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Tajogaite: El último volcán

domingo, 09 de julio de 2023
Tajogaite: El último volcán

Dedicado a Isabel Placeres Rodríguez,
con quien comparto vida y pasión por conocer y observar volcanes activos.


Aún es pronto para considerar este volcán fruto del pasado. Siempre será pronto si el tiempo de medida la realizamos partiendo de la escala de vida de un ser humano.
Pero es esta unidad temporal y no otra quien marca mi vida y sólo en ella puedo realizar consideraciones sobre el hecho geológico y biológico acaecido y observado.
Tengo ante mi vista una serie de imágenes referidas a este fenómeno volcánico acaecido en la isla de La Palma. Un grupo de ellas fueron obtenidas a mediados de noviembre del año dos mil ventiuno y registran el paroxismo de un cono arrojando lava, cenizas, gases y bombas volcánicas. Me asombraba en aquel momento el hecho en sí, porque nunca imaginé la dimensión y la virulencia que podía manifestar un volcán. Asistía a un espectáculo grandioso, la pulsión de las entrañas de la tierra a la hora de remodelar y transformar la corteza terrestre, en este caso en el territorio insular de un rinconcito cercano al continente africano, en el océano Atlántico.
En aquel momento, aún no existían discusiones sobre qué nombre dar al volcán que se estaba formando. Una serie numérico-alfabética era suficiente para ser identificado por la comunidad científica. Algo semejante a lo que sucede con las nuevas estrellas cuando son descubiertas. Un código básico de letras, números y algún nexo ortográfico y cualquier científico, vulcanólogo, astrofísico del mundo es capaz de identificarlo sin margen para el error.
Volviendo a las imágenes. Todo había comenzado el diecinueve de septiembre. Temblores en la tierra -un enjambre sísmico le llaman los entendidos-, fueron el anuncio previo de lo que estaba a punto de acontecer. Lejana se encontraba en el tiempo la erupción del Teneguía -lejana en escala temporal humana, muy reciente en escala geológica, tan sólo cincuenta años antes, en octubre de mil novientos setenta y uno-, un volcán que por su situación y la dirección tomada por su corriente lávica, supuso más un reclamo para la población palmera, para los viajeros curiosos llegados de otras islas y para los entendidos en la materia, que un desastre en toda regla.
La erupción submarina acaecida diez años antes que la de este volcán palmero -bautizado ya como Tajogaite-, concretamente el diez de octubre de dos mil once-, en la zona conocida como Mar de las Calmas, al sur de La Restinga, no dejó de ser, tanto por su duración como por el escenario donde se produjo -a cuatrocientos metros de profundidad, en el lecho marino-, un curioso fenómeno volcánico que no provocó enormes daños, más allá de los asociados a los gases y otros materiales emitidos y la consecuente pérdida de biomasa oceánica en la franja espacial asociada a los efectos del volcán, así como un quebranto temporal en la economía de las poblaciones cercanas. Pero el paso del tiempo ha venido a confirmar que la vida submarina se recupera de una forma extraordinaria, nuevas especies han colonizado el nuevo sustrato y Tagoro, nombre con el que se bautizó el nuevo volcán submarino herreño, no ha supuesto una catarsis brutal como la sentida por la poblacion palmera, afectada directamente por los derrames lávicos del Tajogaite.
Me encontraba allí, en noviembre de dos mil veintiuno. Las decenas de fotos que observo en la pantalla del ordenador corresponden a un volcán impresionante cuya actividad obligaba a los servicios de protección y vigilancia a perimetrar una amplia zona de seguridad alrededor del volcán activo.
No era la visualizacion de mi primer volcán activo, pero sí lo era en cuanto a intensidad y virulencia. Esta vez sí me encontraba ante un volcán en erupción, un volcán en plena actividad, un volcán cuyos efectos eran impredecibles.
Estrómboli y el Etna habían sido los volcanes anteriores visitados, a cuyas laderas y cimas -siempre bajo el respeto a las restricciones impuestas en materia de seguridad por las autoridades italianas-, había accedido. Estos volcanes manifestaban su actividad en forma de columnas permanentes de gases y en la incandescencia de sus materiales lávicos presentes en el interior de sus cráteres que se revelaba en el exterior de los mismos, durante la noche, en forma de rojizos resplandores que imponían respeto y temor, al tiempo que la sensación de estar asistiendo a una vivencia indescriptible, la regeneración puntual de la corteza terrestre.
En mi periplo por ambos edificios volcánicos, acompañado de mi estimado amigo Anselmo Marrero, la actividad sísmica capaz de alertar sobre el peligro de una próxima erupción presentaba baja intensidad -señalar, no obstante, que el Etna es uno de los volcanes más activos del mundo, que días después de nuestra ascensión, volvió a entrar en erupción y que lo hizo varias veces en estos años, tal es así que entró en erupción en las fechas en que se encontraba activo el Tajogaite en La Palma y no ha dejado de hacerlo, con mayor o menor virulencia, hasta la fecha. Prueba de esta actividad periódica es que desde nuestro periplo por sus laderas, el Etna ha visto incrementada su altura en treinta metros, cambiando de igual modo la fisonomía de su cumbre.
