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Cuatro puertas en la montaña Bermeja

miércoles, 11 de enero de 2023
La imperiosa necesidad de un centro de interpretación del patrimonio
arqueológico del guanartemato de Telde

No debería existir lugar alguno que no mimara con extraordinario cuidado cada vestigio de su historia. Y sin embargo son muchos los lugares que han corrido un tupido velo sobre su pasado. En nuestra isla, Telde no es un ejemplo de cuidado desmedido, ni siquiera es consciente del estado en que se encuentran muchos de sus yacimientos. No voy a referenciar sesudos cronistas ni afamados historiadores que han hecho de Telde su campo de estudio antes y después de la conquista castellana. Me satisface, pues la considero suficiente para abordar el presente artículo, la consulta de una publicación seria y bien documentada, Su autor: don Ignacio Morán Rubio, compañero de docencia y escritura. El libro: Breve historia de Telde. En ella registraba, hace veinticinco años, agrupándolos por sectores geográficos, una práctica visión de los yacimientos arqueológicos censados en el perímetro municipal actual. En dicha publicación registra más de medio centenar de yacimientos de costa a cumbre y, si sorprende su número, más lo hace su complejidad y valor patrimonial. Es fácil especular con el hecho de que una buena parte de la población del guanartemato se concentraba en este territorio. Partiendo de esta hipótesis, sorprende entonces su incomprensible ostracismo, su ninguneo, su falta de vigilancia, su reiterada falta de puesta en valor, más allá de unos meros paneles informativos y cierres perimetrales que sólo se encuentran en contados yacimientos.

Si bien es cierto que algunos yacimientos arqueológicos, los menos, han recibido dotaciones presupuestarias para vallarlos, ninguno ha tenido un Plan de actuación para vitalizarlo, visibilizarlo, interpretarlo de cara a la ciudadanía, al turismo, al mundo educativo, convertirlo en suma, en una fortaleza cultural de primer orden a la hora de recuperar el orgullo de ser y sentirse teldense, la autoestima que deberíamos sentir como ciudadanos de un gran municipio, valores que esta ciudad debería poseer pues fue capital de un guanartemato, motor económico de la isla y en la actualidad municipio estratégico tanto para el desarrollo económico de la isla como para las comunicaciones internas y con el exterior. Y, sin embargo, carece de Plan alguno y si algo vemos, año tras año, son acciones puntuales, sin orden ni concierto, propias de un municipio incapaz de recuperar su peso en la isla, incapaz de llevar con orgullo sus raíces prehispánicas. Aquí queda la reflexión, que cada lector realice su propio análisis.

La montaña Bermeja -esa montaña mágica que se incendia cada amanecer con cálidos colores que sorprenden gratamente a quienes la observan-, ha sido siempre un referente esencial en mi vida. Lo fue desde mi llegada, a principio de los años ochenta, sorprendiéndome desde el coche cuando recorría la vieja carretera que llevaba -y lleva- de Telde a Ingenio, la silueta de cuatro perfectas oquedades en la cima de una montaña.

Un par de días después, apenas llevaba unas semanas en la isla que me enamoraría para siempre, regresé a la montaña para sentirla bajo mis pies, disfrutarla, descubrir sus misterios, dejarme arrastrar por una naturaleza desconocida para mí, tomar contacto con otros olores, con otras costumbres y prácticas ganaderas, muy alejadas de mis referentes naturales de niñez y adolescencia, un mundo norteño frío y húmedo, de pastizales y vacas, tomar contacto con sus gentes -los pastores y los escasos habitantes de un núcleo poblacional que contaba entonces con media docena de casas nada más-. Al completar la breve ascensión, me encontré con una montaña horadada de un modo muy peculiar, una gran cueva abierta al norte que presentaba cuatro oquedades sin puerta alguna, en cuyo interior su rocoso suelo se encontraba cubierto por una capa gruesa de excrementos caprinos. En su entrada se extendía una plataforma horizontal, excavada igualmente, cuyo suelo presentaba una veintena de pocetas de tamaño diverso. Nada entendía de aquel mundo lítico, nada sabía de sus antepasados, nada a lo largo de la subida refrendaba valor alguno a aquellas manifestaciones prehispánicas presentes en la montaña. Ninguna orientación, ningún letrero, ningún camino sugerido. Sólo las piernas, una curiosidad insaciable, la resistencia de un cuerpo joven y una pasión desmedida por aprender.

