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lunes, 12 de junio de 2023
O tío Manuel de García

El 19 de marzo de 1966 la campana de Moldes tocó a muerto. La gente -en sus casas, en los agros, en los prados y en los montes- interrumpió sus tareas y rezó una oración, preguntándose quién sería el difunto. Y, rápidamente, se corrió la voz de que el tañido triste, lento y severo de la campana estaba llorando la muerte del 'Tío Manuel de García'.

Moldes -nombre de origen árabe- es una parroquia pequeña en extensión geográfica, así como en número de habitantes, pero, en cambio, es una feligresía muy feraz en arte románico, agricultura, ganadería y en hijos distinguidos.

Esta pedanía está situada a unos tres kilómetros del casco urbano de Melide (Coruña), su Ayuntamiento. En pleno Camino (francés) de Santiago, está a 50 kilómetros de la tumba del Apóstol y a otros 50 de la Ciudad del Sacramento, a cuya diócesis pertenece. A mediados del siglo pasado había censados unos 250 vecinos, mientras que hoy apenas llegan a los sesenta.

La iglesia, de finales del siglo XII, tiene dos originales puertas románicas, "de las más hermosas de la Tierra de Melide", según sostiene el profesor Broz Rei; y de esta parroquia salieron más de veinte hijos distinguidos: seis sacerdotes, seis maestras y dos maestros, tres enfermeras, un ingeniero electrónico, dos profesores de bachillerato, una informática y un periodista.

Pero, aunque no tenía más estudios que los de saber leer y escribir, pienso que el más 'sabio' y mejor persona de la parroquia fue mi abuelo materno Manuel García Balboa -labrador y buen vecino- que nació en el año 1886 en el lugar de Mirce (Moldes) y murió en 1966, ochenta años después, en la misma casa en la que había nacido.

Hijo de Francisco García y de Ramona Balboa, fue padre de dos hijas: Ramona y Carmen, y abuelo de tres nietos (hijos de Carmen los tres): Constantino -que el pobrecillo murió en 1940 cuando solamente tenía siete años, por culpa de una pulmonía bilateral-, Sira y Manolo. Se había casado en el año 1907 en la parroquia melidense de San Juan de Sancibrao con Jesusa Salgado Bermúdez, descendiente de la 'Casa do Fidalgo' de Mosteiro (Santiso).

Hasta aquí..., datos comunes a todo hijo de vecino, pero en este caso es preciso subrayar que su bonhomía, solidaridad y altruismo hizo de él una persona especial y un vecino muy querido, admirado y respetado en toda la parroquia. Siempre ponía paz en los conflictos y se esforzaba por templar gaitas en las riñas y reyertas de sus paisanos, que escuchaban su parecer y solían hacerle caso.

Cientos de veces, siendo yo un niño, le oí recitar sus frases preferidas: "nunca hagas mal a nadie y, al revés, haz el bien sin mirar a quien". Todas estas características de hombre bueno y generoso consiguieron que, en señal de cariño y respeto, muchos feligreses le llamaran "O tío Manuel de García".

Uno de los piropos más curiosos e inesperados que oí sobre él, fue cuando un feligrés de Moldes me dijo: "Es cierto que tu abuelo no estudió Teología ni recibió el Sacramento del Orden sacerdotal, pero también es verdad que, siendo como es tan buen vecino y tan buena persona, sin duda alguna que sería un párroco ideal, mucho mejor que muchos curas".

En el sentido estricto de la palabra, no estudió en ningún instituto de bachillerato ni en ninguna universidad: ni en las de Santiago, Salamanca o Complutense, ni tampoco en la Sorbona, Oxford o Harvard. Estoy casi seguro de que ni siquiera oyó hablar nunca de ellas. Pero se doctoró cum laude en la Universidad de la Vida con una tesis sobre 'Bonhomía', y sacó Matrícula de Honor en bondad, honradez, generosidad y buena vecindad.

Y obtuvo Sobresaliente en las materias del trabajo bien hecho en los agros del 'Ulleiro', de las 'Molladas' y de 'Pena Cerdeira' con la grada y el arado; en los prados del 'Fondelo', de la 'Cubanca' y de la 'Pedreira' con la hoz y la guadaña; en los montes de los 'Castros', de la 'Ourela' y del 'Recobio' con la horca, la horquilla y el rastrillo; y con la azada y el cuchillo en la huerta que tenía al lado de su casa. Sin ningún tipo de exageración, podemos afirmar que la Universidad de la Vida también le otorgó -a petición de los vecinos- el título de 'Tío Manuel de García'.

