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lunes, 03 de abril de 2023
Como las alas para los pájaros
(A mi amiga la morriña)

En una terraza del Paseo de la Castellana, en Madrid, me encontré, de casualidad, con Alberto Folladela, quien, -por saltar, a hurtadillas, la tapia del centro y dar un paseo nocturno por la ciudad- fue expulsado del Seminario en el que vivía en régimen de riguroso internado.

Folladela, que actualmente es un prestigioso profesor de Filosofía en una Universidad de Madrid, sufrió mucho en el Seminario a causa de las pesadas bromas que le gastaban sus compañeros -muy dados a poner motes- por las connotaciones sexuales de su apellido.

Me dijo que esa tarde del mes de junio se había escapado a la terraza de la cafetería para relajarse un poco, pues se encontraba agotado y de mal humor, debido a que había estado corrigiendo exámenes hasta bien entrada la madrugada y que, por la mañana, había discutido agriamente con su mujer y sus hijas -a las que adora- por una simple tontería.

Folladela -que vive muy a gusto en Madrid desde 1985, donde se siente integrado, respetado y hasta querido- me contó que, según van pasando los años, siente cada vez más y con mayor intensidad la necesidad de viajar con más frecuencia a Galicia. Por eso, aquella tarde de junio acariciaba con pasión y con morriña la idea de tomarse allí unos días o unos meses de descanso.

Porque allí -dijo-, a pesar de la desafortunada expulsión, está todavía el Seminario por el que siento aprecio y respeto, pues en él pasé tantas horas, días y años de mi adolescencia y juventud con alegrías y penas; con broncas y felicitaciones; con gritos y silencios; con meditaciones, frío en los huesos durante el invierno y cilicio en el muslo los viernes de cuaresma; con estupendos compañeros (la mayoría), y algunos que me hacían sufrir cuando me llamaban "Alberto, el casto" para reírse de mi apellido. Y eso, a pesar de que el Reglamento ordenaba a todos los internos, en su artículo 249, "usar palabras y maneras cristianas, llamando a los demás por sus nombres y apellidos".

Porque allí -y bajó de repente el tono de su voz, como para que no le oyeran los que estaban sentados en la mesa de al lado- no llegué a entender bien entonces la segunda parte de ese artículo, en el que se ordena amarse unos a otros, pero evitando "las amistades particulares, los juegos de mano, el escribirse esquelas, hacerse regalos, y el pasear siempre con los mismos".

Un compañero mayor me explicó tiempo después que con esa norma los Prefectos de disciplina pretendían combatir la homosexualidad o pecado contra naturam. Y lo que no entendí nunca fue el artículo 243, en el que se establecía llevar "corto el cabello, incluso por delante, y no partido en raya, ni peinado hacia arriba".

Porque allí -elevó de nuevo la voz- también me inyectaron mucha disciplina y empecé a estudiar los clásicos; aprendí algo de Latín y Griego, y un poco de solidaridad; descubrí que la vida es un viaje estupendo si sabemos conducirnos, y que el cielo y el infierno son mansiones que construimos cada día nosotros mismos aquí en la tierra con los ladrillos y el cemento de nuestras buenas o malas acciones.

Y quiero volver con frecuencia a Galicia -dijo con ternura trascendente- porque he de ver y compartir ratos de alegría con los (ya pocos) familiares y amigos que allí quedan; porque necesito visitar las tumbas de mis padres y experimentar cómo el amor por los seres queridos trasciende el tiempo y el espacio y da sentido a la idea de vida eterna. Y ver y tocar las piedras románicas de la iglesia en la que me enseñaron a hablar con Dios.

Porque necesito sentarme, igual que cuando era niño, en los valos de las leiras a las que mi padre abría las entrañas con el arado romano para sacarles un poco de pan. Y recordar como en los atardeceres, cuando sonaba la campana de la iglesia, interrumpía brevemente la faena, levantaba un poco la boina o el ala del sombrero y elevaba de la tierra al cielo una oración con el deseo de aliviar las penas de las ánimas que pudieran estar sufriendo en el Purgatorio. Hasta las vacas, uncidas al yugo y el arado, parecían sumarse a esta sagrada liturgia rural.

Porque necesito recorrer las corredoiras -ya quedan pocas, afortunadamente- que entonces estaban llenas de barro y por las que tantas veces, niño pastor, afalei a las vacas para llevarlas a pacer en los prados.

Porque necesito ver los carreiros por los que tanto corrí conduciendo un aro de hierro. Porque necesito caminar de puntillas por las currupias en las que tantos vecinos dejamos tantos excrementos.

Porque necesito contemplar las ruinas del molino comunal de la parroquia al que me gustaba acompañar a mi padre para observar cómo molía el maíz, el trigo o el centeno con el que luego coceríamos el pan para toda la semana.

Porque necesito ir a la ermita en la que hay una Cruz que, según creencia de los vecinos, concede casi siempre lo que se le pide, y a la que mi madre accedía de rodillas desde el lugar en que la divisaba, con el fin de implorar salud y suerte para sus hijos.

Y es que Galicia -concluyó Folladela con voz firme y mirada severa- se ha convertido para mí en una necesidad tan absoluta como necesarias son las alas para los pájaros, el agua para los peces o el amor para los enamorados.
Silva, Manuel
Silva, Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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