Tras aquella visita y el pateo sosegado de todas sus vertientes, la emoción me embargó de tal modo que sabía que esa montaña y su complejo arqueológico se convertiría en una de las visitas pedagógicas ineludibles, programadas con mis alumnos durante mi etapa como docente. Y así fue.

Tenía entonces veinticinco años, poco sabía de aquella manifestación prehispánica presente en la montaña, pero la energía que emanaba de cada cueva, cada grabado, cada canalillo, hoyo o vestigio diverso trabajado por los aborígenes con rudimentarias herramientas líticas, era arrolladora.

Gozaba en aquel entonces la montaña de un halo de pureza natural. No tenía cerramiento alguno -¡cuánto tiempo tardé en adaptarme a la impactante imagen del primer cierre perimetral pues lo consideraba una agresión a la montaña, a la unidad del yacimiento, a su simbolismo, a las poblaciones de animales y plantas que la habitaban...!

Recuerdo que en aquel entonces, hace cuarenta años, las cuevas aún eran aprovechadas temporalmente por el ganado. Estaban en marcha las medidas asociadas a la recién aprobada figura de protección del yacimiento como Bien de Interés Cultural, existían algunas resistencias locales relacionadas con el uso de las cuevas. Conocí la montaña en esos años, en los que el uso y la protección mantenían un pulso que se decantaría paulatinamente por la aplicación de la normativa de protección. Ese tiempo me permitió gozar aún del mundo sensorial olfativo de un pasado ganadero que podría retrotraerse hasta época aborigen. Conocí las cuevas de los Pilares y la de los Papeles impregnadas aún con el olor de los orines y excrementos de cabras y el acre y penetrante olor de los machos que en ellas pernoctaban.

El tabaibal llegaba hasta el borde mismo de la plataforma de las Cuatro Puertas. La subida la realizábamos sorteando tabaibas, espinos de mar, matos de risco, bejeques y veroles, pisando el material escoriáceo de la montaña, evitando resbalones y cuando llegabas al llano excavado, pequeños bonsáis de veroles, bejeques y tabaibas prosperaban en el interior de los hoyos excavados en la plataforma pues, sin cuidado alguno, muchos de ellos se encontraban cubiertos de tierra.

Año tras año, los alumnos del CEIP Esteban Navarro Sánchez, cuando alcanzaban octavo de EGB, último curso antes de abandonar el centro e incorporarse a la continuación de sus estudios en un centro de enseñanzas medias, realizaban su visita a la montaña Bermeja y su complejo arqueológico. En guagua muchas las veces, pero otras caminando cuando disponíamos de toda la jornada escolar para la actividad, desplazándonos desde el mismo centro a través de caminos y sendas peatonales que han unido siempre los diferentes barrios teldenses.

Cada alumno iba equipado con su cuaderno de campo, lápiz, goma, sacapuntas, lápices de colores... Estaban organizados en grupos de actividades y cada grupo llevaba un limón.

Disfrutaban aprendiendo, calculaban midiendo las cuevas, el almogarén, las plantas. Dibujaban todo, desde una planta o un insecto minúsculo hasta una nube, preguntaban a los pastores, a los vecinos, a los visitantes ocasionales, disfrutaban viviendo.

¿Y el limón? -se preguntarán ustedes. El limón servía para comprobar, mediante una sencilla reacción química, muy efectista y motivadora hacia futuros experimentos de física y química, la presencia de caliza en el subsuelo de la montaña. Un chorro de limón sobre la piedra blanquecina y sus ácidos reaccionaban con la piedra caliza -caliche- produciendo efervescencia.

Más allá del efecto visual, el experimento era el punto de partida para hablar de la erosión y de la desertificación provocada en zonas definidas de la montaña, del lavado y pérdida de suelo fértil, del papel jugado por la piedra de cal en la isla, del porqué del nombre de su barrio: El Calero. El simple chorro de un limón generaba interrogantes sobre la piedra de cal, los hornos de cal, los caleros, la lluvia ácida, la historia reciente del barrio que habitaban...

