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El milagro de un chaparro centenario

miércoles, 14 de diciembre de 2022
La extraordinaria belleza de un paisaje que agoniza

Dedicado a Isabel Santana López, doctora en Biología, por su encomiable labor en la defensa y conservación de las especies vegetales amenazadas en las islas.

¿Qué es un chaparro? -se preguntará alguno de ustedes. No es un término habitual, pero tal vez hayan escuchado más de una vez, el término achaparrado, en clara referencia a una cosa baja y extendida o si es referido a una persona, gruesa y de poca estatura. Hasta aquí las acepciones de la RAE, es decir, del diccionario de la Real Academia Española. Ahondando en la palabra, nos sugiere la página buscar el término achaparrarse y, sin dilación me apresuro a consultarla. Esta palabra nos aproxima una definición más precisa en tanto que nos acerca al interés primigenio por la misma. Refleja estos significados: Dicho de un árbol: tomar la forma de chaparro y debajo: Dicho de una persona, de un animal o de una planta: adquirir una configuración baja y gruesa en su desarrollo.
Ahí está la belleza y valía del saber popular, en la eficiencia en el uso del lenguaje, en su precisión a la hora de definir algo que observamos, intuimos, creemos ver. Y más allá del sustantivo y adjetivo, acudimos al verbo y achaparrarse nos indica una acción clara y bien definida.
Es el momento de buscar el significado de chaparro y ahí surge la primera sorpresa, su origen, pues al parecer procede de un término vasco: txaparro y a continuación aparecen siete definiciones aceptadas, que van desde una persona rechoncha, hasta árboles de muchas ramas y poca altura, pasando por un arbusto venezolano o un árbol, un mato, -ambos sin definir-, o un arbusto malpigiáceo que nada tiene que ver con nuestra plantita en cuestión y hasta un coche de caja ancha y poco elevada, que se usaba antiguamente.
Yo me encuentro en Tufia, frente a un arbusto canario de bajo porte, una planta psamófila, es decir adaptada a los sustratos arenosos, que no aparece registrada en el diccionario de la RAE.
Tal vez por ello debamos prestarle un poco de atención, tal vez esa sea una razón más que suficiente para ponerla en valor, pues es este arbusto, el chaparro, el que define en Canarias el termino achaparrado para todas las plantas -ya sean árboles o arbustos- personas y cosas, que se elevan poco. Las plantas achaparradas toman esa forma al tratar de protegerse del viento, moldeándose y adaptándose al sustrato que las mantiene, se achaparran pegándose literalmente a la roca donde encontraron un poco de tierra donde prosperar, ya se trate de los acebuches en la montaña de Tindaya, ya se trate de tabaibas dulces, melosas, cornicales u otras plantas en los conos volcánicos teldenses de Cuatro Puertas, Melosal, Rosiana o montaña Aguiar (Aguilar o del Águila, pues recibe diversas denominaciones).
Cuando nos referimos botánicamente al chaparro o chaparro canario nos referimos a una especie de planta cuya forma es de cojinete, amoldándose al sustrato donde se encuentra, protegiendo así la pequeña duna arenosa que forma con su tallo y ramas, que presenta ramas que terminan en espinas -que más bien son un endurecimiento del tallo-, hojas pequeñas de color grisáceo claro, pubescentes, sedosas, algo carnosas y forma espatulada, con flores solitarias en forma de campana virada al cielo, cuyos pétalos van desde el color blanco puro hasta un rosa pálido más o menos acentuado.
Esta especie, reconocida científicamente con el nombre de Convolvulus caput-medusae, es un endemismo canario local y amenazado. Florece de enero a mayo y se distribuye en muy escasas localidades en las islas de Gran Canaria y Fuerteventura.
En Gran Canaria lo encontramos en reducidas poblaciones en la costa este de la isla, concretamente entre Tufia y Juan Grande. Tufia, península de Gando, la desembocadura del barranco de Guayadeque, terrenos cercanos a la playa de Vargas, Arinaga y costa de Juan Grande, son las localidades identificadas.
El motivo por el cual he iniciado este artículo con una amplia exposición sobre esta planta, obedece a dos razones que justifican el escrito. Una es la sensación que tengo sobre uno de los ejemplares de chaparro existentes en los arenales que estoy recorriendo pues especulo sobre su edad y lo considero un chaparro muy longevo. Si bien es cierto que desconozco la biología de esta especie, pocas dudas albergo sobre la posibilidad de que tenga algunos siglos de vida. Explicaré luego el porqué de este planteamiento. Dos, el espacio en cuestión, la franja costera de los arenales de Tufia y Ojos de Garza, está siendo sometido a una presión humana sin precedentes.