Fue un hombre nada estricto, poco exigente y muy liberal. Tenía el don de la tolerancia y de la comprensión, disculpando siempre los errores y los fallos de los demás.

Cuando le iban con cuentos, chismes y maledicencias -con ánimo de restar importancia a lo que consideraba tonterías- acostumbraba a decir frases como 'Bah', 'Vete tú a saber', 'Que más da', 'No lo hizo adrede'... No conocí a ningún vecino que no le quisiera bien.

Y en época de elecciones, si no tengo claro a qué partido político votar, cuando alguien me pregunta por el sentido de mi voto, suelo responder que voy a votar 'por mi abuelo' (aunque el voto sea declarado 'nulo'), pues estoy seguro de que si hubiera muchos hombres y mujeres como él en el Parlamento, este país sería mejor que el Paraíso Terrenal.

Como labrador, todavía lo estoy viendo en el agro que tenía cerca de su casa -conocido por el nombre de 'cima da eira'- cómo agarraba el arado romano tirado por dos vacas. Para que le salieran rectos los surcos, 'hablaba' mucho con la vacas, que le obedecían sin rechistar: '¡apreta Jalleira... ábrete Jallarda...!'

Y cuando tenía todo enderezado, muy contento se ponía a cantar: "Fuches a Vilagarcía/ Fuches e non viches nada/ Non viches raia-lo sol/ Nunha mazá colorada". Y, para no aburrir a las vacas, de vez en cuando cambiaba de cantiga: "Bailaches, Carolina?/ Baiei, sí Señor/ Dime con quen bailaches/ Bailei co meu amor".

Además de labrador -que era su ocupación habitual- poseía un conocimiento especial, y hacía unas 'medicinas' ad hoc para curar ciertas enfermedades que, en la primera mitad del siglo XX, afectaban a los pies de las vacas, y que los mismos veterinarios no siempre eran capaces de resolver. Todos los vecinos de Moldes e incluso muchos agricultores de fuera de la parroquia acudían a él por considerarlo un gran curandero, y le quedaban muy agradecidos, pues siempre les prestaba este servicio sin cobrarles nada.

Así mismo, ejerció de matarife para muchos vecinos en el tiempo de la matanza de los cerdos -allá por el mes de noviembre, cuando la fiesta de San Martín- y también fue un empedernido feriante. Le gustaba mucho ir -a caballo de su yegua- a las ferias de la redonda, entre ellas, la de Melide (último domingo de mes), Arzúa (día 8), Palas de Rei (día 19), Monterroso (día 1), Agolada (día 12), Brántega (día 26) y Vila de Cruces (día 4).

Junto con la tarea de intermediar en la compra-venta de vacas, aprovechaba las ferias para -en compañía de los amigos- gozar de sus manjares favoritos: comer el 'pulpo á feira', beber una jarra de vino y tomar una copa de aguardiente fumando unos cigarros de picadura de buenas hojas de tabaco, que él mismo cultivaba con esmero y con cariño en la huerta de su casa.

Esta actividad de feriante -que tanto le gustaba y que tantas alegrías le proporcionó- también le ocasionó el mayor disgusto de su vida: fue un día 4 de un mes de finales de los años cuarenta cuando -junto con su amigo y vecino, también agricultor y feriante, José Santiso Mosquera- volvían para sus casas de Moldes desde la feria del día 4 en la Vila de Cruces (Pontevedra). Él, montado en su yegua, y José Santiso, en su macho.

Pues bien, en ese camino entre la Vila de Cruces (Pontevedra) y la parroquia de Moldes (Coruña) -cuando todavía estaban en los dominios del Lérez- unos salteadores los atracaron, robándoles el poco dinero que llevaban. Y, por encima, los bandoleros los amenazaron con tomar represalias en el caso de que se les ocurriese denunciarlos.

Y ellos -en parte, por no complicarse la vida, porque no era mucho el dinero robado, y, en buena parte, por miedo- non denunciaron el atraco. Y eso... los llevó a la cárcel de Pontevedra, por no denunciar a los malhechores. Porque otros feriantes -que pasaron por el mismo sitio y que también fueron asaltados- sí que denunciaron a los facinerosos. Y la Guardia Civil, al detener a los atracadores, les hizo 'cantar' todos los robos que habían llevado a cabo a lo largo del día.

