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Un pueblo llamado paraíso

miércoles, 07 de diciembre de 2022
A aquellos mis lectores que me "reclaman" y a quienes tanto reconocimiento debo por sus ánimos y apoyo.

Conocí un pueblo al que más de un poeta llamaba Paraíso. Era un pueblo pequeño, a orillas de un río y su vida discurría plácida y humildemente viviendo del mar y del campo. Su belleza era natural y servía de aire para hinchar el pecho de sus sencillas gentes que cantaban con alegría en tabernas y reuniones familiares. Estaban orgullosos de su playa y parque, de sus iglesias y de sus romerías. Y de muchas cosas: la música por todos los rincones, su folclore, su gastronomía y con la estrella de su Semana Santa.

Allí el tiempo transcurría lento y monótono durante al menos nueve meses, pero en el verano todo era frenesí. Ciertamente, el sol no era un veraneante fiel, pero, si aparcaba, todo era alegría y bullicio. La cuestión era divertirse y para ello abundaban los días de playa, las fiestas campestres, romerías, excursiones por el río... y verbenas animadísimas con sus botiquines y sus dosis de alcohol. En el invierno el cielo recobraba su estado natural y extendía sus ya raídas sábanas, mientras la vida cotidiana huía de la lluvia y el cielo vaciaba sus cántaros para pintar con suaves curvas un paisaje de árboles, flores y montañas y vestirlos con mil verdes.

Los niños, muchos de ellos descalzos y desnutridos, al salir de la escuela, jugaban a cualquier cosa en los barrizales sin conocer gripes ni catarros. Morían muchos angelitos.

El Paraíso era sencillamente bonito, pero, desprovisto del amor de los nativos y de su dosis de chauvinismo, era bastante parecido a otros de su entorno. Si la fe mueve montañas, aunque yo lo dude, la pasión ciega.

En realidad el pueblo era un entramado de calles donde se intercalaban tiendas de ropa o calzado, mercerías, dos o tres bancos, sastrería, bares o tabernas, ferreterías, zapateros, hojalateros... y un buen número de despachos de abogados, gestores... que atendía las demandas de una pequeña población de unos ocho mil habitantes.

Con puntualidad en el calendario, ya languideciendo, había sus ferias y mercados en decrepitud. Sin embargo, su comercio y demás negocios, derivados de la demanda de aquellas pequeñas actividades, sin nunca ser excesivamente boyantes, permitían presumir a una clase media siempre inmersa en esas vanidades. La vida discurría atenta al mar y las cosechas siendo la actividad maderera y ganadera un considerable complemento económico. El mar nunca fue gratis, pero vivía su esplendor, y si bien sabe mucho de dolores, fue generosos en sus mareas, atentos como había que estar a lo que entregaba a cambio de galernas y temporales con sus cupos de muertos y naufragios. No, todo no era idílico, de cuando en cuando cerraba alguna pequeña industria y eso suponía también que se avecinaba más hambre y necesidad. Ello obligó a muchos de sus habitantes, ingentes cantidades de familias, a la emigración agravada ésta con la desaparición de la única mina que había y que daba sustento a mucha gente.

Como cualquier otro pueblo sus habitantes estaban emparentados entre si y por tanto se conocían los "milagros" y "miserias" de cada uno, lo que daba lugar a la salsa de la maledicencia, a las envidias, los despellejes, a los chismes y hasta a los chistes a costa del vecino, no escapándose tampoco de los chascarrillos las vicisitudes de la emigración. No hay pueblo sin sus cotillas, ni sus raciones de vagos, artistas, miserables, intelectuales y sus pasarelas de exhibicionismo y presunción.

Sin embargo, todos se querían a su modo y hasta se perdonaban, o como mínimo se comprendían. Independientemente de que una incruenta y miserable Guerra Incivil hubiese partido el pueblo en bandos. Evidentemente, el vencedor mandaba, caciqueaba y hasta se emborrachaba y abusaba si era preciso. Los perdedores, calladitos, sobreviviendo en la precariedad más absoluta, soportaban con el mayor estoicismo aquel estado de vida que impuso una Dictadura. En tales circunstancias, hablar de justicia, igualdad, respeto y otros valores era una entelequia.

El tiempo,impertérrito siempre, pasó factura y con él cambió la vida, y de la Dictadura se pasó a la Democracia y hasta se vivieron tiempos de euforia que la realidad hizo aterrizar. Pero también cambió la gente y, de aquel compartir fraternal de la abundante miseria de las pequeñas cosas, de aquel plato de caldo tan agradecido, de aquella solidaridad humana que tantos lazos unía y que tan enriquecedora resultaba, se pasó, despreciando aquellas hermosas lecciones de generosidad, a una ciudadanía ególatra, al individualismo más narcisista, a la soberbia más insana, y a una voraz depredación capitalista que arrasó con cuanta belleza pudiera ser hoy legitimo orgullo. Sirva sólo de botón de muestra su playa.