No podemos negar que la pandemia favorece esta presión humana, pues es uno de los escasos lugares del litoral teldense donde podemos respirar un aire limpio y puro procedente del océano, sin la constante afluencia de coches y personas. Por esta y otras razones, cada vez son más las personas que se acercan con sus vehículos a primera hora de la mañana buscando su dosis diaria de aire limpio y de spray marino cargado de efectos salutíferos, muy beneficiosos para el organismo.
Pero también es cierto que la presencia y el paso de seres humanos en bicicletas, seres humanos en motos, seres humanos a caballo, seres humanos pescadores, seres humanos senderistas, seres humanos paseando perros, se ha disparado. En el tiempo que he tardado en tomar unas cuantas notas para redactar este artículo, un día laborable de esta semana, una decena de personas se han cruzado en mi camino. Pisadas, rodaduras, huellas de cascos y excrementos de caballos y perros son cada vez más frecuentes.
El aumento de presión sobre tan reducido territorio es la causa de que la única población de lecheruela o lechetrezna -Euphorbia paralias-, una planta de la familia de las tabaibas y cardones asociada a espacios costeros arenosos y que apenas se eleva un palmo del suelo con tallos flexibles que permiten capear con éxito el sempiterno embate de los vientos dominantes, haya desaparecido prácticamente de la Punta de Ojos de Garza, al reducirse su población de una quincena de ejemplares contabilizados hace apenas un año a nueve ejemplares hoy. La población está en franco retroceso. No hay como disponer de un registro de un pasado reciente, plasmados los datos en el libro: “Sendero ecológico por los arenales de Tufia”, para observar como en 1985, las poblaciones de la lecheruela en este espacio protegido eran tres: Barranquillo de las Arenas, Arenales de Ojos de Garza y Punta de Ojos de Garza. Sólo queda una exigua y amenazada población en la Punta de Ojos de Garza. Esa es la triste realidad de las especies botánicas que desaparecen sin darnos cuenta, porque su relevancia e interés se limita al que le dedican botánicos y pocas personas más, amantes y observadoras de la presencia y evolución de la flora canaria. Y es que, como muy bien señalan Manuel González Martín y Miguel A. Cabrera Pérez en su artículo: “De corazoncillos, turmeros y chaparros” en la revista de Medio Ambiente el elevado nivel de degradación de los ecosistemas costeros a raíz de la concentración de los núcleos residenciales en estas áreas, el desarrollo turístico en esas mismas zonas, la ejecución de vías de comunicación y viales costeros, la apertura de nuevas pistas por la costa, unidos a viejas prácticas cuyas consecuencias trajeron irreparables daños: extracción de áridos, cultivos hasta el mismo borde del cantil marino, escombreras…, el daño a la flora y fauna de este sector litoral es enorme. Así nos encontramos con que el chaparro, el corazoncillo de Jinámar y la piña de mar, tres joyas botánicas de nuestra flora costera teldense se encuentran en peligro de extinción. Dos de ellas recogidas en la lista de endemismos canarios en peligro de extinción –la piña de mar y el corazoncillo- y la otra, el chaparro, a quien le estoy dedicando el presente artículo con especial mimo e interés, se encuentra registrada dentro de la categoría de plantas sensibles a la alteración de su hábitat y vulnerables.
Regreso a nuestro singular chaparro, el longevo. De baja altura, presenta un tallo corto, de unos veinte centímetros de longitud, inclinado sobre la arena, copa y tallo orientados al sur, ramas y hojas formando una especie de sombrilla aparasolada y presentando, aquí radica la novedad del ejemplar, un inusual desarrollo en su grosor. Su perímetro, homogéneo en cualquier zona del tallo visible, es de unos once centímetros, algo excepcional pues no hay ejemplar alguno en todo el arenal que se aproxime a este tallo tan desarrollado. Teniendo en cuenta que se trata de un arbusto enano de crecimiento muy lento, busco en mis archivos y recupero el siguiente dato, tomado en 1985, hace pues 35 años, cuando recogía notas para la publicación de mi primer cuaderno de campo: “Sendero ecológico por los arenales de Tufia”, editado en 1987. Las conclusiones a las que llego, soy consciente de que sin otros datos científicos es pura especulación, las considero al menos sorprendentes:
En aquella fecha ya me llamó la atención. Cogí una cinta métrica, rodeé la cintura del tallo para medir la longitud de su circunferencia. Ya en aquel entonces me sorprendía su tallo fuerte y vigoroso y, como observaba, muy ancho para la especie. Efectué varias medidas, pues la precisión que nos da una cinta métrica de costura es relativa. Realicé varias medidas, las anoté en el cuaderno de campo y saqué la media: nueve centímetros y medio. Para ser exactos 9,67 cm. Ante el dato que obtengo ahora, si engrosó el tallo algo más de un centímetro en 35 años, ¿podría aventurar un aumento de grosor de un centímetro cada 35 años y, por consiguiente, calcularle una edad aproximada de tres siglos y medio para este ejemplar de chaparro, pequeño en estatura pero de larga longevidad?
