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El Regimiento

jueves, 11 de mayo de 2023
El Regimiento de Caballería era una de las instituciones más fuertes de la ciudad. Las relaciones estaban entrelazadas. Por ejemplo, el dentista militar se había hecho amigo del doctor Tedeschi porque aspiraba a ser contratado en el hospital. No hacía falta otro profesional en el servicio, pero eso no tenía nada que ver, así que cultivaba la amistad con la esperanza de que alguna vez diera su fruto. A Tedeschi le encantaba que le chuparan las medias, incluso si mientras aceptaba una invitación del sacamuelas maniobraba para meter a otro en el puesto.

En aquellos tiempos existía el servicio militar obligatorio para los varones, la colimba. Ese año se realizaría el examen médico de admisión para toda la zona, en el regimiento de Esquel, por lo que pidieron apoyo logístico al hospital. Fue el joven subdirector el encargado de la coordinación, estableciendo las mesas y distribuyendo los especialistas.

Revisando las planillas con los diagnósticos de los exceptuados, le llamó la atención la cantidad de jóvenes oligofrénicos que habitaban la Patagonia. Pidió ver a algunos de estos muchachos descartados por subnormales. Todos tenían cara de susto. La primera vez en su vida que salían de la casa a enfrentarse ese mundo extraño, hostil y con tipos serios con guardapolvo blanco, les provocaba un pánico que los enmudecía. Además, no dominaban el español y eran analfabetos. El médico que los había examinado, ante la segunda pregunta a la que el candidato se quedaba mirando con los ojos abiertos, le enchufaba el diagnóstico que lo dejaba fuera del ejército.

Antonio era antimilitarista, además sabía que la colimba los separaría durante una año de su familia y de su entorno, por lo tanto, aceptando el falso diagnóstico les hacía un favor.

Pero también reconocía que ese argentino era la única oportunidad que tenía de alfabetizarse, socializarse, aprender un oficio, conocer otros muchachos de su edad con hábitos distintos y vivir unas experiencias que recordaría toda su vida. Habló con el coronel jefe, y sobrescribió "AA" (apto absoluto) en los informes médicos.

Los oficiales contribuían en la vida social de la población. Anualmente se celebraba en el Casino de Oficiales un baile que congregaba a la flor y nata de la Hight Society. Un joven oficial compañero de facultad de Elena, trasladado ese año, confió en ella para contarle los dilemas en que se encontraba y los entresijos de unas relaciones desconocidas para el resto de los esquelenses. Ella se enteraba de cosas que la dejaban de piedra.

Como a ese encuentro social había que concurrir obligatoriamente en pareja, este oficial le había pedido a ella si lo podía acompañar. Debido a su espontáneo carácter, la joven aceptó la invitación sin necesidad de consultar con nadie, concentrándose en la tarea de conseguir un vestido adecuado para tan glamurosa recepción. Pero he aquí que dos días antes del baile se apareció el militar bastante nervioso, a pedirle disculpas por cancelar la invitación.

Resulta que este muchacho, asignado como ayudante de un coronel se ocupaba de algunas gestiones de la vivienda que el jefe ocupaba con su esposa y dos hijos. La mayor, una linda piba quinceañera, le había robado el corazón, saliendo con ella cuando podía y siempre con la complicidad de la madre. La señora era una cuarentona con aparente falta de cariño y otras cosas. Como el futuro yerno estaba bien armado, la pasión pudo más que la moral. Una mañana que fue a revisar la calefacción fue atracado por su ardiente suegra en la despensa de su casa, afirmándolo contra una estantería. A partir de ese lujurioso momento, la infiel esposa se ocuparía que el viril subalterno le mantuviese la chimenea destapada, inventando excusas para que la visitara frecuentemente cuando se encontraba sola. Los domingos acostumbraban salir a algún restaurante los cinco, como una familia más, ocasión en que la veterana le acariciaba la gamba debajo de la mesa descolocando completamente al oficialito.

Éste era el drama que había tenido necesidad de contar a su amiga. No podía negarse, porque una amante despechada con solo una mentira lo hubiera puesto frente a un pelotón de fusilamiento, así que no tenía otra opción que esperar a que un traslado cortara esa relación peligrosa. La coronela lo tenía agarrado de los huevos y posiblemente no fuera la primera vez que hacía algo así, ni la única del cuartel. Un subalterno del marido, bajo una estricta disciplina militar, era el juguete amoroso mas apetecible, lujurioso y seguro. En las mesas de bridge del Casino comentarían entre las señoras sus respectivas experiencias y se darían consejos. La vida para la mujer de un militar destinado en el confín del país sería terriblemente aburrida si no practicara este excitante deporte.

Donde también el joven tenía que ser cuidadoso y mantener la boca cerrada, era cuando hacía de correo entre el coronel y su amante peluquera, casada con un comprador de lana que estaba siempre viajando por toda la Patagonia. Y debido a la ilusión de esta señora en asistir a la famosa fiesta para dar envidia a sus amigas, el oficial de tres estrellas, con un metejón que no le cabía en el uniforme, resolvió que la mina asistiría como pareja del oficial a su mando.

Antonio se imaginaba a las dos parejas bailando en el medio de la pista. El coronel guiñándole el ojo a la peluquera y luciendo el minón frente a sus colegas, algunos en trampas similares, la coronela rozando disimuladamente al deshollinador; la peluquera pidiendo al fotógrafo que la retratara con los jefes del regimiento, y el amigo de Elena tenso como un poste. El pobre tenía que cuidarse de no hacer un gesto que lo podía llevar al calabozo, mientras el comprador de lana aprendía geografía con una maestrita de Santa Cruz. ¡Que puterío! La Casa de la Tía Rosa era un jardín de infantes al lado de esto.

Andrés Montesanto. Fragmento de "Buscando a Elena" (2021).
Montesanto, Andrés
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