Recuerdo la grandiosidad del Etna, un estratovolcán con sus laderas cubiertas de nieve y con un paisaje volcánico de reciente creación, donde nuestro periplo -íbamos por libre-, consistía en seguir el camino que tomaban guías expertos, pues la existencia de invisibles tubos volcánicos y jameos escondidos, convertían el suelo virgen en territorio peligroso e inestable. Sabíamos de la potencia ardiente acumulada en el interior del volcán, pero los informes de los vulcanólogos y servicios de control nos inspiraban cierta confianza, una vez se permitía el tránsito por las inmediaciones del cono. Experimentamos una serie de sensaciones encontradas: por un lado el temor a lo imprevisto y por otro la pasión por el descubrimiento. Sabíamos que se trataba de volcanes activos que periódicamente se reactivaban emitiendo materiales volcánicos. En ese momento el Etna no lo manifestaba, sin embargo el Estrómboli sí lo hacía, aunque de un modo atenuado y por la Sciara del Fuoco descendían bombas volcánicas procedentes del interior del cráter junto a cantidades varibles de cenizas de diversa granulometría. Pasar la noche en la isla de Strómboli impresiona. Sientes el rugir de la lava en las entrañas del volcán y lo sientes porque la isla es el volcán y te sobrecoge el resplandor procedente del interior del cráter, capaz de iluminar, cada cinco minutos, el cielo con sus pequeñas explosiones. Los rojizos resplandores de la noche estromboliana se observan, desde mucha distancia, desde los barcos que llegan a la isla. Nuestra primera impresión sobre la belleza y majestuosidad del Estrómboli, isla situada al norte del archipiélago conocido como las islas Eolias y situado en el mar Tirreno, próximo a Sicilia, fue enorme. Sucedió durante la travesía nocturna, en la cubierta de un ferry que nos trasladaba desde la ciudad italiana de Nápoles a la volcánica isla. Bajo un cielo cuajado de estrellas y un mar oscuro, los impresionantes fogonazos del volcán proporcionan a un tiempo al viajero temor ante lo desconocido y la visión de un espectaculo difícil de olvidar.
Tajogaite en noviembre del veintiuno era un volcán en erupción. Llevaba treinta días soltando lava y aún le quedaban cincuenta y cinco angustiosas jornadas antes de que finalizara la emisión de materiales, el trece de diciembre de ese mismo año.
Las bombas volcánicas se observaban con absoluta claridad, dispersándose por su virulencia varios kilómetros a la redonda. La nube de cenizas ardientes ascendía varios kilometros sobre el cono dispersándose luego por toda la isla. Los ríos de lava presagiaban una enorme destrucción de viviendas -más de mil trescientas en el cómputo final-, en los cultivos -cerca de cuatrocientas hectáreas sepultadas-, en las vías de comunicación -más de setenta kilómetros de carreteras desaparecidas-, y un enorme dolor ante la absoluta indefensión de las personas -meros convidados de piedra- frente a un fenómeno natural tan imprevisible como incontrolable.
A finales de mayo regresaba de la isla que conserva la segunda mayor masa arbolada del archipiélago -treinta y cuatro mil hectáreas frente a las cincuenta mil de Tenerife, pero en un territorio que ocupa la tercera parte de la superficie tinerfeña-, una isla forjada en la lucha y la tenacidad de sus habitantes para convertirla en lo que es: una isla donde su economía gira alrededor de sectores esenciales y diversos, tan necesarios para el equilibrio de sus pobladores.
El plátano, la uva, el aguacate, el mango, la papaya junto a productos hortofrutícolas representan un pilar básico en la economía palmera. Pero no lo es menos su potencial vitivinícola, su producción de ron o la creciente fortaleza de su mercado turístico.
Ante mis ojos, un centenar de imágenes del nuevo volcán y sus inmediaciones. Necesito aislar en mi mente el dolor asociado a las enormes pérdidas, no de vidas humanas afortunadamente, pero sí de la pérdida del espacio vital de mucha gente, de sus modos de vida, de sus propiedades y de sus recuerdos. Lo necesito para poder reconocer la belleza de lo allí observado. Para sentir el poder de las fuerzas telúricas capaces de transformar por completo la superficie terrestre. Para ser conciente de la pequeñez del ser humano ante los cambios estructurales provocados por una tierra siempre en movimiento. Para ser humilde y tomar conciencia de nuestro relativo papel en este mundo convulso pues, como especie biológica observada desde un contexto planetario, apenas somos capaces de arañar la tierra que habitamos.
