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Paseos junto al mar

miércoles, 01 de marzo de 2023
Dedicado a mi queridísima hermana María Jesús Espiño Meilán, "Chus" para sus amigas y amigos, de quien aprendí, a través de múltiples paseos junto al mar, técnicas de relajación, ejercicios de elasticidad y fortalecimiento muscular, control en el ritmo respiratorio, mejoras en el arte del caminar aderezado todo ello con una filosofía de vida que la hace invulnerable a desánimos y desalientos. Gracias hermana.

En este preciso momento me encuentro frente "O Castelo da Lousa". El Castillo de la Pizarra en castellano, así se conoce popularmente un promontorio rocoso, de superficie plana y estructura pizarrosa que soporta como puede el eterno embate del Cantábrico, sirviendo de atalaya para la pesca a una decena de cormoranes grandes (Phalacrocorax carbo), aves marinas buceadoras, habitantes de toda la costa cantábrica y que, ocasionalmente, observamos algún ejemplar en nuestra isla de Gran Canaria (presencia esporádica).

Registro ocho ejemplares a la vista, seguramente haya alguno más en la cara del roquedal expuesta al mar. Muchos están oreándose, es decir, secando su plumaje al sol, tras margullar -bucear- en busca de los peces que les sirvieron de alimento.
Vengo de realizar un agradable pateo por la costa focense, un paseo sobre pizarra, granito y madera que me mantienen siempre al lado del mar, bordeando acantilados, cruzando extensas playas sin afectar a sus ecosistemas dunares, sorteando humedales, salvando espectaculares entrantes marinos sobre pasarelas y puentes de madera y atravesando pinares cuyas raíces se entierran en los arenales de la costa.

Sé que es un viaje de ida y vuelta pues mi intención es regresar a casa, a esa casa familiar donde mi madre – a una semana de cumplir noventa y dos años-, espera mi llegada para desayunar juntos, bajar a la playa y jugar a las cartas.
Son entrañables placeres de importancia suma, que se nos escapan inconscientemente como el agua de las manos. Entrañable lector, si aún estás a tiempo, disfruta de tus padres y de tus seres queridos, el tiempo transcurre inexorablemente y de pronto, un día cualquiera, la naturaleza cumple con su mandato inexorable y todo ese cúmulo de palabras pendientes, de risas y proyectos, de juegos y paseos desaparecen para siempre. Todos sabemos que forma parte de la vida, pero también forma parte de la vida acercarse junto a ellos y vivirlos. Vivirlos y que te vivan.

Donde me encuentro, frente al "Castelo da Lousa", se observa en primer plano, imponente, el Castelo de Secundino. No es más que otro roquedo enorme, impresionante, que me recuerda la espectacular belleza de una playa cercana, mundialmente conocida, apenas a diez kilómetros de donde estoy ahora, la famosa playa de Las Catedrales. Allí son arcos y contrafuertes, islas rocosas solitarias ancladas en un mar de arena, lagunas interiores de agua salada, cuevas y galerías quienes sorprenden al ser humano que las visita, recordándole que también él, está sujeto a las leyes de la naturaleza. Creación y destrucción, vida y muerte. Algo que deberíamos recordar más a menudo pues, el daño infligido a cada uno de sus ecosistemas y a las condiciones propias de un planeta vivo y diverso, revierte siempre en nosotros, los seres humanos, bien sea de un modo directo o indirecto.

Aquí, en la costa focense, O Castelo de Secundino es un roque en el mar. Las aguas que lo rodean son poco profundas, limpias y transparentes. Se observan con absoluta nitidez las correas, cintas o espagueti de mar -todas estas denominaciones recibe, aunque para la gente de la Mariña lucense sea correas el nombre con el que las identifica (Himanthalia elongata), unas algas largas y correosas de coloración parduzca y amarillenta meciéndose al ritmo de las corrientes, que sirven de refugio a varias especies marinas y sus alevines, ocultando a nuestra vista el sustrato arenoso.
Estoy sentado sobre un prisma cuadrangular de estructura granítica en posición horizontal, a modo de banco, ubicado en el lugar para descanso de los paseantes y que es uno más de la serie de bancos semejantes distribuidos cara al mar por toda la costafocense. Forma parte de las dotaciones con que cuenta el paseo marítimo y ejerce de frontera entre la seguridad del camino y el peligro del acantilado. De amplia superficie, puedo sentarme cómodamente y observar. Sobre el Castelo anidan, año tras año, varias parejas de una especie de bulliciosa y ruidosa gaviota. Se trata de la gaviota patiamarilla (Larus michahelis), una gaviota de amplia distribución que anida en todo el litoral peninsular y en nuestras islas -la subespecie presente y abundante en Canarias es Larus michahelis atlantis-. Aquí, en el Castelo de Secundino, sus polluelos hace varios días que están preparados para volar. Aún sus padres les aportan pescados que se procuran en las inmediaciones del puerto, en los descartes de los barcos de pesca o en la lonja cuando llegan de faenar. Los polluelos juegan con los peces, algunos aún con movimientos compulsivos, propios de sus últimos estertores agónicos. Con el pico los golpean contra el suelo hasta dejarlos inermes. No hay crueldad en tales actos pues es ésta una valoración exclusivamente humana, muy al contrario, forma parte de las enseñanzas que les transmiten las gaviotas adultas a sus pollos volanderos para asegurarse el alimento. Así es la vida de unos seres alados cuyo objetivo no es otro que desarrollar su ciclo vital de la forma más completa: nacer, crecer, alimentarse, reproducirse y morir, sin dejar a lo largo de este período, lastrado el entorno en el que habitan.

