la puerta de la habitación.

No les he dicho que me encuentro en un hotel de Puerto de la Cruz, en la isla de Tenerife. Alejado de la temporada alta turística, es éste un lugar idóneo para el disfrute de mis dos pasiones: caminar y escribir.

Con el portátil bajo el brazo, salgo al pasillo y me dirijo a una escondida y silenciosa sala de lectura, situada en la planta alta. Sé, porque llevo varios días realizando idéntica rutina, que nadie me molestará en ella hasta las ocho de la mañana. Ni siquiera el eventual paso de otros huéspedes, pues es ésta una planta reservada a piscina nudista, amplio solarium, bar restaurante y un par de dependencias anexas a estas instalaciones, no entrando en servicio hasta bien avanzada la mañana.

Justo a esta hora, en la planta baja, la gobernanta se encuentra distribuyendo las labores diarias al personal y, no pasará media hora cuando observe la cara de extrañeza del servicio de limpieza que, tras detectar mi presencia frente el ordenador, aislado en un rincón de la sala de lectura, concentrado bajo la luz directa de una lámpara que ilumina la mesa donde me encuentro, mientras el resto de la sala se mantiene envuelto en una reconfortante penumbra, me saludará en silencio, continuando luego su labor cotidiana.

Bostezo, cierro los ojos y estiro los brazos. Reminiscencias de la gimnasia matutina que, de cuando en cuando, realizo en la playa de Salinetas de la mano de Angélica, una entregada y cariñosa monitora, técnica, profesora, psicóloga, amiga, conciliadora, saludable guía de gimnasia y educación física, sin lugar a dudas uno de los extraordinarios aciertos de la corporación municipal teldense a la hora de dar respuesta a la salud física y mental de sus conciudadanas y conciudadanos. La mayoría de los asistentes a estos ejercicios diarios realizados sobre la arena de la playa o sobre la avenida, si las condiciones del mar o de la marea no lo permiten, son mujeres. Sobran los dedos de una mano para contar a los hombres. No sé si es cuestión de género o cuestión de voluntad y deseo. Sea cual sea la razón determinante, es contagiosa su alegría de vivir, su positiva disponibilidad para iniciar con fuerza y una sonrisa el comienzo de un nuevo día.

Tras estos estiramientos básicos sobre la silla, enciendo el ordenador. Siempre me ha cautivado el brillo y la pureza de la pantalla blanca.

Es ahí, ante la virginal superficie, donde comienza el placer de crear. Nada hay escrito y nada surgirá sin el concierto de la imaginación, el conocimiento y la voluntad de transmitirlo.

Tecleo las primeras letras, formándose sobre la pantalla las primeras palabras: pueden ser buenas o malas, acertadas o equivocadas pero están dando sentido al placer de crear.

A mi mente acuden significados precisos. En este caso no es necesario acudir al diccionario, están ahí, claras en mi memoria, producto de una formación continua y de múltiples y sosegadas lecturas.

Cierro los ojos y estiro los dedos, uno a uno. Tambien esta accion esconde un placer, el placer del movimiento. El diccionario RAE, un viejo conocido que consulto a diario, aproxima a mi mente el origen latino de la palabra: placere y su primera acepción: agradar o dar gusto.

También el otro término, crear, tiene origen latino: creare y su primera acepción registrada lo define como: producir algo nuevo.

Es precisamente eso lo que pretendo expresar con mis dos primeras palabras registradas en la pantalla y que servirán de título. Tras escribirlas, bajo ellas se extiende aún un universo blanco.

Nada nueva para mí esta sensación de albura, de virginidad en la pantalla, de un vacío nada inquietante pues los dedos conocen su oficio y la mente reproduce fielmente imborrables recuerdos registrados en su memoria.