Recuperando el hilo de la historia personal con la montaña, no todo era tan bucólico en aquellos años ochenta. El abandono de la misma, su poca afluencia, la convirtió en un lugar idóneo para actividades que ponían en riesgo la protección del yacimiento. Hubo denuncias en medio de comunicación, en el ayuntamiento, el cabildo, periódicos y revistas escolares visibilizando el abandono del yacimiento, su ocupación por ganados, la impunidad existente sobre las infracciones periódicas que se acometían: coches y motos robados y desguazados en la pista de tierra que moría al final del yacimiento, donde actualmente termina la valla, realización de tenderetes, profusión de botellas, cristales rotos, restos de comidas y plásticos, basuras en general, restos de fogatas en algunas cuevas, colchones y mantas para ocasionales pernoctas y acampadas. Hay que unir a este descontrol previo a su protección, el servir de plató cinematográfico a una película: Tirma. Vestigios de aquel momento se conservan aún en pintadas que se realizaron en el grupo de cuevas orientadas al sur o en los grabados del almogarén. Nada de todo esto existe actualmente, excepto los restos de pintura. Los años pasaron, se convirtieron en décadas, y el yacimiento terminó vallándose. El tiempo deterioró los materiales y hubo reposiciones. También las puertas sufrieron cambios. De las dos enormes hojas metálicas de altura superior a los dos metros, muy pesadas y peligrosas pues, arruinados sus anclajes y goznes, corrían el riesgo de una caída accidental sobre los visitantes. Puertas que nunca se cerraron pues jamás se ideó estrategia alguna para su uso, hasta las actuales, bajas -apenas un metro de altura- y seguras, que permiten el tránsito libre por el yacimiento, dejando a la buena voluntad y educación de los visitantes el respeto, el mantenimiento y el buen estado del yacimiento.

Hay que reconocer que el tiempo y la educación han aportado respeto y limpieza al yacimiento. Sirva pues este artículo, refrendando lo ya observado en el parque de las Mil Palmeras de Jinámar, de homenaje y gratitud a tantas maestras y maestros, profesores en general de todos los ámbitos educativos, pues no podemos olvidar el equipo de excepcionales profesores de universidad que han hecho de la educación ambiental una herramienta esencial e imprescindible para la formación de los futuros docentes. La realidad es ésta: resulta difícil encontrar algo de basura -un simple papel o un trozo de vidrio-, no solo dentro del recinto vallado sino fuera, en el resto de la montaña. Saben ustedes de mi actitud ante las basuras en espacios naturales. Si se trata de desperdicios aislados, pequeños, capaces de ser retirados en una bolsa y depositados dentro de la mochila me los llevo hasta el contenedor más próximo. Si son basuras inabarcables para una mochila o se trata de grandes vertidos -recuerdo con tristeza mi último artículo sobre la profusión de vertidos en el entorno natural e industrial de la sima de Jinámar-, una llamada a mi regreso o una denuncia permite que, si existe voluntad de acción por parte de la autoridad municipal o insular a quien va dirigida, que el vertido sea erradicado y restaurado el entorno. Aquí, en Cuatro Puertas, este lunes, en mi bolsa plástica sólo van tres trozos de vidrio de color verde y una botella pequeña de plástico. Nada más. La satisfacción me embarga.

Hay que reconocer, de igual modo, la acertada señalética que informa y guía los pasos del visitante dentro del yacimiento. No hay duda de que los tiempos cambian. Traducida la información al inglés y al alemán, sólo se echa de menos que tales traducciones no se realizasen además en los pies de fotos pues clarifican el lugar y aportan interesantes detalles que se agradecerían.

A la perdurabilidad de sus materiales se une lo acertado del diseño, la originalidad de su logotipo y el soporte de acero cortén y metacrilato, un ensamblaje artístico digno de alabanza pues provoca una actitud de respeto y no agresión hacia los paneles. Desde mi óptica particular, los paneles se encuentran bien situados e integrados en el paisaje de la montaña. Está claro que estas observaciones son del todo subjetivas, obedecen a meros criterios personales, pero es una licencia que me da el hecho de ser el autor del artículo y, satisfecho con lo observado, las expongo.

