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Lugo, una ciudad que fascina y enamora

miércoles, 09 de noviembre de 2022
Dedicado a Jesús Espiño Barros y María Meilán Nieto, mis padres.

Si les dijera que nací en una ciudad cuyos orígenes se pierden en el tiempo pensarían ustedes en una mente un poco fantasiosa, pero la realidad es que es cierto.

En verdad mis ojos vieron la luz en una ciudad que, aunque famosa por ser la capital de una importante y extensa provincia del imperio romano, reconocida con el nombre de Lucus Augusti, en honor al emperador Augusto, muchísimo antes la poblaron algunas de las más de cincuenta tribus galaicas -pueblos indoeuropeos, celtas, preceltas-, que habitaban en poblados independientes llamados castros por toda la geografía de la llamada por los romanos Callaecia.

Esto fue durante siglos antes de la llegada del imperio, guerreras tribus castreñas que habitaban hasta el último rincón de esta hermosa tierra del noroeste peninsular. Pero es que ya mucho antes -tres mil años a.C.-, durante el Neolítico, hombres y mujeres se asentaron en estas tierras dejando testimonio de su presencia en múltiples construcciones megalíticas, principalmente dólmenes, menhires, mámoas y crómlech o círculos líticos -el crómlech de A Roda en el municipio de Barreiros (Lugo) tiene una antigüedad de 4500 años-, dispersas por toda la provincia lucense y por toda la tierra gallega. Anteriores son los que, en el Paleolítico, tallaron a golpes secos las piedras de sílex encontradas cerca de la actual Puerta de San Pedro, una de las entradas icónicas de la ciudad.

Si les dijera que casi medio siglo después de mi partida de esta ciudad, siento estos lares como propios, que forman parte de mi ser, de mi vida, del espíritu que me alienta, entenderán el hecho de que, una vez aquí, me reconozca en el aire que respiro, en la tierra que piso y el agua que bebo. Toda persona está apegada, de un modo u otro, a la tierra que le vio nacer, al lugar donde dio sus primeros pasos, sintió sus primeras emociones, surgieron sus primeros anhelos.

Pues es de esta tierra, de esta colina que los romanos vieron como lugar idóneo para asentar su nueva ciudad tras la obligada consulta con sus augures, tan amantes ellos de estas zonas elevadas que fundaron la capital de su imperio sobre siete colinas. Es de su río -bautizado como Minium por ellos, derivando luego al hidrónimo actual, Miño-, de sus calles y sendas, de sus edificios singulares, sus iglesias y calles, de quien quiero hablarles.

No lo haré como un guía al uso, un formado y veterano cicerone que les arrastraría tras él -al modo de un avezado y experto flautista de Hammelin-, sorprendiéndoles en cada rincón, en cada esquina de esta hermosa ciudad con sus alocuciones bien preparadas.

No, nada de eso. Les hablaré desde el corazón y les sorprenderé igualmente porque les aproximaré un aire limpio que huele a bosque y al frescor de cada mañana, de un agua que sigo bebiendo directamente del grifo -del chorro diríamos los canarios para entendernos mejor-, fresca y salutífera como lo ha sido siempre, les descalzaré para que caminen conmigo sobre la hierba a ambos lados del río Miño mientras nos acompañan las lavanderas blancas -un hermoso pájaro de cola inquieta, réplica en blanco y negro de nuestras alpispas canarias, prima hermana ornitológica-, saltan las truchas en el agua o levantan el vuelo los azulones que no son otra especie de pato que los ánades reales.

Pero antes tengo que hacer una pequeña digresión y hablarles de un vocablo que muchos de ustedes jamás habrán oído en su vida: sabañón. Se preguntarán luego ¿qué es un sabañón?

Y yo les responderé que un doloroso recuerdo de mi adolescencia y de mi niñez, pues en Lugo, cosas del pasado, son un reflejo claro del cambio climático que paulatinamente se ha venido produciendo desde hace tiempo pero que yo he percibido especialmente en las últimas décadas del pasado siglo y la veintena de años que llevamos de éste, pues era habitual sufrirlos durante los meses más duros del invierno.