Todo lo que producen sus cuerpos es orgánico: plumas, excrementos, cuerpo en descomposición, restos de alimentos... y como tales se incorporan al medio como valiosos compuestos dadores de vida.
Observo a mi espalda y decenas de casas y edificios ocupan un espacio cada vez mayor en la costa. Sé que la mayoría, es posible que más de un ochenta por ciento, son viviendas de vacaciones, es decir, segundas viviendas que durante gran parte del año hacen eso justamente, ocupar un espacio. Junto a ellas, largas hilera de contenedores ubicados para recibir las basuras de toda la población contenida en tantos edificios. Todos sabemos que gran parte de esos residuos no podrán incorporarse a la tierra para formar parte de ella como nutrientes pues fueron generados por los seres humanos y una de sus características es precisamente ser casi indestructibles. Hablamos de los plásticos, amplia gama de productos artificiales cuyo volumen anda próximo a los dos tercios de la basura diaria. Otra parte importante es el vidrio, ambos elementos generados por el ser humano y que la naturaleza se ve incapacitada para transformar en materia asimilable y por consiguiente inútiles y perjudiciales para los organismos que la habitan.

Devuelvo la mirada a los roquedos y al mar y pienso que, década tras década, seguramente siglo tras siglo, las gaviotas ocuparon el cantil, anidaron en él, defendieron con sus estridentes chillidos y vuelos rasantes a sus polluelos y su territorio y desaparecieron para que otras gaviotas -posiblemente sus crías y los descendientes de sus crías-, ocuparan el cantil de nuevo para repetir año tras año el ciclo de la vida.

Y observo el cantil y sigue igual que cuando lo conocí, hace ahora cincuenta años y pienso que, igual que hace un centenar de años, tal vez milenios. Si acaso habrá sido erosionado unos centímetros más en la línea de abrasión donde el mar embate con fuerza contra la roca. Nada más, el resto es naturaleza pura, con sus plantas coronando su cima como siempre, con sus algas y líquenes fijados a la roca, allí donde la maresía más le azota. Por más que observo el cantil no lo encuentro mancillado, roto, horadado por maquinas infernales que jamás devuelven los perfiles originales, ni contaminado por petróleo, ni arrasado por bombas, ni...

Entenderán pues, estimados lectores, porqué considero a la especie humana, mi especie, no sólo la especie más dañina del planeta sino la menos evolucionada. Les puede parecer exagerada tal afirmación, pero sólo piensen un instante en esta pregunta: ¿es inteligente un ser vivo que ensucia el agua que bebe, que contamina el aire que respira, que manipula y envenena con pesticidas los alimentos que consume? Ustedes mismos obtendrán la respuesta adecuada.

Vuelvo al momento zen y a un cúmulo de recuerdos. Acaba de celebrarse en Viveiro la primera Feria del Libro de la Mariña lucense, es decir de la costa de Lugo. Fue el pistoletazo de salida para una serie de Ferias del Libro que se vienen desarrollando y se desarrollarán a lo largo de toda la costa y del verano. Yo estaré en varias de ellas. La razón es la publicación de mi último libro: "O segredo dos trasnos" editado en lengua vernácula por la Diputación Provincial y que podríamos traducir por "El secreto de los duendes". La novela está escenificada en esta costa cantábrica y su trama argumental transcurre en las playas paradisíacas de la Mariña lucense.

Presentada en abril en la Casa de Galicia de las Palmas de Gran Canaria con motivo del Día del Libro, y posteriormente en junio, en la biblioteca de Arnao en el municipio teldense, con motivo del Día Mundial del Medio Ambiente, es en esta costa donde este canto literario a la naturaleza y a la vida cobra toda su dimensión.

Es a este Shangri-La, un lugar que existe realmente, lejos de la imagen de lugar mítico y ficticio ideado por James Hilton en su novela "Horizontes perdidos", al que clamo para su protección. En plena canícula veraniega, durante el mes de julio, cuando España ardía por los cuatro costados, Foz, Viveiro, Ribadeo; San Miguel de Reinante, Barreiros, Xove, Ortigueira... y todas y cada una de las playas que estos municipios atesoran y lucen con orgullo, a lo largo de esta costa lucense, amanecían con catorce o dieciséis grados de temperatura, el cielo cubierto de nubes, la frescura procedente del océano y una sensación térmica, al atardecer, de unos doce-catorce grados. Las máximas del día eran veinticuatro-veintiséis grados, temperaturas holgadamente soportables si además están suavizadas por el frescor del Cantábrico, muy lejos de los cuarenta y tantos que padecían, más mal que bien, los habitantes del suroeste peninsular, la planicie castellana, territorios aragoneses y catalanes y gran parte de esta piel de toro cada vez más seca y recalentada.
Sinceramente les confieso que, año tras año, esta franja escondida en el norte de Iberia es un bálsamo veraniego ante tanto calor.