Ahí queda el interrogante para los expertos, para los botánicos y ecólogos que se acerquen al medio con humildad y ganas de aprender, con más preguntas que respuestas. Lo mío es la divulgación, el respeto y el disfrute. Es la mía labor propia de un curioso y comprometido maestro. Nadas más. Interesado en su conservación, coloco un par de piedras cerca del tallo, en un intento de proporcionarle un poco de seguridad y protección, consciente del desánimo que me embarga al observar, a medio metro de su tallo, rodaduras de bicicletas, motos, pisadas humanas y huellas de perros.
Es triste pensar que este chaparro pudo contemplar parte del extenso arenal que se extendía desde la playa de Jinámar hasta más allá de Juan Grande, sólo roto por las desembocaduras de los barrancos. Toda la costa de Telde -no es necesario buscar en antiguos documentos históricos, pues las fotos en blanco y negro que se observan en los paneles-miradores de Telde así lo atestiguan-, estaba cubierta de espléndidos arenales: La Restinga, Malpaso, La Estrella, La Garita, Playa del Hombre, Taliarte, Melenara, Punta de las Salinetas, Aguadulce, Tufia, Ojos de Garza y toda la bahía de Gando. Hace tres siglos, cuando no existían aviones ni extracciones masivas de áridos ni cultivos y viviendas hasta el mismo borde la costa, el chaparro formaba parte de una población que desde Aguadulce se extendía por todo el arenal de Gando hasta alcanzar las poblaciones más sureñas.
Y desde este lugar donde nos encontramos los dos -chaparro y yo-, tuvo que asistir a la desaparición de las arenas, primero de las dunas móviles y luego del arenal fósil que bajo ellas se encontraba y con las arenas asistió a la desaparición de la extensa población de chaparros hasta quedar, casi de una forma testimonial, estas pequeñas poblaciones, aisladas unas de otras. Su estado actual, vulnerable, se acerca más a ser considerada una nueva especie en peligro de extinción, que a la recuperación de sus poblaciones y su salida de la casilla de vulnerabilidad.
Este chaparro, mi centenario y secular chaparro, tuvo que asistir a la transformación radical de los arenales de Gando que, desde su atalaya, en esta Punta de Ojos de Garza, tuvo siempre frente a él, durante tres siglos, mucho antes de que un bosquete de pinos marítimos, especie introducida, ocultara de su vista el arenal de Gando. Ahora, en pleno siglo veintiuno, su mayor preocupación tiene que ver con el desconocimiento e ignorancia que los seres humanos tienen sobre sus querencias y los seres que las habitan. Un día sí y otro también, siente las continuas pisadas a su lado, las ruedas de las bicicletas que abandonan la senda buscando sus conductores nuevas dosis de adrenalina a cuenta de unas arenas que se desplazan y desaparecen por el viento, de unas frágiles plantas que descubiertas sus raíces, agonizan, dejando a la vista el sustrato de arenisca que es la puerta a la erosión definitiva del terreno. Siente pena por tanto ostracismo, consciente de que ningún ser humano sabe que lleva ahí toda una vida -excepto yo-, de que tal vez es tan longevo que bien pudiera haber convivido con los habitantes de los poblados aborígenes de Tufia y de Gando. Sabe que un mal día, sin que nadie se aperciba de ello, desaparecerá para siempre, partido su breve pero ancho tronco, tronzado, pisoteado por el calzado de un pie descuidado, por la pezuña de un cuadrúpedo, por la rueda de una bicicleta o una moto y entonces, en ese preciso momento, habrá desaparecido para siempre.
