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Cuando los recuerdos comienzan a borrarse

miércoles, 15 de febrero de 2023
Dedicado a María Meilán Nieto, mi madre.
Dedicado a Daniela Santana Florido, in memoriam, mujer que siempre me saludaba con amables palabras y una sonrisa cuando visitaba y organizaba la biblioteca del Colectivo Turcón.


- Ahora tengo un dolor en esta pierna que no me permite caminar mucho.
Así manifestaba Maruja el dolor majadero que sentía en el interior de su muslo izquierdo, del que desconocía su origen y el momento en que comenzó aquel molesto calvario.
- Entonces, Maruja, antes no te dolía -pregunto.
- Antes no. Comenzó ayer a dolerme un poco, pero hoy me duele mucho más. Es un fastidio porque antes caminaba sin problema alguno.
Y Maruja, que acaba de cumplir noventa y dos años, olvida que lleva más de veinte años quejándose de ese sordo dolor que desde la ingle le tira por toda la pierna. Olvida que ha ido a visitar a todos los médicos posibles y ese dolor no tiene solución si no se opera de la hernia que le diagnosticaron. Olvida que se venía quejando día tras día, año trasaño y que médicos y curanderos, fisioterapeutas y yerberos no consiguieron mitigar el mismo a pesar de recetarle inyecciones en la zona, masajes, fricciones, sesiones de acupuntura, ungüentos, alcohol de romero, de tomillo, aceites medicinales...
De pronto, un buen día o un mal día, depende cómo se mire, el dolor para ella se vuelve reciente, cada vez más terriblemente reciente pues así funcionan las progresivas pérdidas de la memoria.
Mi hermana y yo nos alegramos de que no se levante cada día con el recuerdo del dolor que le ha marcado durante tantos años, pero nos preocupa a un tiempo que ese olvido tan oportuno para esta contrariedad, no enmascare cambios en el cerebro que se traduzcan en una progresiva pérdida de la memoria.
- ¿Cómo se llaman tus nietos? -le pregunto.
Y María ríe porque poco recuerda de ellos, ni el nombre ni el número de los mismos. Es necesario darle pistas, ayudarle en los recuerdos pero, aún así, los que recupera son muy limitados.
Reconozco que el terrible COVID dañó de manera muy desigual a los diferentes sectores poblacionales. Mientras los infantes prácticamente no se enteraban de la novedosa enfermedad, la población anciana era devastada por eldesconocido virus. Aquellos que no fallecieron arrastraron secuelas y los pocos que sortearon la pandemia gracias a sus defensas o a las vacunas, sufrieron la ausencia de sus rutinas, sus paseos, las conversaciones con sus amigas y amigos, sus confidencias, el compartir los relatos de sus hijos, de sus vidas, sus logros, sus temores, la ilusión compartida de sus nietos, aún con la vida por delante, de sus cuitas de mayores, se les privó de sus alegrías en grupo, de sus sedes sociales, de la prensa diaria, de la televisión compartida, de sus juegos de mesa, de lecturas colectivas, de sus cumpleaños y santos celebrados entre ellos, de sus juegos preferidos...
Pasaron los meses convirtiéndose en años y lo he notado en Maruja, María, mi querida madre.
Autónoma, defensora de su independencia, estaba orgullosa de vivir sola, como sus amigas más cercanas, a punto de cumplir noventa años. Su ilusión eran sus plantas en la galería del fondo de su casa y un patio trasero lleno de ellas. La dedicación que les prodigaba era diaria. Nadie como ella para rescatar una planta abandonada de una muerte inminente. Jamás le vi perder planta alguna y nunca pude constatar que un esqueje que le hubiesen dado o cogido en el campo, en un jardín o en cualquier otro lugarno se convirtiera en sus manos en una hermosa planta cargada de vitalidad y flores. La vida vegetal era parte de su vida. Pero, a eso de las cinco de la tarde, dejando la casa dispuesta para su regreso, se arreglaba, se peinaba y se echaba a la calle. Sus paseos en solitario, algunas veces con amigas, terminaban antes o después, dependiendo de las bondades o rigores del clima, en el club social de su distrito, el local de toda la vida, en el barrio de la Milagrosa, donde había compartido con su marido y tantos amigos conversaciones, juegos, cantos corales y muchos viajes. Esa vida sencilla y austera, habían colmado no obstante sus más secretas aspiraciones. Allí siempre le esperaban sus partidas de cartas, una tras otra, hasta que, con puntualidad inglesa, a las ocho dejaba la mesa, se despedía de las amigas y se dirigía a su casa. La rutina le llevaba a cenar a su llegada, tomar una pastilla destinada a la protección del estómago y a las nueve, acompañadas de un vaso de agua,tomarselas tres pastillas restantes, una medicación que le ha acompañado las dos últimas décadas de su vida y proporcionado una vida tranquila, sin sobresaltos, sin hospitales, sin médicos más allá de los reconocimientos rutinarios.