Así que... el 'Tío Manuel de García' y José Santiso, por no denunciar el asalto, fueron llevados a la cárcel de la ciudad del Lérez, donde coincidieron víctimas y victimarios.

García y Santiso -aunque por poco tiempo- fueron 'premiados' con la cadena, resultando ser, lato sensu, 'cornudos y apaleados', según la historia burlesca recogida por Gonzalo Correas en su "Vocabulario de refranes".

Pero este infortunado suceso no sólo no menguó su estima en la gente, sino que, incluso, la aumentó, pues los vecinos, comprensivos, sintieron mucha pena y compasión, y siempre consideraron que tanto García como Santiso habían sido 'víctimas por partida doble'. Además de familiares, también algunos vecinos viajaron a Pontevedra para visitarlos en el penal y darles ánimos y fuerzas para que no se derrumbasen.

Y no me extraña esta reacción vecinal, pues como muy bien dijo en octubre de 2014 el entonces presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, parece que la ley esté más pensada para los 'roba-gallinas' que para los grandes defraudadores y para los casos de corrupción a gran escala. Y yo añadiría que parece como si la ley también fuera hecha para castigar y meter en la cárcel a los dueños de las gallinas robadas, por no denunciar el latrocinio.

Y me siento asombrado y sobrecogido cuando comparo estas situaciones minúsculas -por no decir ridículas- con las canalladas que hacen los que ponen su dinero a salvo del Ministerio de Hacienda en los llamados 'paraísos fiscales'; cuando veo que no les pasa nada a los que engañaron con las dichosas 'preferentes', o a los que usaron las famosas 'tarjetas black' para gastar y malgastar en sus antojos y caprichos personales los dineros que, con mucho esfuerzo y sudor, los ciudadanos confiaron a las Cajas de Ahorro; cuando compruebo que, desde los puestos de poder donde los pusimos con nuestros votos, hay quien se dedica a cobrar 'mordidas' a cambio de dar concesiones de obras públicas.

¡Pobres García y Santiso! No vivieron lo suficiente para ver como muchos de estos atropellos están quedando impunes, sin castigo. ¡Qué dirían al comparar los hechos que les llevaron a ellos a la prisión de Pontevedra con los que sentaron en el banquillo a la Infanta Cristina de Borbón y a su marido, Iñaki Urdangarín!

Este malhadado incidente de la cárcel de Pontevedra -por lo menos en las conversaciones que tuvimos mi abuelo y yo, fumando cigarros en el monte del 'Recobio' y en el prado de la 'Pedreira'- siempre fue un tema tabú. Nunca me habló de este suceso y, por respeto, tampoco yo le pregunté. Los datos que aporto aquí los conservo muy vivos en mi memoria por habérselos oído contar muchas veces a mis padres, a mis tíos y a mi hermana. Por mi parte -como era muy pequeño- sólo tengo algunos recuerdos muy borrosos.

(Sobre este tema -y a lo largo de cinco meses de 'peregrinación' infructuosa- intenté conseguir datos concretos y precisos en los organismos correspondientes: cárcel de Pontevedra; Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, del Ministerio del Interior; Registro General del Ministerio de Justicia; Archivo Histórico Provincial de Pontevedra, y nuevamente -por segunda vez-, prisión de Pontevedra. Todos coincidieron en decirme que no encontraron nada sobre este asunto. Y a mí se me ocurren dos posibilidades: que los funcionarios no rebuscaran bien en los archivos (cosa que no creo), o que no encontraron nada porque, en algún momento, alguien perdió ese expediente (cosa que ya creo más posible).

Porque... la triste realidad es que mi abuelo sí que estuvo en esa prisión. Y pienso que si es triste que fue encarcelado por ser atracado -y no denunciar-, también es muy triste que la Administración 'pierda los papeles' con la memoria de tan triste acontecimiento).


Físicamente, mi abuelo era un hombre alto y de fuerte complexión. Siempre llevaba sombrero y nunca usó cinturón ni tirantes. En cambio, lucía unas llamativas fajas de colores: negras, unas veces; y rojas, otras. Montado en su yegua, por los caminos de Moldes o por los que lo llevaban a las ferias de la redonda, parecía un Jhon Wayne cabalgando por los desfiladeros y las praderas del Oeste americano, protagonizando una película de vaqueros.

