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Lluvia

jueves, 30 de marzo de 2023
Dedicado a la entrañable poetisa Rosalía de Castro, quien siempre procuró, a través
de sus versos, alimentar una esperanza, un deseo, un apego eterno a mi tierra natal, nosa terra.

"Como chove miudiño, como miudiño chove...", así comienza una de las poesías más conocidas de una extraordinaria mujer, Rosalía de Castro.
El dieciocho de octubre llegué a Lugo, buscando la lluvia. Sabía que los lucenses habían disfrutado de un largo veroño -esa especie de nueva estación que, terminado el verano, en Galicia continúa con inusuales temperaturas veraniegas hasta bien avanzado el mes de octubre y algún año, aún más cálido todavía y éste lo es, hasta principios del mes de noviembre-. Un otoño veraniego le llaman otros.
Me acabo de levantar a una hora inusual para mí, las nueve de la mañana, después de un largo descanso pues, ayer a las once de la noche, minuto arriba minuto abajo, me abordó el sueño. Tal dicha -pregunten si lo es o no a los que padecen de insomnio-, me ocurre siempre, independientemente del autor o autora que esté leyendo en ese preciso instante-. Me declaro un lector empedernido y anoche disfrutaba con la narrativa de Antonio Muñoz Molina y su peculiar visión sobre la pandemia y la pérdida de memoria en un entrañable registro sobre su familia y el paso del tiempo -me agrada saber que él y yo compartimos una venerable admiración por don Benito Pérez Galdós-. Considero esas lecturas verpertinas -no más de media hora-, la mejor manera de culminar el día esperando la llegada de Morfeo.
El caso es que, en mi despertar, me sorprendo con el sonido de la lluvia.
No es el chipi-chipi de una lluvia menuda y pasajera, tampoco una lluvia a jarros, de esas que unidas a un aparatosa escenificación de rayos y truenos, golpean con la fuerza de un cuento de miedo transportándome a recuerdos infantiles bajo las mantas. No, se trata de una lluvia serena y constante de las que, de seguir las predicciones realizadas, se mantendrá durante todo el día y, en el mejor de los casos, durante varios días seguidos. Así lo anuncia la Agencia Estatal de Meteorología, pero yo, como buen gallego, le añado un "xa veremos", una especie de interrogante narrada que oculta muchas veces una razón constatada una y otra vez, pues el rigor categórico de un aserto no siempre conduce a la verificación del mismo. De ahí ese indefinido tiempo verbal que tanto nos gusta y con el que contestamos muchas interrogantes: depende.
Mientras observo el agua correr rauda por el suelo del patio en busca del sumidero, una sonrisa plena de satisfacción ilumina mi rostro. No es de extrañar pues es más que justificable su presencia. Múltiples razones que esconden un sinfín de emociones y vivencias añoradas.
La razón más importante no es banal, se trata de la importancia de su presencia para mantener la vida y el paisaje en esta entrañable tierra del norte peninsular. No es baladí que la lluvia procure el líquido elemento necesario a las arterias que hacen de este rincón perdido entre un océano, un mar y una sucesión de montañas, un escenario único.
Las arterias son los ríos y cada uno de los riachuelos que los alimentan son los capilares sanguíneos de un cuerpo vivo llamado Galicia que necesita el abasto de nutrientes que, con el agua, fertilicen sus tierras, recarguen sus acuíferos, rebroten de nuevo sus fuentes, mermados sus caudales por el largo estiaje.