De poco sirve ahora a sus ciudadanos lamentarse si ha sido su propia apatía y desidia la culpable de todo el desastre. Los pueblos son como las flores, necesitan cuidarlos, regarlos, mimarlos... Los pueblos los hacemos las personas. Si permitimos que destruyan nuestros magníficos jardines y dejamos gobernar nuestro destino a quien sueña con hormigón, entonces las rosas tendrán que esperar también mil primaveras; si nadie pasa factura a los responsables de que destruyan los paisajes y lo seguimos votando, entonces es que estamos de acuerdo; si nadie es capaz de corregir los problemas que origina la movida, entonces es que no hemos acertado en nuestras elecciones; si nadie denuncia que las autoridades y sus subordinados tienen intereses creados en mantener un estado anómalo de situaciones, entonces es que no queremos en nada a nuestro pueblo por más que hagamos declaraciones de amor eterno en el faceboock...

No, amigos, no. Los pueblos no los cambian las ideologías sino los ciudadanos. Y lo que hay que ver en las elecciones es si se gobierna para servir a fulano o a citano o, por el contrario, se busca el interés público, Lo que sobran en los pueblos son predicadores de taberna que tratan de granjearse la simpatía de sus oyentes y lo que faltan son personas serias, limpias y coherentes dispuestas al servicio al pueblo. La demagogia tabernaria viene de lejos. Lo que hace falta es que la gente colabore con el trabajo de las autoridades y que éstas bajen del pedestal de la soberbia producida por el cargo y, por encima de ideologías, se escuche a quien trata de corregir lo que sea preciso. De nada vale el buzón de sugerencias, si no se leen; de nada sirve denunciar, si no se corrige; de poco vale que te den la razón, si no hay cambios.

El pueblo del que les hablo casi no tiene flores, en cambio tiene tenderos en sus fachadas afeando la ciudad. El pueblo del que les hablo sufre actos vandálicos, pero nunca se da con los responsables o, si se da, la cosa queda en agua de borrajas. Ese mismo pueblo padece falta de médicos y otros servicios, pero muchos de sus ciudadanos, en vez de reclamarlos y exigirlos, se ríen de quienes lo hacen, mientras comen churros. El pueblo del que hablo, tiene una serie de personajillos con derecho a aparcar donde les sale de allí, porque con ellos se hace, al revés de quien denuncia, la vista gorda. Ese pueblo está empufado porque un faraón era muy amigo de sus amigos. En el pueblo del que les estoy habando algunos se hicieron ricos, hasta se cambiaron el nombre, se rodearon de poderosos y supieron untar a quien fuese preciso, En el pueblo del que les hablo, si hay algún familiar de las autoridades sin trabajo, mal será que no se encuentre algo. Si hay alguna oposición para trabajar en el ayuntamiento, siempre seguro será pertenecer a la jet set de la villa.

Aquel pueblo tenía por entonces unas personas altruistas y críticas que con su labor trataban de corregir una serie de anomalías que siempre existen en la sociedad. Era su manera de contribuir al bienestar de su pueblo y con ello a un mundo más hermoso. Ellos eran conscientes de que su labor, apesar de los sinsabores que su actividad les reportaba, era precisa y que aquel servicio era contribución cívica al bien común. Ellos sabían que eran despellejados en el sanedrín de la taberna por los pusilánimes, por los cobardes, por los envidiosos de su valentía, por aquellos por los que luchaban ante su apatía. Y hasta recibían insultos, cuando no agresiones, o eran víctimas de la cobardía de los miserables. Sí, luchaban por aquellos que chillan, pero no se mueven y siempre encuentran disculpas para justificarse. Si son los que insultan, pero ese es sólo su único argumento. Pero hoy los pueblos carecen de esa gente valiente. Se han ido muriendo y casi nadie quiere el relevo. Y nunca nadie tiene el valor de acordarse de ellos. Estoy hablando, por ejemplo, de un pueblo llamado Viveiro y de sus defensores recientes Gerino, Neira, Yacaré, El Pescador y tantos otros. Además hoy a los "valientes" les resulta más rentable y barato comer y beber en el pesebre de los señoritos.

Parece mentira que en un tiempo de tantas declaraciones de amor escondamos nuestros sentimientos en absurdas lamentaciones sin sentido ¡Cuánta suerte tienen los golfos! Ya nadie les hace frente y así le va al Paraíso de tantos amores. Siempre creí que aquella labor valía la pena y así me lo hacen saber algunas personas, pero soñadores, por lo visto, ya quedan pocos. Al Paraíso, amigos, no se le riega con lágrimas, sino con coraje. Para que sea hermoso de nuevo se plantan flores, se cuidan con esmero los jardines, se limpian los rincones, se le hace frente a los especuladores, se corrigen los errores, se aparcan las siglas, se limpian las pintadas, se planta cara a los abusos... Hay muchísima labor pendiente y, sobre todo, falta plantarle bemoles. Por avisar que no sea, querido lector y... dulce Paraíso.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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