Hoy es uno de febrero, tengo la esperanza de que al igual que llevo visitándole más de treinta y cinco años, pueda saludarle muchos años más y sonreír ante la presencia de su próxima floración. Lo acaricio de igual modo que lo haría con un árbol enano. No puedo abrazarlo físicamente, pero el corazón se encarga de enviarle mi más caluroso abrazo. Sigo la marcha por el arenal, pues deseo confiarles un paisaje increíble tras las recientes lluvias.
La primera sorpresa está en esa mancha amarillo azafranada de multitud de pequeñas flores que destaca entre las arenas, tapizándolas. La planta, conocida como corazoncillo o pico de paloma por la curiosa forma de sus flores, forma parte de un género en permanente revisión en nuestras islas y, sin ir más lejos, aquí mismo en estos arenales. Es por ello que la identificación de este Lotus sp, que así se llama el género, deben cogerlo con pinzas y esperar a la confirmación de los botánicos del Jardín Canario. Con las primeras fotos enviadas a amigas botánicas y amigos botánicos, sin un estudio más allá de la mera visualización de las fotos enviadas por wasap, creen que podría tratarse de Lotus arinagensis, lo que supondría una nueva localidad para esta especie solo citada para los arenales de Arinaga. No es probable pero es posible, se basan en que estos arenales son una zona de confluencia botánica. Pero es más probable que sea Lotus tenellus. No puedo negar mi satisfacción al saber que algún botánico se acercará a revisar estas plantas in situ.
La segunda sorpresa me la da el arenal que se descuelga sobre el barranquillo colgado de Ojos de Garza. Una eclosión de verdor procedente de una planta, Cakile maritima, cubre el arenal, un hecho inusual pues estacional su presencia, no se observa el resto del año y tampoco germina en años de absoluta sequía. Las plantas han desarrollado gran parte de su estructura foliar y pendiente estoy de asistir a la floración de la misma. Es preciso un poco de paciencia. (La he tenido y he estado ayer, sábado, en el arenal. ¡Espectacular! El arenal cubierto de verde y blanco, un verde suave, carnoso, diría que sensual y un manto de flores blancas destacando en el mismo. Flores muy sencillas y delicadas, pequeñas y muy numerosas, de cuatro pétalos que circundan un conjunto de estambres de un amarillo pálido. Sin embargo, la sorpresa mayor me la ha proporcionado su aroma. Más allá de su belleza visual que cautiva por su delicadeza y explosión vital, sus esencias aromáticas recuerdan un suave y exquisito azafrán junto a notas olfativas que se aproximan a aceites balsámicos esenciales que embriagan el olfato y reconfortan el espíritu.
Bajo los Cakile marítima han florecido las camelleras con sus rosarios de flores blancas. También están presentes las flores blancas en unos ejemplares, rosadas en otras, de una planta del género Mathiola, que pienso puede ser Mathiola fruticulosa. Minúscula, tapizando esta zona del arenal con sus pequeñas plantas que no se extienden cada una de ellas más allá de la superficie que abarca una mano, las Lotus glinoides -planta anual, presente en todas las islas-, con sus flores de color rosa, rosa púrpura, enriquecen el espectro cromático del paisaje observado.
Tengo mucho cuidado donde pongo los pies y procuro no salirme del pequeño sendero. Por todo el arenal se inicia la floración de las nevadillas.
Vuelvo la vista atrás, al otro lado del barranquillo de arenas, justo donde se inician los Rajones del Salado y sonrío satisfecho al recordar la profusión de brotes florales observados hace apenas unos minutos, de las minúsculas piñas en formación presentes en las Atractylis preauxiana, la planta conocida como piña de mar. Las incipientes flores rivalizaban en número con sus hojas. No albergo duda alguna en que este año vamos a gozar de una extraordinaria floración en los arenales de Tufia y Ojos de Garza.
Pasado el barranquillo, camino de la península de Tufia, la loma que se extiende sobre la nefasta, ilegal y anárquica urbanización de Mazagatos, está cubierta de chaparros. Aún es pronto para su generosa floración, pero están en ello las plantas. Entre los chaparros y tan numerosas como ellos, se encuentran las nevadillas -Polycarpaea nivea-, que lucen pletóricas tras las recientes lluvias e inician también su preparación para la floración. Más madrugadoras en el arte floral se encuentran las camelleras -Heliotropium bacciferum- que ya muestran sus rosarios de flores blancas.