Es posible que el oficio de escribir en mí, el momento en que dicha actividad ocasional se convirtió en un interesado placer de comunicación colectiva, surgiera tras una anécdotas trivial, no por ello carente de la transcendencia que en su momento tenía, también es posible que se escondiera en la magia de aquella primera máquina prestada, una Hispano Olivetti de mi padre con sus cintas de tinta de dos colores, capaces de escribir en negro y destacar un vocablo o subrayarlo en rojo cuando así lo deseaba.

La anécdota a que hago referencia sucedió hace unos años, no son tantos pero se me antojan una eternidad cuando el amigo de aquel episodio ya no puede acompañarme, en un paseo por la orilla de la playa del Hombre, hermosa playa del litoral teldense famosa por sus olas. Me acompañaba Jose Luis, uno de los dos escritores a quienes he dedicado este artículo, entonces orgulloso librero de autor, especializado su paraíso literario en libros, cuadernos, mapas, guías de viaje y grandes y pequeños periplos de un sinfín de escritores viajeros, aunque en verdad su entrañable librería situada en la calle Venegas en el municipio de Las Palmas de Gran Canaria, estaba especializada en ofertar el amor por los libros a todos los que se acercaban a él, a las presentaciones de nuevas obras -algunas editadas bajo el sello personal de Azulia, su propia editorial-, a El placer de crear, el oficio de escribirsus encuentros con autores, especializada en compartir la pasión por la aventura y el conocimiento, en despertar la admiración y el placer a través de la lectura y el encuentro con selectos escritores, verdaderos artífices y creadores de un mundo literario que, aún partiendo de escenarios cotidianos, reales o imaginarios, eran capaces de transmitirlo en mágicos y apasionantes relatos, en emotivas narraciones capaces de trastornar nuestro vulnerable corazón.

- Tengo que contarte una divertida petición que me sucedió ayer tarde, en la librería -me dijo entonces.
- ¿Y eso? -pregunté yo, más con la idea de mantener el interés por sus palabras que de establecer un diálogo concreto o buscar una razón para ello.
- Ayer, mientras revisaba mis últimas incorporaciones editoriales para ubicarlas luego en la estantería correspondiente, entró una señora mayor, de más edad que tú, y acercándose al mostrador me saludó de esta manera: Buenas noches, ¿podría mostrarme algún otro libro de este autor? Mientras así se expresaba, introdujo una mano en su bolso y me mostró un libro titulado: "Los silencios de Punta de las Arenas".

Sonreí. Mi amigo era socarrón cuando quería pero tenía la certeza de que jamás escucharía de sus labios mentira alguna.
- Eres un cabrito- le respondí, mientras su cara se iluminaba con una sincera y franca sonrisa-. Lo digo por esa referencia tan particular a la edad de la señora y la mía. ¿Qué sucedió luego?
- Pues te lo puedes imaginar. Sorprendido le pregunté si sabía algo del autor y de su nuevo libro: "Ka i ak: una isla, una piragua y unas botas de montaña" y me contestó que muy poca cosa, pero le gustaba su forma de narrar y quería saber si en esa novela también hablabas de amor.
- ¿Y?
- Y nada más. Me comprometí con ella a que mañana, o sea hoy, tendría el libro. -Efectivamente, -apostillé- habla de la soledad y de la búsqueda del amor. Mientras se marchaba tuve la curiosa sensación de que tus lecturas tienen buen predicamento entre las personas mayores.

Esta vez se rió con ganas. Apenas tardé unos segundos en acompañarle en tan franca carcajada.

A menudo pienso que es posible que los recuerdos rescatados de la memoria sean la mejor medicina contra la ausencia de los seres queridos, el desasosiego y la soledad.

Aquella ironía escondía una realidad palpable. Aquella creación literaria, aquellos personajes nacidos al amparo del desamparo y la soledad habían removido el corazoncito de aquella entrañable lectora. Supe luego, a lo largo de estos años, que existieron más lectoras, más lectores, que tras mis palabras encontraron caminos inexplorados, personajes amables, situaciones cotidianas capaces de alegrarles la vida, de entretenerles un rato. Muchos de esos lectores nada sabían de mí, jamás supieron nada de mis cuitas, de mis intereses, de mi forma de vivir y pensar y, sin condicionante previo alguno, disfrutaron con mis palabras escritas, con la pasión puesta en cada personaje, con la belleza plasmada en cada uno de los escenarios descritos y con la estudiada trama de los argumentos novelados.