Es curioso, me veo obligado a precisar la hora pues la escasa luz diurna no me la revela y necesito confirmarla al pie de la pantalla del ordenador. Ayer, a esta misma hora, me encontraba en la isla de Gran Canaria, en la playa teldense que, día tras día, observa mi amanecer. Había madrugado, como siempre, aunque nunca consideré tal hora una hora impropia, justificable por un problema de insomnio o imposibilidad de descanso, sino un hábito adquirido durante toda una vida. A las seis y media de la mañana, pocas veces a las siete, me encontraba despierto desde mis tiempos de estudiante -reconozco que para mí nunca hubo mejores horas para estudiar, despejado y descansado como se encuentra uno-. De igual modo sucedió durante mis tiempos de docencia -es cierto que no recuerdo corregir exámenes ni trabajos de aula a dichas horas, pero todos los proyectos creativos que he desarrollado en ese periodo de mi vida siempre surgieron al albor de la mañana-, y en mi tiempo de ahora, el que defino orgulloso como período de aprendiz de escritor y viajero -viajero me siento aunque el destino de mi viaje sea la cima de un cono volcánico en mi isla o la búsqueda de los nacientes de un barranco-, las seis y media de la mañana me encuentran levantado.
Pero déjenme regresar al momento actual, es decir, al día de hoy. Me levanté muy descansado -diez horas en la cama sumergido en un sueño profundo y reparador, algo impensable para mi cuerpo que nunca necesitó más de ocho horas de sueño-, con ganas de practicar una de las rutinas de mi vida insular: calzarme las botas de montaña, coger la mochila y un poco de agua y salir a caminar. Imposible, algo había cambiado. Algo no, todo. El escenario, las sensaciones, los sonidos, las imágenes...
El escenario en que me encuentro es único, capaz de provocarme emociones sin límite. Emociones y recuerdos. Se trata de mi casa natal. ¡Qué les voy a contar a ustedes de las sensaciones que provoca su encuentro, sobre todo cuando la ausencia a ese espacio que te vio nacer ha sido larga, muy larga! Desde estas líneas les animo a sumergirse en sus primeros recuerdos, a regresar aunque sólo sea desde la imaginación, a ese espacio entrañable y familiar. En mi caso, se habían trocado los sonidos del mar, con sus olas mansas llegando a la playa de Salinetas, muy suaves estos últimos días como besándola con cariño, humedeciendo el corazón de volcán de sus arenas y los minúsculos vestigios de organismos que algún día estuvieron vivos, por un escenario visual diferente. Un paisaje urbano gris, cargado de lluvia, donde la pesadez del cielo profundamente nuboso sólo era rasgada por esporádicas pero nutridas bandadas de pájaros oscuros, de diverso tamaño.
Lo observé durante largos minutos, reconociendo que era el paisaje que me había acompañado en mis dos primeras décadas de vida -aquel período dedicado a mi encuentro con los estudios y el conocimiento a través del colegio, del instituto y la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, pues así se llamaba entonces el lugar donde se forjaban y formaban profesoras y profesores de Educación General Básica hasta esa fecha (Ley General de Educación de 1970), antes llamados maestros y formados en las Escuelas de Magisterio y mucho antes, desde mediados del siglo XIX, Escuelas Normales de Maestros de Lugo. El tiempo pasa, inexorablemente y en la actualidad son las Facultades de Formación del Profesorado quienes forman universitarios para desarrollar idéntica función.
La observación no puedo realizarla de mejor manera ni en un lugar más adecuado: una galería acristalada que tiene su continuidad en un pequeño patio. Esta galería, que les muestro en la foto adjunta, se convierte a primera hora de la mañana en mi ventana al mundo desde el ordenador.
Sobre mi cabeza, evitando la lluvia pero sintiendo su esperanzador sonido, un techo de plástico ondulado y bien impermeabilizado donde las sempiternas gotas golpean con fuerza y monotonía.