Hago un repaso de todas las plantas observadas y sé que aunque de escaso porte la mayor parte de ellas, todas y cada una de ellas encierran con su presencia un gran valor. La minúscula Artemisia reptans -conocido como incienso menudo, ejemplares de Lycium intricatum, los espinos de mar que cuelgan de los verticales riscos, sobre la marea, justo bajo los contados ejemplares de piña de mar,
De mayor porte, un buen grupo de aulagas -Launaea arborescens-, algún ejemplar de verode -Kleinia neerifolia- y esporádicos salados blancos -Schizogyne sericea-, uvillas de mar -Tetraena fontanesii-, la brusquilla -Suaeda mollis-, junto a los chaparros, dan entidad existencial de flora, pues se visualizan coloraciones verdes y grisáceas sobre el manto ocre-amarillento del sustrato arenoso. A estas especies se unen otras, una interesante diversidad de pequeñas plántulas a las cuales, por su tamaño, poca atención les prestamos, pasando desapercibidas pues, categorizadas como herbáceas son para la población humana eso, simples hierbas. Observo mis notas y repaso un pequeño rosario de las identificadas: una o dos especies de cerrajas menudas -Sonchus sp-, el tomillo marino que aún oculta su vistosa floración rosada -Frankenia laevis-, la espinosa -Fagonia cretica-, algún Plantago incapaz de identificar, los pequeños juncos o juncias marinas -Cyperus capitatus-, que siendo plantas anuales, comienzan a surgir de las arenas en este preciso momento, tras la llamada de las lluvias, Aizoom canariense, Beta patellaris, Memembryanthemum crystallinum y Memembryanthemum nodiflorum sobre las rojizas lavas de los Rajones, pincelando de colores verdes y rojizos la esterilidad de un suelo en formación… Todas y quedan algunas más, no olvidemos que no soy botánico, forman parte de la diversidad cambiante según lo hacen también los tiempos vividos, son pues plantas endémicas unas, autóctonas otras y algunas introducidas. Debemos considerar la presencia de todas ellas como una riqueza botánica, pues sucede algo parecido en la continua diversidad de seres humanos que pueblan la isla, que van y vienen, que permanecen en este territorio o están de paso. La migración de especies, la colonización de nuevos espacios. Adaptarse o desaparecer. Dejo esta reflexión ahí. Si queremos abordarla deberemos hacerlo desde una visión global, multidimensional, nunca exclusivista y exterminadora. Es necesaria una profunda reflexión antes de actuar y darnos tiempo. Cada nueva especie se adapta al nuevo territorio conquistado, buscando su nicho ecológico. Recordemos que las plantas autóctonas, las que llevan aquí miles de años y no son endémicas, en algún momento del pasado fueron también invasoras. No hablo de permisividad absoluta hablo de estudio y reflexión.
Continúo la senda. A mi mente acude una infinidad de rastros vitales sobre las arenas. En éste, mi paseo matutino, lo primero que cautivó mi curiosidad fue la multitud de huellas nítidas sobre los arenales de diversas especies de insectos, aves, reptiles y mamíferos. Está claro que el atardecer, la noche y las primeras horas de la mañana, son los momentos propicios para procurarse el sustento diario la fauna asociada a los arenales. En mi cuaderno de campo llevo registrados los andares de coleópteros diversos, de formícidos, lepidópteros, dípteros, himenópteros, ortópteros…, de pequeñas aves como el bisbita caminero y las marcadas e inconfundibles huellas de las gaviotas atlánticas. Registré también las huellas de diversas especies de limícolas, oportunistas aves costeras que encuentran en los arenales parte de su sustento diario: chorlitejos, correlimos, zarapitos… Es inconfundible el rastro del lagarto gigante de Gran Canaria cuyos ejemplares aquí son de mediano y pequeño tamaño, las patitas diminutas de los ratoncillos de campo, las huellas más separadas de un erizo moruno y, como no, las huellas de múltiples perros y las que dejan, junto a sus habituales excrementos, las pezuñas de los caballos. Las arenas delatan también el uso que de este espacio hacen los seres humanos. Sus pisadas hundiéndose en el arenal provocan el deslizamiento de las arenas y perjudican la conservación de la flora pues dañan ejemplares ya consolidados y sepultan y arruinan las nuevas plántulas impidiendo la recuperación de la flora. Paso a paso, sumido en estos pensamientos, llego al mirador de Tufia, una parada obligada antes de continuar este interesante periplo. Un banco fabricado con el tocón de una palmera cubana se convierte en asiento de reyes para derramar una mirada sobre el océano.