Alabo la estrategia informativa. Nada más llegar a la puerta de acceso al yacimiento, un panel explica el porqué del nombre de montaña Bermeja y sitúa el yacimiento en un mapa de la isla junto a una selección de otros yacimientos arqueológicos municipales e insulares.

Asimismo, un panel anexo hace mención al Plan de mantenimiento de yacimientos arqueológicos y sitios etnográficos de Gran Canaria, auspiciado por el Cabildo. En él se invita a la participación ciudadana, se demandan sugerencias, facilitan la vía a posibles denuncias y ruegan se informe de daños observados durante la visita. Para todo ello ofertan varios teléfonos, direcciones y correos electrónicos.

Los esquemas y croquis de la parte del yacimiento visitable son de gran utilidad pues no sólo orientan en su recorrido, sino que concretan las distancias existentes entre diferentes centros de interés, poniendo en conocimiento del visitante que, en apenas setecientos metros, completarán el recorrido iniciado. En ese mismo panel se informa del tipo de figura legal que protege la montaña, un BIC (Bien de interés cultural) declarado el 25 de mayo del año 1972.

No puede negarse igualmente, que esta joya de la corona del mundo prehispánico, situada por muchos historiadores y arqueólogos actuales a un nivel y valor similar al de otros yacimientos de referencia en la isla como la necrópolis de Arteara, la cueva Pintada de Gáldar o la tan reconocida cueva de Risco Caído, está sumida en un silencio sepulcral. ¿Saben nuestros representantes del valor de este conjunto arqueológico? Sí lo supieron siempre y así se la hicieron ver los profesores a sus alumnos en los centros de Primaria y Secundaria de la isla -deseo fervientemente que tan loable práctica educativa siga realizándose-, pero nadie ha reclamado ni reclama el plan gestor que ponga en valor su simbolismo, su excepcional importancia.

No voy a ser yo quien desglose todos y cada uno de los vestigios arqueológicos presentes en la montaña, no podría, pero sí indicarles que su riqueza abarca un conjunto de cuevas en varios niveles, múltiples cuevas aisladas, galerías, túneles, ventanas, lucernarios, escaleras, rampas, restos amurallados, silos, inscripciones, un almogarén y, orientada al norte, una gran cueva que da nombre a la montaña: Cuatro Puertas, y que aún esconde con su singularidad el hecho de poder ser el centro neurálgico del guanartemato. Esta palpable realidad arqueológica nos debe provocar una seria reflexión. Lugar de culto, granero colectivo con una decena de silos donde almacenar grano -la conocida como cueva de la Audiencia-, centro de poder, sitio de reunión, lugar habitacional de sacerdotisas, viviendas aborígenes... ¿qué nos esconde aún esta montaña sagrada?

Es el momento de hacer mía la famosa frase: "Sólo sé que no sé nada", atribuida a Sócrates aunque nunca existieran evidencias de que tal frase fuese pronunciada por sus labios. En ella me escudo para dejarles tal interrogante como una duda razonable sobre la importancia trascendental de Cuatro Puertas per se y como eje vertebrador de una serie de yacimientos que se encuentran en su entorno: Tufia, La Restinga, Llano de las Brujas, Barranco de Silva, El Draguillo, Lomo Calasio... y reconozco, como el filósofo griego, que la sabiduría procede precisamente del reconocimiento de la ignorancia.

La experiencia que he tenido en este yacimiento, cuarenta años después, en pleno dos mil veintiuno, principios de abril, en plena pandemia, quiero trasmitírsela a ustedes pues, más allá del valor histórico del yacimiento, la montaña Bermeja tiene otras fortalezas intangibles. Un potencial afectivo, emocional, de crecimiento y valoración personal, de sentimiento de unidad con el entorno, de visión integradora del paisaje y la vida.