Cierro los ojos y escucho durante varios minutos su sonido, un sonido tan familiar. Luego observo el paisaje exterior, tras la cristalera. El cielo se presenta oscuro, de un gris azulado. No se observan nubes aisladas, al contrario, es un cielo compacto, como si una inmensa nube lo ocupara todo, una enorme masa de agua acaparando todo el horizonte visual. Y así es, sobre mi cabeza en el exterior de la galería se encuentra un cielo cargado de agua, de mucha agua y, en este preciso momento -son ya las diez y media de la mañana- sigue descargando, de una manera serena y continua. La ausencia de viento y el color del cielo que recuerda las masas de agua en los océanos, presagian lluvia todo el día, una jornada en que salir de casa se convertirá en una aventura pasada por agua y supondrá, por mucha fe que les mueva a proseguir la senda, un incómodo calvario para los cientos de peregrinos que están realizando el Camino de Santiago -por cierto, tengo curiosidad por conocer, finalizado el año, la cifra exacta de peregrinos oficiales registrados en Santiago, a los que habrá que sumar varios miles más, aquellos peregrinos y viajeros que arriban con el mismo fin, visitar Santiago, la catedral, el apóstol, sin sentir la necesidad de acudir a las oficinas de registro del Jubileo, pues tengo la corazonada de que vamos a asistir a una cifra histórica de visitantes-. La lluvia invita también a disfrutar de un placer único. Una vez terminado este artículo saldré a la calle en busca de un humeante café. Caminaré bajo el paraguas, en busca de una de esas cafeterías donde, varios metros antes de llegar al local, percibes los aromas del café recién hecho, los inconfundibles efluvios que invaden la calle invitándote a entrar y degustar, plácidamente un buen café. Una vez dentro, sentado confortablemente en una buena silla, disfrutar del placer de la lectura con los diarios matinales. La Voz de Galicia primero, luego El Progreso, ambos periódicos de la Comunidad, que me acercarán al discurrir de personas por estos lares, a sus cuitas y pasiones, a sus diatribas sociales, históricas, culturales, políticas. Mientras, a tu lado, el humeante café espera proporcionarte, sorbo a sorbo, un placer sin límites.
Sé también que, en el camino de casa a la cafetería, habré rememorado lo que tantos días sentí yendo al colegio, firmemente asido a la mano de mi madre, y es la fortaleza y constancia del agua, de esa agua que he sufrido muchas veces acompañada de viento y para la que no existe paraguas alguno que pueda protegerte. Quisiera o no, mojaba la parte baja de mis pantalones, mis zapatos y calcetines, enfriaba mis pies y humedecía mis piernas. Otras veces, la lluvia acudía acompañada de nieve, otras era el granizo su fría compañera y en ambos casos sentía como se enrojecían y congelaban las manos. Era entonces cuando aflojaba con una mano un poco la bufanda y descubriendo apenas los labios, soplaba para hacerles llegar un poco de calor. Aquellas lluvias, acompañadas de gélido frío, un frío cortante capaz de anular las sensaciones propias de pies y manos dejándolos insensibles, te provocaban recelo y miedo pues acudían a tu mente imágenes de infortunados montañeros confirmándote que la congelación de las extremidades era un hecho real, que la habían sufrido muchos de ellos en casos de frío extremo. Tales pensamientos se quedaban en simples elucubraciones pues, al llegar al centro escolar, todos los alumnos sacudíamos los pies con firmeza, pateábamos el suelo hasta conseguir que entraran en calor. Las manos las frotábamos hasta que agradables sensaciones térmicas volvían a recorrerlas. Aun así, en las primeras horas de la mañana -no había entonces calefacción en los centros- el lápiz o el bolígrafo se nos caían de las manos a la hora de escribir. Torpes aún, los músculos de sus dedos se negaban a sostenerlo y de hacerlo, la escritura resultante distaba mucho de gozar de una caligrafía legible.
Pero hoy no hace frío, el cambio climático ha aportado a esta tierra lucense de la Galicia interior, una agradable temperatura otoñal de unos quince grados. No necesité de un café caliente al levantarme -lo tomaré luego-, ni de un desayuno capaz de reactivar la energía corporal. Sólo tengo el ordenador frente a mí, un poco de fruta fresca y la lluvia fuera.
