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El invierno patagónico

jueves, 25 de mayo de 2023
La vida continuó. Se inscribieron en la Universidad de la Patagonia, en una de las carreras inauguradas ese año. Cuando después de unas cuantas primaveras un amigo le preguntó a Antonio qué materia cursaba, le respondió:
- No tengo ni idea, hermano. Elena me inscribió, me daba una hora para pasarla a buscar, nos sentábamos juntos, le hacía dibujitos en la carpeta, la acariciaba la mano, le rozaba la rodilla... ¿y vos pretendés que me acuerde de qué hablaba la profesora? Ah, sí, era una flaquita de pelo enrulado, morena, estaba buena, ¿ves?, de eso si me acuerdo.

Siguieron algunas escapadas de fin de semana a El Bolsón parando siempre en la misma hostería. La primera vez que fueron solos y pidió una habitación con cama doble, la señora le dio la llave y le regaló una sonrisa que provocó que el muchacho le contestara de la misma manera. Era una mañana de sol, y el olor a vida inundaba la sala. Los domingos almorzaban los famosos ravioles caseros, pero el sábado a la noche, para no perder tiempo, bajaban una caja metálica como las que se usan para herramientas, donde llevaban un calentador de camping, algunos cacharros de aluminio, latas, bebidas y se montaban un picnic dentro de la pieza. Es que el tiempo nunca alcanzaba.

Llegó el invierno, la nieve, las temperaturas de varios grados bajo cero, las cintas de frenos pegadas que inmovilizaban al coche, el parabrisas completamente congelado que obligaba salir con la pava con agua caliente o, mejor, pegar en la noche una hoja de diario que al retirarla por la mañana descubría el vidrio limpio.

También un vaquero olvidado en la soga de la ropa se convertía en unas modernas bermudas si se intentaba doblar. Las tuberías de agua se congelaban, se suspendían algunos vuelos y el corte de las rutas de acceso por la nieve acumulada provocaban la falta de combustible para la calefacción. Y un frío que los borceguíes, las dobles medias de lana, los guantes y el gorro de piel no terminaban de atajar. Esto no impedía que al llegar a duras penas al hospital el radiólogo Campilongo, en la puerta y en camiseta de mangas cortas, saludara con un "Lindo día doctor ¿no?".

A pesar de todas estas complicaciones, el invierno tenía su encanto; ver caer unos copos como ciruelas, revolcarse por la nieve y, lo más placentero, llegar a la pieza del residencial muertos de frío y empapados, secar la ropa en el calefactor, darse una ducha caliente, vaciar el termo con chocolate, leer unas páginas y conversar, sobre todo conversar en la lengua más antigua y universal del mundo. Las visitas al mesón fueron reemplazadas por alguna sesión de dos películas en el cine Coliseo o una partida en el nuevo bowling de la avenida Ameghino. Las tertulias íntimas de sobremesa no faltaron ninguna noche.

En otra ocasión y aprovechando un viernes feriado, viajaron a la hermosa ciudad de Bariloche con el R6, cruzando el peligroso Cañadón de la Mosca bajo una intensa nevada. Se alojaron en la hostería La Sureña, recorrieron la ciudad, los alrededores y tomaron una lancha para visitar el bosque de los arrayanes aprovechando el buen tiempo. En el trayecto en lancha estuvieron fotografiando las gaviotas, y en un momento que él se quedó serio porque lo invadieron recuerdos amargos, ella prometió regalarle un libro y adelantó unos mimos que prometían una interesante tertulia para esa noche.

También subieron al Cerro Catedral y se dieron una vuelta en la telesilla de la pista de esquí, donde ella sacó las últimas fotos con su Kodak Fiesta. En cuanto el sol comenzaba a bajar se refugiaban en la pieza, desplegaban el equipo de supervivencia y no salían hasta la mañana siguiente. Cada tanto abrían la ventana para ventilar el olor a lentejas y regular la temperatura humana. Llevaron algún libro pero no les alcanzó el tiempo para abrirlo.

En los siguientes fines de semana realizaron excursiones a la nueva pista de esquí de La Hoya, alquilando un trineo y disfrutando con las rodadas en la nieve. Mientras, los encuentros nocturnos en la habitación del residencial eran infaltables, con el inconveniente de quedarse dormidos después de tanta charla. Al despertarse de madrugada para llevar a la princesa al palacio, se encontraba el parabrisas del coche completamente congelado, así que, medio dormido, manejaba como si fuera una locomotora, con la cabeza afuera de la ventanilla soportando el frío de varios grados bajo cero en la cara. La señorita amanecería en su casa, como debía ser. El sufrido chofer, al sumergirse otra vez en unas sábanas aún calientes, respiraba hondo para absorber todo el perfume remanente.

Andrés Montesanto. Fragmento de "Buscando a Elena" (2021).
Montesanto, Andrés
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