El escritor sólo necesita de un lector que se haya apasionado con su lectura, que haya sentido una emoción con ella, para sentirse satisfecho del esfuerzo realizado. Cuando la escritura deja de ser una actividad de uso exclusivamente personal, cuando es capaz de abandonar ese plano intimista donde sólo el autor y el ordenador, la máquina de escribir o el papel garrapateado se encuentran inmersos en un juego dual de satisfacción compartida, cuando lo escrito se hace público, cuando pierde el miedo al qué dirán y a la crítica ajena, cuando tras la exposición pública se esconde un velado deseo de transmitir sueños, pensamientos, emociones, entonces y sólo entonces, el placer de escribir alcanza una satisfacción indescriptible.

- Hace algún tiempo conocí un pescador en Tasarte que llevaba años anclado a la playa, sobreviviendo con lo que pescaba ¿Acaso no sería su viejo pescador Zacarías, antes de encontrarlo usted en la Punta de las Arenas? -me confesó en Artenara un parroquiano mientras desgustábamos churros con chocolate, dadivosa golosina de dioses preparada por unas vecinas de la iglesia, con motivo de la presentación de mi libro: "Los silencios de Punta de las Arenas", en aquel pago cumbrero.
- Perdone que le aborde con una confidencia: Hace unos años me sentí Albenes cuando dejé la casa y los míos y en un coche recorrí durante un año Europa -me susurró durante la firma, un hombre cincuentón, de mirada esquiva, en el museo de las Ciencias-. Comprendo a su personaje, a veces la soledad le devora a uno por dentro y la sensación agobiante y carcelaria que provoca obliga a abandonarlo todo y escapar muy lejos.
- A mí también me comió de la mano un lagarto canarión -gritó un joven en voz alta, en una presentación en Telde, desde la última fila-, pero no fue en la montaña de las Huesas, fue en un finca agrícola en las afueras de Tamaraceite.
- Gracias, mi niño -alabó con voz alegre y agradecida una señora tirajanera-, por rescatar del olvido la ermita de nuestro Santiago el del Pinar. Santiago el Chico si usted quiere.
- Eu, nas Catedrais, sentín os trasnos remexer no lixo -juró por lo más sagrado, un enamorado de la carismática playa lucense, en una presentación al aire libre, en la plaza donde se desarrollaba la Feria del Libro en Foz.
- ¡Yo me llamo Airam y también sueño! -manifestó, elevando mucho la voz, un niño en el centro de enseñanza obligatoria de Tejeda, cuando realizaba un taller artístico y literario con mi amigo Jaime Checa, el ilustrador del libro “Airam y el apóstol” y quien les escribe.
- Nunca dejes de escribir, Jose -me reveló un día, al oído, el hermano de un entrañable amigo-. Escribes como hablas, con enorme pasión y eso se agradece.

A la anciana señora, cliente de José Luis, le sucedieron niños, jóvenes y adultos en la calle, en las presentaciones, en las Feria del Libro, aquí y allá. Cierro los ojos y desfilan por mi mente anécdotas y encuentros en Ribadeo, en Foz, en Tunte, en Santiago de Compostela, en Lugo, en Las Palmas de Gran Canaria, Firgas, Arucas o Telde.

Son recuerdos imborrables de personas que, alegres, te felicitan, te abrazan, te sonríen, te leen.

Un escritor no necesita más. Le basta la sonrisa de un niño, la emoción de un joven, el agradecimiento de un adulto. Tal satisfacción es el mejor regalo. Sinceramente, no hay mayor recompensa al placer de escribir.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES