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La crisálida

miércoles, 10 de mayo de 2023
Tras el milagro de la metamorfosis

Dedicado a todos los entomólogos y aficionados a la entomología por su entrega sin límite y paciencia infinita, pues bien sabemos que es una pasión pocas veces comprendida por las personas que nos rodean. Yo pertenezco a ese elenco especial de "bichos raros" que sienten una atracción irrefrenable por la vida de los insectos.

Recuerdo mis años de adolescente donde una de las aficiones de mis amigos -otra era jugar al fútbol y esa la compartía al cien por cien-, era acercarse a las cuestas del gran parque de Lugo, un parque centenario bautizado con el nombre de Alfonso XIII en aquel entonces y rebautizado posteriomente con el actual de Rosalía de Castro, para espiar las parejas que utilizaban la zona para, bajo los árboles y aprovechando la falta de luz y la soledad del lugar, llevar a cabo sus escarceos amorosos.
Muy tímido entonces, lo reconozco, era incómodo para mí ejercer de voyeur y, muchas veces, les esperaba en el parque, junto al estanque de los parrulos -así llamamos en Galicia a los patos-, observando el comportamiento de aquellas aves, sorprendido por su plumaje impermeable que, en contacto con las gélidas aguas, era capaz de aislarlos de aquel pertinaz frío invernal.
Más allá del interés del voyeur -excúsenme por utilizar el galicismo, no recomendado por la RAE sino, en su lugar, voyerista con similar significado- que disfruta observando las secuencias amatorias de otras personas, reconozco que siempre he sido un poco raro pues era un interesado observador de la vida animal invertebrada, un voyerista, o mejor aún, un mirón de su comportamiento y, como no, de sus técnicas de caza y sus prácticas amatorias. Es cierto, encontraba más variada y excitante su conducta sexual y me sorprendía cuando observaba una mantis religiosa en el momento en que la hembra, asegurada la transferencia del esperma del macho tras la cópula, lo devoraba sin miramiento alguno -al fin y al cabo se trata, en suma, de una excelente fuente de nutrientes-, iniciando el acto de canibalismo por la cabeza para seguir con el cuerpo del infortunado amante, capaz de morir, tras el acto sexual, en beneficio de su descendencia.
De aquel entonces, casi juvenil, -cientos de horas ante los terrarios y acuarios de río- ha transcurrido algo más de medio siglo y me encuentro ahora delante de un terrario improvisado, un táper de cristal -el tupper inglés castellanizado y aceptado como anglicismo por la RAE-, de estructura prismática y base rectangular con una fina capa de tierra, apenas dos centímetros y una cubierta vegetal sobre el suelo, realizada con hojas y tallos de tabaiba amarga, que con el paso de los días y semanas trocaron el color verde inicial por un color amarillento, según iban perdiendo lozanía.
Bajo unas pocas ramas y hojas de la euforbia, sujetas y entrelazadas por una especie de tela generada por la oruga de la que voy a hablar, desapareció mi gusano de las tabaibas. Nada indicaba que hubiese un gusano en el terrario, nada excepto los visibles restos de excrementos, producto de la oruga cuando se encontraba devorando las hojas de la tabaiba. Deposiciones que, frescas y verdes recién expulsadas, secas ahora y de menor tamaño por la deshidratación de las mismas, presentaban un color negruzco semejando grandes semillas de pimienta negra.
Cuando observé que no estaba, busqué fuera del terrario pues había comprobado un par de veces como sus falsos pies ejercían el papel de ventosas permitiéndole ascender por el cristal y echarse fuera. Estaba claro que la oruga se había percatado del estado de las ramas muertas y la flacidez de sus hojas y, a sabiendas de que su cuerpo estaba bien desarrollado, había llegado el momento de buscar un sitio idóneo para transformarse en crisálida y aquel recipiente -así lo consideraba el colorido gusano de Hyles euphorbiae, sin duda con acertados criterios de lepidóptero-, no lo era.
Y así lo encontré un día trepando por la pared del balcón y otro ocultándose bajo una silla de playa. Pero esta vez era diferente, por mucho que lo buscaba en el entorno inmediato no aparecía en lado alguno. Fue entonces cuando revisé con calma el terrario.
Nada encontraba a la vista que delatara su presencia así que, con mucha paciencia, fui levantando las ramas secas de la tabaiba.
Al elevar una de las últimas ramas, adherida a ella se levantó una especie de tapa de arena unida grano a grano gracias a una mucosidad ya seca.
El gusano se encontraba allí, no estaba dormido ni en estado de letargo, era el inicio del proceso de transformación. Estaba claro que el gusano había elegido aquel lugar, ante la imposibilidad de huída se había enterrado superficialmente durante la noche, buscando la tranquilidad y el reposo necesario para su transformación en crisálida.
Es consciente de que alguien está hurgando en su madriguera, en su lugar de descanso, en su necesario aislamiento y, habiendo perdido peso ya, encogido y curvado su cuerpo de oruga, no trata de moverse pero, ante la enojosa intromisión, se mueve un poco, mostrando su disgusto, molesto por la curiosidad del observador, pues no espera que se trate de un simple voyeur de la vida invertebrada, pues su mente y su ancestral material genético le previene sobre la posible agresión de un depredador.
Vuelvo a cubrirlo con mucho cuidado. Han pasado unas cuarenta y ocho horas desde que el gusano dejó de comer e inició su encierro, no puedo considerarlo un enterramiento pues se trata de una estación de tránsito hacia su vida alada.
Llevaré una especie de diario. Se trata de tomar unas notas muy sencillas pues no es mi deseo registrar con exhaustividad la observación de lo acaecido, sino de disfrutar y sentir la emoción de lo observado.
Noche del catorce de enero, la oruga desaparece de mi vista. Descubro la zona donde se transformará en crisálida.
Día quince de enero, no la molesto. Sin señal de vida alguna fuera del pequeño cubil, la oruga sigue enterrada.
Día dieciséis, un lunes por la mañana, intento observar qué pasa bajo el estuche de mucosidad, arena y hojas de tabaiba. Reacciona moviéndose un poco. Noto su incomodidad. Bajo la tapa del estuche elaborado por él y lo dejo como está. Decido no molestarla más durante el proceso.
Día dieciocho, en un pateo por un tabaibal dulce situado en el interfluvio existente entre el barranco de los Vicentes y el barranco de la Data, encuentro sobre la senda que intuyo atraviesa el lajial, una crisálida de color marrón, textura brillante, cinco segmentos y un apéndice final. La recojo con cuidado pues sé que de dejarla allí, será pisoteada sin querer por alguno de mis compañeros senderistas o por el ganado de cabras que ramonea por estas lomas. La zona donde me encuentro se conoce como Lomo Perera, muy cerca de la presa del mismo nombre. Corroboro en la zona la presencia de tabaibas amargas.
Al llegar a casa observo con detenimiento y con la ayuda de una lupa la crisálida encontrada, a sabiendas de que en el interior de la misma hay una oruga en proceso de transformarse en mariposa.
La descripción es básica: no preciso más porque si la toco se excita y como mecanismo de defensa mueve su segmento trasero que acaba en punta. Observo su cuerpo, el segmento mas largo corresponde al tórax de la futura mariposa y de hecho en su cubierta se encuentran dibujadas las nerviaciones de sus alas. Dos puntos de color marrón, un poco más oscuros que el resto del estuche a ambos lados de la pupa, se encuentran en el lugar donde deberían estar formándose los ojos de la futura mariposa. Los cinco segmentos restantes son los que se mueven a ambos lados cuando se le toca y corresponden a lo que será algun día el abdomen del lepidóptero.
Pero hoy mismo, mientras describo esta ninfa o pupa -pues así se denomina también a la crisálida-, es sólo un estuche lo que observo, una especie de sarcófago con la forma que les estoy describiendo -las fotografías que adjunto les permitirán maravillarse ante tanta belleza-, de unos cinco centímetros de largo por unos ocho milímetros de ancho y que, cuando la muevo o la cojo con suma delicadeza, mueve los segmentos terminales de un lado para otro con extremado vigor, unas tres, cuatro, cinco veces como diciéndome, estate quieto, déjame seguir con mi proceso de metamorfosis. Luego para de moverse y noto varias pulsiones interiores como si estuviera asustada, como si tuviera miedo. Por fin se detienen estas manifestaciones y recupera el estado de reposo. Inerte entonces, semeja una rama más, un elemento sin vida en el interior del terrario.
Día veinticuatro de enero. Me puede la curiosidad. Levanto nuevamente el estuche. La oruga sigue transformándose. La cabeza continúa de color negro, el cuerpo central presenta aún restos de la coloración amarilla de su cuerpo, mucho más apagado y los últimos segmentos traseros del cuerpo van adelgazándose hacia el final del mismo.
En la madrugada del cinco de febrero, en mi pequeño paraíso de la casa, el ”zulo” que, según mi gente, me tiene retenido horas y horas, un inusual ruido atrae mi atención. En completa oscuridad, de la biblioteca que se encuentra a mi espalda surge un sordo ruido que semeja un aleteo, un sonido repetitivo y frenético.
Enciendo la luz, a sabiendas de que justo en el lugar de donde procede el sonido se encuentra el improvisado terrario de cristal. Dieciocho días después de mi encuentro con la crisálida, una hermosa polilla de las tabaibas ha abierto su traje de pupa, una cutícula ahora traslúcida y muy delgada, y se ofrece ante mi vista en todo su esplendor, con su virginal belleza de mariposa en ciernes.
Se mantiene inmóvil, con las antenas estiradas, formando un línea recta a ambos lados de la cabeza si la observación que llevamos a cabo es cenital, es decir, observamos el lepidóptero desde arriba. Si lo observamos de frente, como si estuviéramos buscando su mirada, las antenas se encuentran en forma de una V muy abierta, orientándose un poco hacia el cielo.
La mariposa se encuentra en la fase del último desarrollo, un breve proceso en que necesita adaptarse al aire, a un ambiente nuevo, a la atmósfera húmeda de este invierno inusual, a una realidad nueva de colores, sonidos, puede que olores y otras sensaciones que soy incapaz, por desconocimiento, de precisar. Conviene no olvidar que el campo de investigación sobre los cerebros de los insectos está aún en ciernes y queda mucho por avanzar.
Bajo sus patas, perfectas, destaca la inmaculada blancura de un folio. Busqué la forma de que pasara, de un modo voluntario, del terrario al folio por un claro interés fotográfico.
Sigue inmóvil. Pienso si se sentirá observada. Me pregunto igualmente si ella piensa. Su belleza es la propia de un recién nacido. Es hermosa, muy hermosa y se encuentra indefensa o, al menos, eso creo.
Cuando escuché los aleteos del lepidóptero eran las cinco de la mañana. No había duda en que poco tiempo antes había conseguido salir del estuche que ella misma había fabricado, abriendo la crislálida por su parte más ancha, aquella que escondía el torax de la futura mariposa y anticipaba en su trazado, la forma del mismo.
Son las siete de la mañana. Asisto al último despliegue de sus alas que no es otro que observar como se va estirando una de las puntas, concretamente la del ala derecha. El resto está bien, no registro visualmente imperfección alguna.
Nunca pude observar una mariposa tan cómodamente. Inmóvil como está, no tengo dificultad alguna para girar el folio sobre el que se encuentra y observar con minucioso detalle sus patas, sus antenas, el abdomen y el tórax, su primer y segundo par de alas.
Bajo dos alas simétricas que lucen un precioso dibujo geométrico de color castaño oscuro barreado de una forma irregular con una franja de color beis claro -ahora nos encontramos con un claro galicismo-, se esconden dos alas de menor tamaño con dos franjas de color oscuro, entre castaño y negro, separadas por una franja de un llamativo color rojo. Justo en la unión de ambas alas con el tórax.Contrastando con esta franja de color rojo pálido, surge un destacado punto blanco, una especie de ocelo, que se sucede en este borde alar en número de tres, seis si tenemos en cuenta ambos lados del abdomen.
Las patas adquieren fortaleza por momentos y estabilizan el cuerpo de la esfinge. La espiritrompa, muy larga, está recogida y enrollada bajo el tórax.
De pronto deja su estado inmóvil para, sin desplazarse lo más mínimo, comenzar a batir sus alas. Es un movimiento casi imperceptible, más que batir las alas es una especie de vibración continua. Las alas dejan de estar pegadas al suelo, en este caso al folio y se elevan unos cuarenta y cinco grados a ambos lados del cuerpo, Esto me permite observar sus alas por debajo. Una coloración rosácea muy clara en parte de las alas inferiores y un crema pálido en el resto conforman una tonalidad dominante. Hay una especie de pelusilla en la parte inferior de las alas. Sin tocar al insecto me recuerda la suavidad del terciopelo y esa es la impresión visual que recibo. Terciopelo.
El abdomen tiene cinco segmentos. Son claramente perceptibles pues, de color oscuro sin llegar a un negro intenso, se encuentran definidos por un anillo blanco que los delimita, muy visible por ambos lados del abdomen pero que no llega a rodear su cuerpo, siendo menos perceptible por su cara superior e inferior y más marcado en la intersección de ambas.
Lleva dieciocho minutos moviendo sus alas cuando parece despertarse de un profundo letargo -algo parecido tuvo que suponer para la mariposa su tiempo de crisálida- y elevando la pata izquierda delantera, la pasa por delante de su ojo izquierdo, parece como si estuviera desperezándolo y preparándose para algo. La misma operación realiza con su pata derecha. Observo la operación con calma, apenas toca sus antenas después y, de pronto, con una fortaleza insospechada se echa a volar. Son las siete y veintitrés horas. Comienza elevándose, dando un par de vueltas sobre mi cabeza sin llegar a tocar el techo del habitáculo. Amplía su radio de acción pero se desorientará si no le ofrezco una salida natural.
Abro las dos hojas de la ventana del despacho. Si lo desea, dispone ahora de un amplio espacio para salir. Aún es noche cerrada, pero el esfíngido ante la suave brisa que entra por la abertura abierta dirige su vuelo hacia ella. Se eleva en el cielo con un vuelo firme pero incierto y errático. No debería tener muchos problemas, tras la casa le espera una extensa finca de plataneras, el cauce de un pequeño barranco y antiguas fincas, ahora sin cultivar. No queda lejos el barranco de Silva y en las laderas del mismo, las tabaibas amargas son la especie dominante.
El último recuerdo sonoro es el ruido de sus alas semejando en cierto modo el sonido de un helicóptero. Un zumbido monocorde donde sólo cambia el nivel de decibelios emitidos.
Una nueva vida incorporándose al ciclo vital de la naturaleza. Una mariposa que cierra el círculo de su metamorfosis, el círculo que le permitirá reproducirse, poner huevos y generar nuevas vidas. Un ciclo que deseamos eterno e inmutable.
¡Buen camino, mariposa de las tabaibas!
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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