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Arde Lucus

domingo, 18 de junio de 2023
La recreación histórica como símbolo identitario

Dedicado a mi estimado amigo Antonio María González Padrón, historiador y cronista de la ciudad
de Telde quien, a través de sus trabajos de investigación, artículos periodísticos y publicaciones,
rescata del olvido y pone en valor, tradiciones, costumbres y momentos del pasado que definen,
en su devenir histórico, la identidad de una ciudad y sus gentes.
Dedicado también a todas aquellas personas, algunas conocidas pero la mayoría anónimas, que
dedicaron y dedican parte de su vida y su tiempo libre a la puesta en valor de su sentir identitario,
primero como individuo, luego pueblo, desde la perspectiva enriquecedora de la diversidad,
una visión plural de la sociedad actual que debe servir siempre para unir, nunca para separar.

"Desde que el pasado jueves, día nueve de junio, al atardecer, las legiones romanas cruzaron el viejo puente del río Miño pese a la tenaz resistencia de las tribus indígenas -os castrexos-, que habitaron Lugo antes de la llegada del Imperio, Lucus Augusti, la actual ciudad de Lugo ha vivido una apoteosis histórica durante tres días, Arde Lucusfenómeno social que transformó la ciudad bimilenaria gallega convirtiéndola en centro de atención, foco mediático, no solo en el ámbito autonómico sino nacional e internacional.
Las calles, plazas, viviendas, locales comerciales e instituciones públicas se caracterizaron como propias de una villa romana. Las cecas con la moneda romana, las bodas romanas, los enlaces castrexos, las costumbres, hábitos, gastronomía, desfiles, campamentos, tácticas de guerra, oráculos, cosos de lucha, circo y gladiadores ocuparon la ciudad y las murallas lucenses -esas gloriosas murallas Patrimonio de la Humanidad que han sido capaces de desafiar al tiempo casi dos mil años-, fueron incapaces de contener tanto deseo, tanta ansiedad, tanto orgullo de conmemorar, recreándolo, un histórico pasado".
Si traigo este artículo a colación, un año después de haberlo escrito, es porque tal vez nuestra ciudad, Telde, con una población de derecho que supera la que habita la ciudad lucense, se encuentra huérfana de un evento singular, referencia y orgullo de un pasado donde era este lugar, Telde, capital de uno de los dos guanartematos en que estaba dividida la isla -según el historiador Abreu Galindo los límites podían estar definidos por las cuencas de los barrancos de Guiniguada y de Arguineguín que dividen el territorio insular en dos partes semejantes-, un evento capaz de aunar pasiones, esfuerzos y voluntades en aras de un Telde más dinámico, con identidad propia, ilusionada su gente alrededor de una motivación común, vertebradora de un valor identitario. Muy al contrario, las impresiones objetivas de turistas, visitantes y muchos residentes son de encontrarse ante una realidad territorial atomizada, un municipio vertebrado sobre la suma de pagos de medianías, cumbres, localidades costeras y núcleos pertenecientes a su casco urbano -barrios fundacionales y barrios surgidos al amparo de un crecimiento urbanístico, muchas veces improvisado por la propia vecindad-.
Zonas residenciales, las costeras, que se han convertido en una especie de barrios dormitorio, con una creciente apuesta hacia la oferta como viviendas vacacionales. Falta la urdimbre de la cultura, de las relaciones humanas, de las confluencias sociales propias de un municipio seriamente vertebrado desde un proyecto común de gran ciudad, como debería serlo.
Tengo la impresión, y recojo en ella el parecer de muchos estudiosos del devenir de esta ciudad de los faycanes, que me encuentro ante un municipio donde los barrios fundacionales languidecen bajo soporíferos sueños basados en multitud de recuerdos, gran parte de ellos provocados por una envidiable memoria histórica pero que se difuminan, se diluyen bajo ese estado perpetuo de placidez autocomplaciente.
Falta vida en sus calles, en sus museos, en sus iglesias, en los edificios que pudiendo ser no lo son, referencia cultural e histórica porque no se ha apostado por ellos o, simplemente están cerrados. Es el caso de la mansión de los Sall en San Francisco, de la noria -ingenio hidráulico sin parangón en el archipiélago-, sita en el valle de Jinámar, de los yacimientos costeros de Tufia, la Restinga, La Garita o el Llano de las Brujas, del Palacio de la Cultura y de las Artes -edificio mastodóntico abandonado y convertido en la vergüenza de un municipio cuando se suceden los años y no hay proyecto alguno de qué hacer con él, del mercado municipal que llevaba años y años cerrado...-, del ostracismo de Cuatro Puertas, uno de los yacimientos más emblemáticos de Gran Canaria, o de Morro Calasio, Las Huesas, la necrópolis de la montaña del Rosso...
