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El romance (Segunda parte)

jueves, 23 de febrero de 2023
Los fines de semana salían de excursión con sus tíos y parientes a diferentes lugares de los alrededores y siempre juntos como una sólida pareja. En otra espectacular jornada soleada se acercaron al río Futaleufú, más abajo de los rápidos, que por la anchura se conocía como río Grande. Con mucho caudal proveniente del deshielo, la ignorante pareja casi se infarta al cruzarlo con el agua por encima de la rodilla. Llevó un tiempecito recuperar la sensibilidad de las piernas. Después se acostumbraron a escaparse solos al lago Futalaufquen, con unos sándwiches y el mate cocido, y pasaban horas en la orilla del lago caminando y mimándose.

Otras veces exploraban algún arroyo que alguien había recomendado, porque se pescaban buenas truchas, y donde el subdirector se inició en el arte de la pesca con señuelo (en todo el parque nacional y la reserva adyacente estaba prohibida la pesca con carnada).Con un anzuelo, una "cucharita", una lata de durazno como reel y un rollo de tanza, armó un artilugio casero muy extendido en la zona. Jamás pescó una trucha, pero pasaron momentos inolvidables. Al enterarse que se podían cazar avutardas y liebres, se compraron una carabina y salieron a pegar tiros. La única pieza que consiguieron fue una liebre, que decidió suicidarse al no poder librarse de un lazo de alambre. Pero disfrutaron del campo, los paisajes y los atardeceres patagónicos.

Un sábado lo pasaron recorriendo los conocidos rápidos del río Futaleufú, condenados a desaparecer cuando se terminara el dique que se construía a unos kilómetros. El coche ya estaba provisto de un artefacto de alambre y con unos dobles cristales, que permitía transitar por los caminos de ripio con seguridad, ya que protegía el parabrisas de la piedras lanzadas por los otros vehículos.

La provincia del Chubut había recibido un fuerte inmigración galesa, motivo por el cual abundaban los apellidos de ese origen y los pelirrojos pecosos. A pocos kilómetros al sur de Esquel, un pequeño pueblo, Trevelin, era unos de los asentamientos fundados por esos colonos. Además de varias casas típicas y un molino muy bien conservado, varias familias ofrecían el famoso té galés en sus salones abiertos al público. En una de las tres mesas preparadas se sentó la pareja una tarde poco soleada y degustaron, tetera de por medio, un montón de tortas caseras distintas, incluida la famosísima "torta negra". Separados por la mesa y los platitos que se fueron vaciando uno a uno, pasaron horas. No les faltaba nunca tema de conversación.

Una noche, buscando un lugar tranquilo para contarse cosas, pararon en un calle oscura, sin ninguna ventana iluminada a la vista. Se encontraban en animada conversación cuando fueron encandilados por unas fuertes luces. El doctorcito le hizo guiños con las luces largas para que bajaran la luz. No sólo no la bajaron, sino que esos dos reflectores se pararon a medio metro frente a ellos, encegueciéndolos. Oyó que unas de las sombras que se movían alrededor del coche gritó "¡Documentación!". Se encontraban rodeados por militares que les apuntaban. Mostró documentos, dijo quién era, le preguntaron que hacía ahí, si no sabía que era zona militar y estaba prohibido estacionar. "No, perdone oficial, no me di cuenta, buscamos un lugar tranquilo". "¿Y por qué no se va a un hotel?". Habían estacionado en el costado del regimiento y estaba todo el país en alarma militar por los frecuentes ataques de la guerrilla.

Otra tarde volvían de asustar liebres por la avenida Ameghino en el momento de ponerse el sol, cuando se encandiló y se comió la valla que cerraba el carril frente a la cárcel, segundos antes que prendieran las luces que advertían del obstáculo.

Salieron unos milicos armados, lo hicieron entrar en la oficina de guardia mientras ella esperaba asustada en el coche. Se identificó, llamaron por teléfono al superior para preguntar qué hacían con ese pelotudo medio ciego y, en vista del cargo, lo dejaron ir con la recomendación de visitar una óptica.

Pegado a la ciudad se situaba un monte cuyo camino de subida en zigzag, "La Zeta", se veía claramente. Subiendo por esa ruta se llegaba a la interesante laguna del mismo nombre, donde se podía observar la fauna local. Al regresar por la tarde descubrieron que, del borde de la meseta, se tenía una vista espectacular de la ciudad. Se detuvieron para contemplarla.

Cuando empezó a oscurecer llegaron varios coches que se estacionaron cerca pero sin molestar. Era la "villa cariño". Volvieron muchas veces a ese romántico observatorio. Ya en lo alto, estacionaban mirando Esquel desde arriba, aseguraban las ruedas con una piedras adecuadas, ya que algún movimiento incontrolado podría hacer saltar el cambio y el freno de mano no inspiraba suficiente confianza a esa altura. El amplio parabrisas del coche se convertía en un pantalla donde el paisaje se transformaba lentamente. El Nahuel Pan se vestía de dorado, luego de rosado y pasaba finalmente al violeta, la oscuridad iba imponiéndose, se encendían las primeras luces, aparecían las estrellas y los dos, abrazados, se fundían en besos.

Como él llevaba la iniciativa decidió no apurar los tiempos. Se sentaría debajo del árbol, extendería las manos y esperaría paciente a que la fruta cayera. No tenía prisa, tenía todo el tiempo del mundo. A sus veintisiete años sabía muy bien que esos momentos eran únicos, jamás se repetirían. ¿Por qué acortarlos entonces? ¿por qué atragantarse con una fruta verde si podría saborearla madura? Aguantaría toda el hambre del universo, pero ese placer no se lo iba a quitar nadie. Los momentos que viviría esos meses con ella serían inolvidables. Pura poesía. El mundo entero estaba dentro de ese R6. La vida, las ilusiones, las dudas, el descubrimiento mutuo, pero sobre todo, amor y felicidad.

Cuando concluyó la temporada turística, muchos alojamientos volvían a estar disponibles para los residentes hasta el próximo verano. En el hospital le comentaron que podría mudarse a uno de los bungalows que poseía un matrimonio conocido. Estaba situado a unas cuadras del trabajo. El matrimonio resultó ser simpático y amable, y le ofrecieron una de las cuatro habitaciones construidas al fondo de la casa. Cada par compartía un baño, situado entre las respectivas puertas y había agua caliente y buena calefacción. Frente a él viviría una joven asistente social, soltera, rubia, de pelito corto, excelente piba. En el jardín tenía sitio para estacionar el coche. La pieza, pequeña, disponía de una cama individual, una mesa, un estante para los libros y una silla. No hacía falta más. El Residencial Al Sol sería su hogar durante varios meses, y no tendrían que seguir dando vueltas en una ciudad militarizada para contarse cositas.

Una noche fría y ventosa, al no encontrar una mesa libre en el mesón, ella sugirió ir a leer a su habitación, bien calentita. Estuvieron tan cómodos esa noche, que las siguientes la pasaba a buscar por lo de sus tíos y ella, portando un termo lleno de mate cocido y adecuada lectura, lo acompañaba hasta el residencial.

Andrés Montesanto. Fragmento de "Buscando a Elena" (2021).
Montesanto, Andrés
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