Cruza el cielo una bandada de estorninos. Un nutrido grupo de un centenar de individuos. Procede de uno de los parques cercanos donde se encuentran sus echaderos nocturnos sobre el ramaje de árboles centenarios, Van en busca de comida. Este grupo de estorninos negros y pintos sólo son una pequeña bandada de aves pues decenas de miles ocupan los parques al anochecer. El caso es que los munícipes de esta ciudad lucense y una parte de sus habitantes consideran que tal cantidad es más propia de una plaga alada que de una población acorde a los recursos alimenticios del entorno y, como tal, debe erradicarse. Música y potentes focos lumínicos durante su descanso nocturno y la presencia de aves rapaces formaron parte de los métodos más recientes y menos drásticos para ahuyentar las aves derivándolas a los campos y arboledas situados en las inmediaciones de la ciudad. Pero estos pájaros gregarios son aves de costumbres y cuando el ser humano da por hecho que ha cambiado los hábitos de los estorninos, cornejas, grajas, urracas y otros córvidos, y abandona las medidas de disuasión, de un modo progresivo y continuo, la mayoría de esas aves vuelven a sus lugares de siempre y recuperan sus habituales querencias: los parques municipales.
A su paso la lluvia no cesa, pero vuelan igualmente pues están hechos a este clima que les es propio.
Una silueta negra se posa ahora en la rama de una hiedra que decora el pequeño jardín del patio familiar. Se trata de la silueta recortada de un pájaro pequeño. En sus alas una franja blanquecina las cruza transversalmente, su cola presenta una coloración rojiza oscura, semejando la tonalidad de una vieja teja. Se trata de un colirrojo tizón, un ave abundante que observo habitualmente en todo el litoral de la costa gallega y que, ahora, justo ahora, está ahí, curioso y expectante, escrutándome con sus ojos negros, sus brillantes ojos que juraría son minúsculas esferas de azabache.
Por su plumaje resbala la lluvia, gotas de agua que se deslizan sin mojar su cuerpo gracias al hermoso proceder de sus alas impermeables. También el colirrojo está acostumbrado a este tiempo lluvioso. Es curioso su comportamiento. Inquieto, mueve repetidas veces la cola, pienso yo erróneamente en un movimiento compulsivo y al terminar flexiona sus patas como si fuera a agacharse. Luego se queda quieto, apenas un par de segundos, para, a continuación, repetir la misma pauta de comportamiento. No hay inquietud alguna del ave en esta teatralidad, un ornitólogo nos aseguraría que forma parte de un ritual propio.
Pasamos varios minutos observándonos, yo embelesado por la curiosa exhibición escénica, pues de eso van los llamativos movimientos de este macho de colirrojo tizón, y él sin perderme de vista, con sus vivos ojos pendientes de cualquier movimiento de mi cuerpo, presto a huir si es preciso.
De repente levanta el vuelo dirigiéndose a mí, que lo estoy observando a escasos dos metros de él. Entre él y yo, la galería acristalada. Es posible que le atraiga la luz del ordenador, mi ropa, mi persona. No puedo negar que me encuentro en su territorio, pues sé que esta pasada primavera anidó su pareja junto a mi casa, bajo las tejas de un alpendre abandonado. Tiene curiosidad, pues no es habitual observar persona alguna en esta galería, aproxima su vuelo, pero se detiene a tiempo, justo antes de impactar con alguno de los cristales que forman la invisible cristalera. Tal vez le alertó la presencia de minúsculas gotitas que alfombran los cristales confiriéndoles un relieve propio de un escenario lluvioso. Giró a tiempo, muy cerca del cristal y se alejó raudo.
Vuelvo a la mesa y sigo escribiendo. La lluvia sigue golpeando con fuerza los cristales. Corre el agua por el canalón del techo. Respiro hondo. Es esta la imagen que recuerdo de la Galicia de mi niñez. Regresan de nuevo a mi memoria las entrañables palabras cargadas de saudade de Rosalía:
"Como chove miudiño, como miudiño chove;
pola banda de Laíño, pola banda de Lestrove".

esta vez musicados por el cantautor Amancio Prada. Su voz y su guitarra me transportan a tan entrañables tierras coruñesas. Y yo dejo aquí el ordenador para salir a la calle en busca del ansiado café.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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