Este lunes decidí que el paseo matutino me cogería amaneciendo en montaña Bermeja. El amanecer fue único y al mismo tiempo tan singular como el de cualquier otro día en la montaña, es esta la razón por la que invito a los lectores a acercarse al lugar, alcanzar su cima antes de la salida del sol, esperar, observar y vivirlo.

Me encontraba junto al almogarén, ese espacio que en el panel informativo reconocen los arqueólogos como lugar donde los antiguos canarios realizaban rituales destinados a sus divinidades y que consistían, entre otros, en el vertido de leche u otros líquidos por los canales, pocetas y canalillos, tal vez como ofrenda propiciatoria para la fertilidad, la abundancia de cosechas o una rogativa para las lluvias.

Mi vista estaba puesta en la gran llanura que hacia el este se extiende desde las Palmas hasta Ingenio. Acompañada de una buena dosis de imaginación, la mirada no visualizaba el espacio urbano que cubre en la actualidad prácticamente todo este suelo, fértil y vital, suelo agrícola hasta hace unos pocos años, sino el estado potencial del mismo en la época aborigen, recreaba pues la imagen inalterada de una naturaleza diversa y amable, con una cubierta vegetal llegando a la costa, una vegetación arbustiva densa y a veces muy intrincada, con bosquetes termófilos presentes en todos los barrancos. Visualizaba, el poder de la imaginación es asombroso, los poblados aborígenes tanto en la costa como en medianías y como estaban presentes desde el barranco de Jinámar hasta la península de Gando, en una línea de costa donde no existía un altozano sin su poblamiento. Todo un rosario de poblados interconectados visualmente. Entendí entonces porque era prácticamente imposible sorprenderlos cuando se aproximaba una vela por el horizonte. Velas que siempre significaron peligro, pues ya se tratase de acciones piráticas, militares o religiosas, el fin era el mismo: el expolio, la esclavitud, la pérdida de su modelo de vida, de su espiritualidad y creencias, de su independencia al fin. Comprendí la gesta de los aborígenes en Melenara cantada por Lope de Vega y el asalto a la torre de Gando ante la vileza y engaño de sus moradores. ¡Cuántos hechos similares habrán sucedido de los que no se conservan ni un simple recuerdo!

Luego mi vista abandonó el llano y, volviéndose, recorrió el interior del municipio. No había barranco ni cono volcánico donde no se existiesen vestigios prehispánicos: Draguillo, Silva, Real de Telde, San Borondón, Cascajo de Belén, Jinámar... montaña Las Huesas, Cuatro Puertas, El Gallego... Y sobre la vega fértil de Telde, donde el agua discurría permanentemente por el gran barranco, Tara, Cendro, Caserones, El Bailadero... Identifiqué en la costa el lugar donde se ubicaban las cuevas habitadas en Tufia y Malpaso, en el barranquillo de las Monjas y en los llanos de La Garita...

A los colores del amanecer, previos a la salida del sol, le siguieron una sucesión de tonalidades naranjas, paleta cromática que cambiaría con extraordinaria rapidez por una gama amarillenta, luego blanquecina según el astro solar iba cobrando altura en el horizonte. Fue entonces cuando mi cuerpo regresó al momento presente y el ejercicio de las lecturas paisajísticas de antaño volvieron a mi cabeza. Al norte identifiqué, con estudiada parsimonia, cada elemento geográfico que el paisaje me ofertaba. ¡Admirable! Los volcanes de la Isleta, el pico y la caldera de Bandama, las montañas de Tafira, montaña Pelada, montaña Rajada y otros conos volcánicos de Jinámar... Más arriba, con la montaña Los Barros iniciaba el barrido que me permitía escrutar el oeste de Cuatro Puertas.