Los sabañones producían una inflamación y enrojecimiento de la piel debido al frío extremo. Una inflamación dolorosa de los vasos sanguíneos, una respuesta de la piel a la exposición continua al aire frío, muchas veces helado. No era tiempo de prendas especiales como las hay ahora. Algodón y lana eran las defensas preparadas por nuestras madres. Pasamontañas, gruesos calcetines, guantes, bufandas, pesados abrigos..., y a pesar de ellos, el frío encontraba la forma de llegar a tus pies, a tus manos, a tus orejas. El enrojecimiento en las orejas no protegidas y en los dedos de pies y manos eran la manifestación más clara del frío increíble que hacía cuando mi madre me llevaba diariamente al colegio que se encontraba a media hora caminando desde la casa familiar.

Ya no hay fríos extremos en Lugo, el tiempo veraniego no comienza en julio, como sucedía entonces, sino que desde mayo la temperatura es fresca pero agradable y este tiempo se extiende hasta bien avanzado octubre, llegando en los últimos años hasta las primeras semanas de noviembre. Si quieren poner a prueba este aserto observen las tablas de temperaturas de esta quincena de octubre y la riada de peregrinos que, en este Año Santo compostelano, sin siquiera mojarse pues las lluvias son deseadas, pero no llegan, sigue llenando veredas y caminos en dirección a Santiago con una afluencia que nada tiene que envidiar la del pasado verano.

Así las fiestas patronales de San Froilán que vienen celebrándose entre la primera y tercera semana de octubre, se parecen más, climatológicamente hablando, a un otoño primaveral o veraniego que a un otoño invernal.

Y les cuento esto porque hace cuarenta años no había turista alguno en Lugo. Nos sorprendía la aparición de alguno despistado por la Plaza Mayor o la Catedral y, curiosos, lo seguíamos un rato para ver si hablaban en francés, en aquel entonces la única lengua extranjera que se estudiaba en las aulas.

Ahora los hay a diario durante todo el año, y no uno sino decenas de ellos. Tanto es así el cambio y la benignidad del clima que hace años que las cigüeñas han colonizando el norte y se encuentran en todas las torretas de Terra Chá, en los pastizales de Lugo, Orense, La Coruña y Pontevedra. A las mismas puertas de la ciudad de Lugo hay varios nidos de cigüeñas. ¿Casualidad? No, amante de los pájaros como soy, hace cuatro décadas necesitaba bajar en coche muchos kilómetros y salir de Galicia para encontrar el primer nido de cigüeñas en tierras de Castilla León.

Pero más allá del clima, ¿porque la ciudad de Lugo y sus alrededores fascina, enamora?

Porque es una ciudad que pretende mantenerse en la vanguardia en cuanto a mejora mediambiental, en su apuesta por los entornos saludables, en su oferta cultural ciudadana al tiempo que mantiene vivo su pasado, porque aúna tradición con nuevas perspectivas culturales, deportivas, de ocio, porque no ha perdido el encanto de ser una ciudad rodeada de bosques, porque cada uno de sus hitos arquitectónicos se mantienen vivos, se miman, se cuidan, porque se lee, mima y respeta su historia en cada una de sus piedras.

Porque sus tradiciones gastronómicas jamás se perdieron y la defensa a ultranza de las tapas gratis con cada consumición sigue vigente y si te cuentan que con cuatro vinos, cuatro cervezas o cuatro aguas vas almorzado o cenado, te están diciendo una verdad como un templo porque los camareros habrán pasado la bandeja una decena de veces y te habrán servido tapas calientes al menos otras cuatro.

En otro artículo les hablaré de esa fiesta magna que comenzó como el divertimento de un grupo de personas y se convirtió en lo que es hoy, una fiesta de interés nacional y que llama a las puertas de la internacionalidad de la misma si no está ya reconocida como tal.

Me refiero al Arde Lucus, la mayor recreación del mundo romano que he visto. En junio, durante cuatro días, Lugo deja de ser una ciudad del siglo XXI para convertirse en Lucos Augusti, una de las ciudades más apreciadas del Imperio. La explotación del oro existente en los ríos y montañas de la provincia romana tuvo mucho que ver.

Durante esos días los lucenses se caracterizan, los visitantes se caracterizan, todo el mundo se caracteriza de romano o castrexo, es decir de miembro de las tribus indígenas que habitaban estos predios y durante cuatro días los desfiles de cohortes de legionarios se suceden y con ellos las cargas y las defensas de unos contra otros y los ataques de las tribus castrexas y las bodas romanas y las ceremonias castrexas, y los banquetes, y las cecas, y los talleres de todo tipo. Suenan tambores y trompetas y los escudos y los gritos de guerra te sorprenden por doquier. En esos días, durante esa fiesta de regreso al imperial pasado, todo el mundo es romano o castrexo.