Dejo los roques y regreso a casa. Miro a lontananza pues sé que en ambas direcciones esta senda forma parte del Camino natural de la Ruta del Cantábrico, una ruta que ambiciona unir Fisterra con Hondarribia a pie. Más de ochocientos kilómetros que cuentan con múltiples sendas pertenecientes a la red de Caminos Naturales y que animan a los amantes del senderismo a recorrer este litoral de costa a costa.
No muy lejos de donde me encuentro se escucha el inconfundible son de una gaita gallega. Me detengo unos minutos y, con la imagen del gaiteiro en mi mente, escucho los acordes de una muiñeira muy especial, la popular muiñeira de Chantada, indiscutible pieza de la música tradicional gallega. No necesito verlo para reconocer la imagen de la persona que la está interpretando. Es un hombre mayor, emigrante en Suiza, que todas las mañanas de sus cortas vacaciones, con los primeros albores del día, baja hasta las rocas que bordean los acantilados pizarrosos de As Figueiras y, cara al Cantábrico, hace sonar su gaita. Hay melancolía en sus notas y mucha morriña. Morriña que también yo siento. Son muchos los recuerdos. Siempre me emocionó esta pieza musical que nunca he dejado de escuchar. Alabo la interpretación que de ella hicieron Carlos Núñez y los Chieftains pero cuando escuchas un numeroso grupo de gaiteiros interpretándola al unísono, no hay color y las emociones alcanzan su máxima expresión. La he visto cantar y la he visto bailar. Popularizada, al parecer, por el mítico gaitero Avelino Cachafeiro, de Soutelo de Montes, los sentidos acordes que me llegan de las rocas me emocionan aún más, si cabe.

Cierro los ojos y en mi memoria los años se acumulan formando décadas y, como en una máquina del tiempo, observo a mi padre, esperándome en este mismo paseo y en este mismo banco, descansando al sol, calentando sus octogenarios huesos, con la sonrisa manifiesta de la bonhomía y la satisfacción del trabajo de toda una vida bien hecho. Yo acabo de llegar de Gran Canaria, tras un año de intenso trabajo docente. Me siento junto a él. Aún escucho sus palabras:

• ¿Qué tal el viaje? Tu madre está en la playa. Le gusta el sol más que a los lagartos.
Sonríe. Maruja -su mujer-, ha sido su vida, su timón, su alegría de vivir. La razón de su pasión y su entrega desmedida.
Respiro hondo ante una ausencia tan sentida. Abro los ojos y un centenar de gaviotas sobrevuela la playa de A Rapadoira, la primera bandera azul que Europa concedió a una playa gallega. Elevo la vista hacia una ventana familiar. En ella, asomada apenas, me recibe la alegría personificada de un rostro querido: mi madre. Dentro de una semana, el veintiocho de agosto, cumple noventa y dos años. Lo celebraremos como todos los años, como le gusta a ella, en un restaurante popular de su querida playa, con mejillones, navajas, zamburiñas, pulpo a la gallega, churrasco de cerdo y de ternera. Todo un homenaje gastronómico a los productos gallegos. Mar y tierra. Costas bravas que defienden su vida salvaje a ultranza y cobran su tributo, de cuando en cuando, en vidas humanas, pastos verdes que hacen de las carnes así alimentadas un producto sin igual. Comida sencilla y popular, alejada de los platos estrella de carnes y mariscos. Albariño para los que les gusta el vino blanco, Mencía para los que nos enamoran los tintos. Es una comida variada, da la impresión que copiosa, pero ella, mi madre, la disfruta comiendo como el que más. No hay problemas de estómago cuando las alegrías de una puntual celebración se conjugan con la sobriedad del día a día. Luego vendrán los paseos de la mañana y de la tarde que, desde niña, siempre ha realizado. Unas veces por obligación, en aquellos difíciles tiempos de la postguerra, otros más recientes por salud y entretenimiento. Saludables hábitos de una senectud que practica con la sonrisa de una adolescente. La tarta con dos números mágicos: el nueve y el dos. Una canción recorre el restaurante pues la complicidad en las celebraciones rompe distancias inexistentes.

- Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz... te deseamos María…. Cumpleaños feeeeeliz.
Los comensales de las diferentes mesas, desconocidos todos, aplauden a la homenajeada.

María piensa un deseo, siempre es el mismo y es recurrente. No lo manifiesta pues la tradición obliga a guardarlo en secreto. Pero hablan sus ojos, aunque calle su boca y mi hermana y yo sabemos que su deseo es muy simple, que sus hijos el próximo cumpleaños vuelvan a estar aquí, sentados a la mesa junto a ella, riendo y celebrando un nuevo cumpleaños feliz. Sopla las velas y resuena un aplauso general.
Jamás lo olvides, estimado lector, disfruta de esos momentos únicos. La vida no se detiene ni siquiera un instante.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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