Dos pasos y mi vista se orientó hacia el sur. A mis pies se elevaba la montaña de Bujama y al pie de su ladera sureña, dos grandes estanques servían de descanso y refugio a ocasionales aves invernantes. En el litoral, a Gando le sucedía, tras una extensión importante de costa donde se encontraba el espacio aeroportuario militar, la playa del Burrero y la desembocadura del barranco de Guayadeque con su valiosísima población de chaparros, la montaña de Arinaga. Siguiendo el arco de visión, Ingenio y Agüimes se unían en una mancha monocorde de espacio urbanizado. Entre ellos, en unos planos que delataban profundos tajos, sugeridos por juegos lumínicos de luces y sombras, el barranco del Draguillo y un poco más lejano el barranco de Guayadeque, barranco éste donde plantas como las damas (Parolinia sp) y los palos de sangre (Marcetella sp) conservan sus últimos refugios. Fue entonces cuando, siguiendo la crestería del almogarén, mis pasos me llevaron al vértice geodésico de la montaña, Desde ahí mi vista recorrió el paisaje del oeste. El conjunto vulcanológico de Lomo Magullo me saludaba con sus dos grandes volcanes: los conos volcánicos de El Gallego y Topino o Tiopino. Más arriba el cono del Melosal y siguiendo la línea de volcanes Rosiana y el espacio vacío de Santidad. Destacaban también las montañas de los Barros y Las Palmas. En el horizonte más lejano, los últimos planos geológicos los definían el roque Saucillo y las cresterías de la cumbre.

Siempre supe que Cuatro Puertas había sido un lugar estratégico de importancia excepcional para la población aborigen. La panorámica completa no dejaba lugar a dudas. Fue en esta montaña donde mis alumnos durante décadas se iniciaron en la lectura del paisaje. Sorprendía en un comienzo tal concepto, pero una vez interiorizadas las estrategias de análisis y visualización, aprendían a leerlo e interpretarlo como si se tratase de un libro abierto. Aprendieron a identificar lugares, a situarse en el mapa, a mejorar su autoestima y seguridad personal pues era importante para ellos saber dónde se encontraban en cada momento, cómo orientarse, disponer de herramientas para definir su posición y sentir la seguridad de saber situarse en un espacio físico.

Algo les he contado, peo no les voy a explicitar más información sobre los interesantes textos que han plasmado arqueólogos y técnicos en cada panel presente en el yacimiento. La razón es clara, mi intención es motivarles, picarles la curiosidad y asegurarme de que tras esta lectura quieran visitar la montaña sagrada. Se oculta una estrategia tras esta decisión, no se la escondo. Cuatro Puertas necesita muchas visitas y muchas voces que reclamen otro trato, otro modelo de gestión, más allá del dinero gastado en informar a los escasos e interesados ciudadanos y turistas que buscan algo más que sol y playa. Debemos ser cientos, miles los que visitemos el santuario. Los que elevemos nuestras voces para que reciba otra atención. Se trata de conseguir, de una vez por todas, que reciba el reconocimiento que se merece, para que todos los ciudadanos teldenses nos sintamos orgullosos de nuestro importante pasado como partícipes en el devenir de una isla donde Telle y Agáldar fueron guanartematos, territorios que compartían la supremacía insular y luchaban por mantener su independencia ante el conquistador, para sentirnos orgullosos de nuestro pasado, sus símbolos, sus vestigios, pues todo aquello que se nos han trasmitido y ha llegado hasta nuestros días debe ser preservado para siempre.

Abandoné el almogarén siguiendo la ruta sugerida por las flechas. A la altura de la cueva de Los Papeles, los continuos y monótonos arrullos de decenas de palomas bravías me acompañaron durante la travesía por cuevas, galerías, escaleras, lucernarios y rampas orientadas al sur. Salían de cualquier saliente o pequeña hondonada presente en el risco. Sus excrementos y plumas, omnipresentes, y sus precipitados vuelos son algo habitual pues no debemos olvidar que es este espacio horadado un hábitat ideal para la nidificación y consolidación de colonias de palomas bravías.

Pero, no sólo el extraordinario complejo aborigen hace de la montaña Bermeja un lugar a proteger, lo hace también el mismo hecho de su formación volcánica, lo hace su flora y su fauna, lo hace su etnografía, su paisaje.