Una ciudad como Telde tiene que ofertar algo más que café, té, dulces y cruasanes en las cafeterías que se abren en las calles peatonales.
Falta la pasión de una idea y el apoyo firme y decidido de las instituciones municipales. Ciertamente, desconozco cuál puede ser. Sé del capital arqueológico de un municipio que fue cabeza de uno de los dos guanartematos de la isla. Sé de su capital vulcanológico -pocos municipios disponen de tantos conos volcánicos recientes -número y diversidad en su génesis- en todo el archipiélago. Sé del capital de sus espacios naturales, de su flora y su fauna. También sé de su capital humano, tanto en el pasado como en el presente, de sus artistas, deportistas, artesanos... Entonces ¿Qué falta? Falta la idea.
Es por ello que quiero acercarles mi opinión, tanto como observador externo como ciudadano del municipio, sobre una fiesta que comenzó siendo minoritaria -apenas un esbozo de carnaval monográfico aunque jamás sus participantes compartieron tal parecer, pues latía en ellos un corazón romano o castrexo y el orgullo de pertenencia a unas raíces profundamente latinas y profundamente celtas-, iniciada este año hace dos décadas y que pasó a convertirse en un sentimiento popular, un referente de visita obligada en el calendario de las fiestas de carácter autonómico pasando a ser, en muy pocos años, una fiesta de interés turístico nacional, con los deberes hechos este año para ser considerada un evento de interés turístico internacional, algo que ocurrió muy pronto.
De repente, una ciudad de menos de cien mil habitantes pasó de ser una ciudad Arde Lucusfamosa por su muralla romana bimilenaria, a ser un centro de referencia sobre la romanización de Iberia y el legado del Imperio en las tierras conquistadas.
En ese segundo fin de semana del mes de junio del pasado año, en el deambular por los espacios habilitados para conocer en profundidad la realidad histórica de los romanos invasores y de los pueblos indígenas que habitaban Galaecia, recorrí con calma mi tan querido parque de Rosalía de Castro, parque que devuelve a mi memoria recuerdos de la niñez, de mis primeros pinitos con las artes plásticas, de mis primeros dibujos, de mis primeros concursos y de mis primeros reconocimientos en tal destreza artística. Junto a mí, siempre estaba mi madre, heroína de mi vida, portadora de un amor filial sin medida y yo, lápiz en mano interpretando mediante trazos la belleza encerrada en la rama de un pino centenario, dando fe de la extraordinaria vida que se desarrollaba sobre ella, de esos líquenes y musgos, de esa fauna minúscula que siempre escapa a nuestra fugaz visión porque la vista camina siempre a la velocidad de nuestras prisas.
Pero volviendo al evento, Arde Lucus ocupó titulares en la prensa local y autonómica, en la radio, en la televisión, en las redes sociales. Era necesario, como lo sigue siendo, que las instituciones locales, provinciales y autonómicas apoyaran y apoyen este tipo de eventos. Un evento que cuenta con el beneplácito de historiadores y amantes de la historia, con sus conocimientos para, llegadas las fechas de los actos, disfrutar in situ con el rigor histórico observado en el amplio abanico de actividades programadas. Al final, siempre es cuestión de querer hacer las cosas bien, poner esfuerzo y pasión, predisposición a tope y una buena actitud.
La realidad aumentada permitió a todos los lucenses y visitantes pasear por la muralla, tal como era hace dos mil años, y pasear entre los legionarios que guardaban la muralla y desfilaban por ella. Toda la ciudad se vistió de época, pero no eran las vestimentas y los complementos los que caracterizaban este "vestir la ciudad". No, era mucho mas que eso y así, las librerías exponían para su venta en sus escaparates la más variada bibliografía del mundo romano dirigida a todas las edades: recortables, cuadernos para colorear, cómics, noveles, tratados históricos..., algunos restaurantes ofrecían platos basados en la cultura culinaria romana sin olvidarse -negocio obliga-, las exquisitas y variadas viandas que la extraordinaria cocina gallega oferta, las tiendas de ropa disponían de secciones especializadas en vestuario de época y muchas pequeñas tiendas dedicaron su tiempo y espacio a la venta temporal y exclusiva de objetos, géneros y complementos propios de las culturas castrexas y romanas.