La pandemia llevó a mi madre a la casa de Chus, mi hermana, esa persona maravillosa de la que les hablé recientemente en mi artículo "Paseando por el mar" y que alegra nuestras vidas. Era mera precaución hacia lo desconocido, hacia un virus al que se le temía y al que no sabíamos cómo enfrentarnos. Y así, sin darnos apenas cuenta, se sucedieron los meses hasta alcanzar dos malditos años. María fue acomodándose, dejándose llevar por una casa cariñosa y servicial que terminó atrapándola. Las vistas de la muralla romana desde la galería que tiene en su dormitorio, la prensa y las revistas que mi hermana le lleva cada día, los cuadernos para colorear, la radio y la calefacción favorecen el sedentarismo, la decisión de quedarse en casa, los paseos solitarios por el pasillo.Las plantas se quedaron en su antigua casa y, sin los cuidados necesarios,fueron secándose. Allí quedaron también sus recuerdos, sus vivencias, sus contactos con las amigas pues no era posible cultivarlos pues las restricciones eran muchas y los centros de ocio y convivencia los habían clausurado.
Sólo la prensa diaria y las revistas que mi hermana le aporta regularmente le permiten seguir leyendo y ocupar su mente en un espacio vacío de muchas rutinas emocionales.
A todos los ancianos les afectó la soledad y el no poder compartir día adía sus recuerdos cotidianos, su trato con otras personas. A María también. Está claro que la soledad arruina a las personas mayores y la pandemia cogió a todos con el pie cambiado. No hay duda que no supimos estar a la altura y darle una respuesta más adecuada.
Las personas mayores necesitan salir, comunicarse, tener una ilusión para vivir. La comodidad del espacio habitado les da confianza, es cierto, pero también los empobrece mentalmente dificultándoles para recuperar espacios necesarios perdidos y que cuesta mucho recuperar luego por pérdidas de destrezas, interés,dificultad y cansancio asociados a la merma de facultades esenciales... Me refiero a la lectura, a los juegos, a las tertulias, a las risas, a todo un mundo emocional y sensorial tan necesario en todas las etapas dela vida de una persona.
Isabel sabe. Isabel analiza y escucha. Isabel sugiere interrogantes y Maruja cuenta. Maruja la adora. Es la mujer de su hijo y de sus labios brotan historias de la niñez y de la adolescencia y nombres nunca pronunciados por sus labios regresan milagrosamente a su memoria.
Es eso lo que le falta -dictamina Isabel-, ilusión por recordar, por reírse, por compartir recuerdos y vivencias y para ello necesita estímulos verbales, visuales, sonoros, auditivos, táctiles. Estos estímulos sólo puede facilitárselos otra personas o personas que la acompañen, que le den conversación, que la animen en el desarrollo de actividades diversas.
Maruja necesita compañía, continuos alicientes y yo, como puedo le procuro alguno, muchos menos de lo que debería procurarle.
Y jugamos a la brisca, al tute, al subastado, a la escoba, a las siete y media y me sorprendo de cómo retiene los naipes que salen y cómo, al final de la partida, cuenta con la rapidez de toda una vida jugando a las cartas y de cómo gana.
- Vas ter que poñermais interés, si non posmais sentido non gañas unha -manifiesta ella en un gallego familiar, suave, melodioso, lejos de academicismos. Su cara se muestra sonriente y feliz tras ganarme una partida tras otra.
Y yo sonrío en mi interior, admiro su interés por jugar y ganar y, henchido de gozo por verla feliz, reparto nuevamente las cartas.
- María, vasme ter que dar a revancha -le pido yo
- Douchetodas as que ti queiras -respondesin pensarlo apenas, firme y segura de su destreza con las cartas, certeza que le ha proporcionado toda una vida compartiendo estos juegos con su pareja, sus amigas y amigos.
De pronto desvío la vista y un mal presagio anida en mi corazón. Allí mismo, agazapada en un oscuro rincón del salón, observo la terrible enfermedad crónica progresiva, la temible epidemia del siglo XXI esperando su momento. Sabe que es cuestión de paciencia, de edad y de que aflojen sus cuidados los más allegados.
- ¡Jodido Alzheimer! -rumio con desagrado.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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