Y es desde esta perspectiva, cuando puedo sentir la magnificencia del volcán, cuando puedo admirar su belleza, cuando siento que ni la expresión artística más elaborada, más creativa y original del ser humano es capaz de transmitir tanta belleza, tanta pasión, tanto cromatismo cambiante.
Y es que, si activo el volcán cambiaba de forma continuamente, es ahora, supuestamente dormido, en este estado larvado de actividad atenuada, cuando la coloración de su cono cambia a diario. Me participa un vecino de la zona que hablando días atrás con un geólogo, le explicó la razón de tales cambios, manifestándole que las manchas de coloración amarillenta, las tonalidades crema o las de un increíble blanco inmaculado -tan blanco que te lleva a pensar en imposibles nevadas acaecidas sobre las laderas del volcán-, observadas en los alrededores de la cima del cono volcánico, obedecen a la presencia de minerales en polvo, fácilmente transportados por el viento. Esa es la razón por la que nunca conserva el cráter una imagen cromática estable, cambiando al antojo del viento reinante.
Asombrado, escucho en silencio. Me habla también de las fumarolas que surgen de las diferentes bocas eruptivas que se agrupan alrededor del cono principal. También ellas cambian, tanto en las grietas y lugares por donde las emanaciones salen a la superficie como en la intensidad y potencia de sus columnas gaseosas.
Y habla de la gente que lo perdió todo, habla de emigración de muchas de ellas a otras islas y a otros municipios de La Palma. Habla de mucho dolor, mucha incomprensión, enormes vacíos y preocupante silencio. Habla de vecinos que, dos años después, aún no son capaces de acercarse a observar el volcán -les puede la desesperación, la incredulidad ante lo acecido, el pertinaz rechazo, la asunción del desastre-. El es uno de ellos. Un hombre alto y fuerte, con barba, ojos limpios y serenos, voz pausada. Se separa de mí para observarlo mejor, también para esconder sus emociones y la expresión de un rostro embargado por las lágrimas. Sé que debo dejarlo sólo, con su dolor y su silencio y, paso a paso, me despido levantando la mano.
Encontré a este hombre en Tacande, la zona más próxima para observar la impresionante silueta del volcán. Frente a mí yacen cientos de pinos canarios abrasados por la acción del calor irradiado. Las fotos que acompañan este artículo hablan por sí solas. También hablan las instantáneas registradas en la ladera del área recreativa de El Pilar, muestran pinos abrasados por las nubes ardientes y como entre ese mar de cenizas de varios centímetros de espesor, la vida se abre paso nuevamente con brotes verdes que surgen de la zona apicial de cada una de las ramas y del mismísimo tronco, desde su base.
Han pasado tres años, nada suponen a escala geológica. Pero para los seres humanos se trata de un período importante de su vida y de ahí las tensiones, lo desesperación, las presiones sobre sus representantes públicos, las urgencias en recuperar las comunicaciones.
Y así, una nueva carretera surge sobre la colada lávica del nuevo volcán. Discurrir sobre ella es tomar conciencia del enorme territorio afectado por el volcán, sepultado por su lava. Es encontrarse con vestigios de lo desaparecido pues, en el mar negro de las coladas, surgen aquí y allá, restos de un tejado, de un embalse, las retorcidas estructuras de lo que fue un extenso invernadero… Ahora, en este océano de desolación sólo habita el silencio. Silencio roto por el estridente sonido de las máquinas que, a toda prisa, trabajan para allanar y trazar una lengua de asfalto sobre el nuevo territorio.
Me desvío en busca de lugares perdidos en la costa, un poco más allá de la fajana que ganó terreno al mar. Puerto Naos y La Bombilla son núcleos poblacionales fantasma, deshabitadas por el desalojo obligado, amenazados por los elevados niveles de toxicidad de las emanaciones de gases que aún persisten. Pero hay un hartazgo manifiesto y más de un millar de personas afectadas quieren regresar a sus casas y negocios. Escucho de labios de un guarda de seguridad que los niveles de dióxido de carbono son altísimos aún y que los vulcanólogos están analizando, además, la posible presencia de niveles inaceptables de radón, un gas que podría condenar a estas poblaciones a una cuarentena sine die. Pero el enojo, la necesidad y el sentimiento es grande y no atiende de advertencias y peligros futuros. Las manifestaciones y los tribunales de justicia son los canales donde la lucha continúa.
Agentes pertenecientes al Servicio de Medioambiente de la isla me ratificarían, días después, con la preocupación presente en sus rostros que, más allá de los compuestos sulfurosos y la cantidad extraordinaria de dióxido de carbono registrada en la zona, a los expertos les preocupa mucho más la presencia de radón.
Y así, coexistiendo con la extraordinaria belleza del volcán, la tragedia humana continúa.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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