A mi derecha, un panel informa sobre este espacio protegido, a mi alrededor una flora ornamental que no es representativa de la flora canaria pero que está ahí, estoica, bien adaptada y aguantando como pueden los rigores de esta costa en cuanto a suelos ensalitrados, maresía y vientos dominantes. Aloes, pitas y pinos marítimos. Flora introducida. Respiro hondo.
A mi izquierda se descuelga una urbanización que ha nacido hace unas décadas al pairo de la ilegalidad y el nefasto laissez faire, laissez passer, muy propio de quiénes abandonando sus funciones de control y vigilancia como representantes públicos en la gestión del patrimonio de todos los ciudadanos, optando por la rentabilidad política de un puñado de votos cautivos por favores indeseables y gravosos para el resto de la ciudadanía, hacen la vista gorda y dejan hacer. Y así, las viviendas en el poblado de Tufia llegan hasta el mismo borde de la marea. Es cierto que ahora están vestidas de azul y blanco, embellecido sus paredes y encalados sus bloques, pero como yo recogía en el año 1987 en la publicación antes mencionada, ésta y otras urbanizaciones asentadas en la misma playa, el caso de Ojos de Garza, estaban tan condenadas a la piqueta por la Ley vigente, de igual modo que sucedía con Aguadulce y Melenara. La realidad, treinta y cinco años más tarde, es otra. Unas cayeron y otras no. A unas se les aplicó la Ley de Costas, a otras no. Cientos de personas perdieron sus viviendas tras el derribo por ser de construcción irregular y encontrarse sobre suelo de dominio público y otros cientos de personas las conservaron. De no aplicarse la ley de igual modo para todos, invito a los representantes públicos que se lo expliquen a quienes perdieron sus viviendas.
Tras el desánimo en la reflexión, pues sigue la vista gorda aplicándose en la anarquía de Mazagatos, una urbanización construida sobre chabolas que han ido creciendo y ampliándose a costa de los riscos y los arenales, impidiendo toda posibilidad de paso por el litoral, recupero la mirada. A mis pies, en la ladera que asciende desde el salobre, una hermosa y joven palmera canaria y un espléndido drago. Sonrío. A su alrededor hermosos ejemplares de chaparros. Un rayo de esperanza, una promesa de futuro.
Vengo de fijar la vista en la arena en busca de joyas botánicas e insectos que a nadie llama la atención, necesito echar una mirada al horizonte marino. Observo un primer plano de barcas de pescadores. Cuatro cuento, una se encuentra semihundida, efectos del temporal reciente. Elevo la mirada y un poco más allá de la Punta de Tufia, un rosario de jaulas pertenecientes a otra granja marina, crían y engordan doradas y lubinas. Busco el horizonte, el amanecer sobre el océano muestra siempre una indescriptible paleta de colores cálidos. Emociona el cromatismo en cambio perpetuo de tan enorme cuadro impresionista. Sensaciones visuales únicas que permanecen en mi retina.
Un avión, el primero de la mañana, cruza con enorme parsimonia el cielo de Tufia, procedente de Gando. Sobre un fondo incendiado de colores rojos y amarillos, apenas cautiva mi mirada pues, saliendo de los charcones y rasas de Ojos de Garza, dos garcetas comunes (Egretta garzetta) dirigen su vuelo a las pocetas que se encuentran al pie de la Cueva del Diablo, escondida bajo el poblado aborigen de Tufia. Mi corazón se llena de gozo. Sigo con la mirada su periplo aéreo, un rastro de plumas blancas, patas negras y dedos amarillos define, en su belleza y simplicidad, la extraordinaria capacidad de vuelo de estas ardeidas. Me levanto y dirigiéndome a la playa de Aguadulce, continúo mi periplo.
No tengo duda alguna, iniciando las jornadas de mi vida de este modo, tan al estilo de mi admirado Henry David Thoreau, que hoy será otro gran día. Escribo para mostrarles la belleza de la vida, de las pequeñas cosas que nos oferta la naturaleza continuamente. La naturaleza nos acoge, nos alegra, nos impresiona. Es vida y es arte. Necesitamos más pasión y más libros. Busquemos el placer que nos da una canción, una conversación, un abrazo o un beso. Busquemos vivir. El escenario que necesitamos está ahí fuera.
¡Cuánto cambiaría el mundo si todos fuéramos capaces de desconectar de algo tan alienante como la televisión y tener nuestro propio criterio!
Yo, mientras tanto, sigo caminando. ¡Buena vida!
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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