Pocos recuerdos atesoro tan imborrables como los recorridos con alumnas y alumnos por la montaña, primero del CEIP Esteban Navarro Sánchez y luego del IES El Calero. Miles de niñas y niños, un centenar de visitas, algún año tres, otros cuatro, durante el curso académico y así durante cuarenta años. Mi pasión por la montaña me llevó a estudiarla con mimo, a observarla, a buscar sus pequeños detalles, las rarezas en ocasionales encuentros faunísticos y a visitarla con personas que me abrieran con sus palabras y conocimientos los ojos a mundos desconocidos. Fue el geólogo Alex Hansen quién en una visita, me habló del vulcanismo fisural de la montaña, de su orientación y de sus peculiaridades geológicas, luego sería Pepe Naranjo, biólogo del Jardín Canario, quien me iniciaría en el mundo de los líquenes y se sorprendería por la extraordinaria variedad de líquenes crustáceos, foliares y filamentosos presentes en la montaña. Fue el quien me habló de la importancia de los líquenes para analizar la pureza del aire.

Luego acudí sólo, en cualquier hora del día y en todas las estaciones. A través de múltiples visitas descubrí, prismáticos sobre el pecho y guía de aves en la mano -comencé utilizando la de José Manuel Moreno y terminé con la de Aurelio Martín y Juan Antonio Lorenzo, todos ellos ornitólogos de referencia-, supe que el búho chico anidaba en la montaña y, que si las poblaciones más numerosas y ruidosas de aves nidificantes eran las de cernícalos y palomas bravías, otras especies como las águilas ratoneras y los cuervos sobrevolaban la montaña esporádicamente. Se me escapaba el mundo de las aves pequeñas, pero canarios, pintos, herrerillos, mosquitas, currucas, bisbitas camineros eran paseriformes que alegraban con sus trinos el campo de tabaibas, dulces en la vertiente noreste de la montaña donde los suelos son rocosos y donde se esconde la última población de cardoncillos de todo el municipio, amargas en suelos más encalichados, tierras rojizas que se extienden por la ladera noroeste de la misma hasta los llanos de El Goro.

Al sur, en un paredón donde al parecer dicen que fue posible esconderse un tiempo al Corredera, se esconde la cueva de la Audiencia a la que sólo se accede por una serie de peldaños tallados rústicamente en la roca. Ahí se encuentra el granero del yacimiento, una serie de oquedades con forma ovoidal excavadas en el suelo de la cueva que preservaban el grano cosechado. En estas paredes imposibles, el cardón es el amo y señor, compartiendo su predio con esparragueras y bejeques, algunos balos y matos de risco. Acompaña en la colonización de las paredes la tunera india, especie introducida muy servicial para lindes y vallados pero preocupante como especie invasora pues, sin control alguno, se extiende por fondos de barrancos y riscos imposibles.

Los estanques vacíos de la ladera norte junto a los terrenos aterrazados que se van difuminando y perdiendo en el abandono de una sociedad que les condenó al olvido, nos traen recuerdos de un pasado agrícola no tan lejano. Estas extensiones de llanos abandonados, antaño cultivadas, hoy eriales son, desolados paisajes colonizados, tras esporádicas lluvias, sólo por coscos y barrillas. Estos espacios yermos son visitados y recorridos al atardecer por dos mamíferos, uno el conejo, un herbívoro muy abundante y otro, el erizo, inquieto insectívoro que encuentra en estos eriales el sustento que necesita. Una esperanza azul presenta el paisaje del sur de la montaña. La imagen del agua remansada en dos enormes estanques, los estanques de El Goro. Quedan cultivos en la zona, pocos son, pero mantienen vivos recuerdos de un paisaje que se extingue. Estas tablas de agua, estos embalses, es el destino de las dos barnaclas que levanté en vuelo, involuntariamente este amanecer. Asustadas por la intrusión de un ser que no esperaban ver, iniciaron un vuelo errático, medroso. Tengo miedo al pensar que esa es la emoción que provoca en las aves la visión de los seres humanos. Estaban resguardadas al amparo del almogarén. El susto fue mutuo pues el aleteo de estos ánsares de buen tamaño provocaron en mi un desasosiego inicial que se trocó luego en felicidad y dicha manifiesta.

Visiten la montaña de Cuatro Puertas. Con una mirada limpia y sosegada, la historia del municipio puede leerse a través de sus paisajes. Reclámenla luego para las futuras generaciones.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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