En el terreno familiar fue un buen marido, un gran padre y un abuelo fuera de serie. Cuando yo tenía ocho o nueve años, me dejó dar las primeras chupadas de mi vida a los pitillos que él fumaba cuando íbamos con las vacas al monte del 'Recobio'.

También dejaba que cabalgara la yegua, pero yo no quería, porque el animal era tan grande que tenía miedo de que me tirase al suelo. Yo prefería que en el prado de la 'Pedreira' -que era muy empinado- me dejara montar un carnero que tenía unos cuernos grandes a los que me podía agarrar. Pero el bueno del animal, que no estaba acostumbrado a tal cosa, cuando me ponía encima de él emprendía una carrera a toda velocidad prado abajo que, en un abrir y cerrar de ojos, me dejaba descabalgado y tirado en medio del prado.

Pero, entre chupada y chupada... y entre caída y caída del carnero, él aprovechaba para recordarme que lo importante en la vida era 'ser buena persona y no hacer mal a nadie'. Por eso, en su expediente también figuraba una Matrícula de Honor en cómo tiene que ser un buen abuelo.

Y para mí fue un honor muy grande y un espléndido regalo que, en la pila bautismal, mis padrinos -Jesús López Galuá y su hija Leonor López Martínez- proclamaran que mi nombre iba a ser el de Manuel, en recuerdo y homenaje a mi abuelo materno. ¡Ojalá que pueda parecerme un poco a él, y no solamente en el nombre!

Dejó en herencia a sus hijas Ramona y Carmen la casa en la que vivió, así como unas pocas tierras. Pero a ellas y a toda la parroquia de Moldes también les dejó una riqueza inmensa en ejemplos de buen hacer y de bondad extraordinaria.

Casi..., casi que me atrevería a decir que, mutatis mutandis, -al menos, en buena parte- bien se le podrían aplicar las palabras que pronunció Platón sobre Sócrates cuando éste fue condenado a muerte en el año 399 a. C., teniendo que beber la mortal cicuta: "así llegó a su fin nuestro amigo, el hombre más bueno, más justo y más sabio de todos cuantos conocimos".

Manuel García Balboa quizás fue 'sabio' -pienso yo- porque, igual que Sócrates, "sabía que no sabía nada" o que sabía muy poco. Y pienso que, como él, también fue condenado injustamente. Y, lo mismo que él, aunque no puso nada por escrito, sí dejó muchos dichos y muchos hechos de valor permanente.

Y, con emoción, esta 'sabiduría' se me antojó muy parecida a la que se refirió José Saramago en diciembre de 1998 en el discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el Premio Nobel de Literatura, cuando dijo: "el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir".

Saramago estaba hablando de su abuelo materno, Jerónimo Melrinho, quien vivió con su mujer Josefa Caixinha en la aldea portuguesa de Azinhaga, cuidando de media docena de cerdas y de sus crías, de cuya venta vivían.

Manuel García Balboa -'o papá de Mirce', como le llamábamos mi hermana Sira y yo- murió como un pajarito al comienzo de la primavera de 1966. Yo cursaba tercero de Teología en el Seminario de Lugo y, unos días antes de su fallecimiento, llamé por teléfono al médico que lo atendía, el bueno de don Eladio García Rodríguez, quien me informó de que su diagnóstico era que "estaba en las últimas".

En una sepultura que hay enfrente de la puerta principal de la iglesia de Moldes, bajo una fría y pesada lápida, fueron depositados sus restos mortales, junto a los de su mujer y los de sus padres. Pero, a pesar de estar bajo tierra y bajo una losa pesada, mi abuelo sigue vivo, pues, al menos, resucita y revive con frecuencia en mi recuerdo. Y, vivo, permanece en mi memoria.

El día de su entierro, sus vecinos de la parroquia y otros muchos de la comarca -muy tristes, compungidos y, nunca mejor dicho, con un silencio sepulcral- abarrotaron el templo y el cementerio que hay a su alrededor. Ya no cabía un alma más. Todos, pesarosos y agradecidos, quisieron estar presentes para despedirlo en su último viaje hacia El Más Allá.
Silva, Manuel
Silva, Manuel


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