Luego estaba la calle, una calle llena de gente con ganas de sentir, de vibrar, de vivir. Calles desbordantes de alegría, de terrazas llenas, de atardeceres mágicos, de noches interminables donde la música se fusionaba volviéndose atemporal. El folklore propio de la tierra rezumaba identidad y pureza mezclándose con aires romanos y castrexos y con otros ritmos y músicas rabiosamente actuales.
El placer era tal que te olvidabas de desvestirte de la túnica o de las pieles al llegar a casa, no deseabas desatar las correas de las sandalias de cuero o de las peludas abarcas de piel, no querías dejar tus collares, tus pulseras sobre la mesa o eliminar con agua y jabón las pinturas de guerra de tu rostro, de tus brazos y piernas, esos severos trazos de colores rojizos y negruzcos que definían tu condición de guerrero indígena. No querías, en suma, que aquella fiesta acabara.
Durante tres días -un fin de semana largo-, dejabas a un lado, como si se tratase de otra piel, el papel de mujer/hombre, joven, adolescente, niño moderno, actual, del siglo veintiuno, más o menos serio, más o menos estresado, agobiado casi siempre, para disfrutar de la gente, de ti mismo, de esa sensación tan agradable que provoca el contacto directo del aire sobre la piel. Te sentías más fresco, más dinámico, más...
Y es que era un no parar. ¡Cuatrocientas actividades diseñadas para cuatro días! Esa fue la realidad vivida en la festividad del año dos mil veintidós. Todo Lugo convertido en una ciudad del pasado imperial, envuelta en un ritmo vital diferente al de nuestro tiempo.
Al igual que cualquier lucense, hago mía la frase escrita en una tela que lucía en algún lugar, a modo de estandarte: "Que non se apague o lume", expresión gallega de fácil traducción: Que no se apague el fuego, resumiendo en pocas palabras el deseo colectivo de continuar la fiesta.
Para los teldenses, desde la osadía y el atrevimiento, formulo una propuesta: Rescatemos nuestro pasado, hagamos viva nuestra historia, dignifiquemos y vivamos el guanartemato que fuimos y que, con nuestra desidia institucional y popular, languidece a marchas forzadas, abandonados los referentes arqueológicos que dan sentido al mismo. Me uno al grito desesperado de mi amigo Antonio María González Padrón, a quien dedico el presente artículo, en defensa de esa joya urbana que conserva a duras penas su pasado fundacional, que no es otra que el barrio conventual de San Francisco, vertebrando su recuperación y puesta en valor, su fortaleza como conjunto arquitectónico emblemático.
Las patronales fiestas de San Juan en Telde, coincidirán este año en jornadas y fuegos con la celebración del Arde Lucus internacional lucense. Mi corazón y espíritu estarán presentes en las dos ciudades que me han visto vivir y me han ofertado lo mejor de ellas, pero mi cuerpo, que la pasada edición lució, vestido con el ropaje de un senador romano, aparecerá este año cubierto de pieles, calzado de abarcas, el rostro tiznado y enrojecido por las pinturas de guerra de la población castrexa, encontrándose junto a los fuegos, en cualquiera de los campamentos indígenas dispersos a lo largo y ancho de la ciudad.
Tal vez este año, sean propicias las ofrendas a Cosus y Bandua, dioses castreños de la guerra, semejantes a los dioses griegos y romanos Ares y Marte, y con su ayuda, seamos capaces de frenar el avance de las legiones romanas e impedirles cruzar el río Miño. Suceda así, como es el deseo de todos los castreños, o suceda como lo registra la historia con la invasión del Imperio, la celebración final, el encuentro y la hermandad conjunta de todos los lucenses y visitantes, pertenezcan a uno u otro bando, está garantizado.
Faltan cuatro días. A todos nos espera la ciudad bimilenaria, la acogida y el calor de sus barrios históricos, de su barrio medieval y de las entrañables plazas donde la música y el baile se convertirán en lenguajes universales capaces de conquistar el corazón de todos los asistentes.
¡Feliz Arde Lucus, dos mil veintitrés!
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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