Vienen cohortes de otros lugares de la península ibérica, bien procedentes de otras autonomías, bien de Portugal. No hay alojamientos disponibles esos días en Lugo pues, el hecho de ser una ciudad romana rodeada por una muralla camino de bimilenaria, Patrimonio de la Humanidad, atrae a miles de curiosos y visitantes.

Pero volviendo al Lugo que les quiero mostrar, fascina su ritmo de vida, el vivir sosegado, el silencio, el respeto, la seguridad, el buen trato de sus gentes. Emociona la vida salvaje en sus parques, en sus sotos y riberas, en su río que la circunda en parte, Cautiva sus extensas zonas arboladas, sus paseos fluviales a ambos lados del río donde podemos perdernos hasta cansarnos, jamás aburrirnos, pues las redes de senderos junto al río y sus derivaciones superan holgadamente el centenar de kilómetros de recorrido.

He vivido la mayor parte de mi vida, exactamente las dos terceras partes, en mi isla de acogida, Gran Canaria, una isla donde la naturaleza y su gente convirtieron en pasión mis ansias de vivir.

Una extensa red de senderos entre volcanes y barrancos convirtió mi tiempo vital en una pasión continua. Pero tengo que reconocer que cada vez que regreso a este solar natal y respiro el aire puro de sus árboles, de las calles empedradas, de las paredes cubiertas de hiedra, del murmullo del agua en sus ríos y sus fuentes, le regalo años a mi vida.

Cada vez que acerco el agua a mis labios en una fuente del camino o en un grifo de la casa familiar, saboreo la vida y la lleno de salud, pues su frescura y sabor ejercen de bálsamo natural para mi cuerpo. Cada vez que me descalzo y piso las hojas secas de los árboles en otoño o la tierra húmeda del invierno o siento la negra pizarra o el granito frío de sus rocas milenarias bajo mis pies, siento la vida renacer en mi cuerpo pues con tales acciones mi cuerpo recibe salud.

Creo en las bondades del agua, del aire y de la tierra allí donde me encuentro. Sé que disfruto de ellas en mi querida playa de Salinetas, en la perdida playa de Guguy, bajo cualquiera de los caideros del barranco de los Cernícalos o sumergido, tras las lluvias, en las transparentes y limpias aguas represadas en los cabucos o pilancones del barranco de Berriel, por eso sé que la vida que me aportan estos elementos naturales en la ciudad que me vio crecer se convierte en el mejor alimento, físico y anímico, para el cuerpo.

Sé que la ciudad posee la única muralla romana íntegramente conservada, sé que tal singularidad le ha conferido ser patrimonio de la humanidad. Sé también que la iglesia de Santa María, catedral y basílica, es una de las pocas que tiene el privilegio de mantener expuesto el Santísimo todo el año y es también, por ello, patrimonio de la humanidad, como lo es el Camino Primitivo que atraviesa la ciudad de este a oeste. Sé de todos y cada uno de los valores que se esconden fuera y dentro de las iglesias de San Pedro, Santiago A Nova, San Froilán, Santo Domingo, San Fernando, capilla de San Roque, capilla del Carmen... Románico, Gótico, Barroco, Neoclásico... todas y cada una de las tendencias arquitectónicas están presentes en la ciudad. Son joyas indiscutibles sus retablos, sus coros, sus órganos, sus esculturas, pero de todo ello no me corresponde hablar.

Sólo quería hablarles de la fascinación que provoca una ciudad y un Camino que la atraviesa, el camino de Santiago que accede a ella por una puerta de la Muralla, la puerta de San Pedro al principio mencionada, una de las más antiguas de dicho monumento y abandona la ciudad por otra puerta, la del Carmen, la más antigua o, al menos la más romana.

No necesito contárselo. Vengan y obsérvenlo, situados junto a cualquiera de estas puertas, convertidas en verdaderos heraldos de la ciudad que dan la bienvenida a cada uno de los peregrinos que entran y salen a diario en ella. Si el asombro ante la belleza y el recogimiento de sus calles empedradas es su carta de presentación, el pesar causado por la despedida y por lo tanto, la promesa de un pronto reencuentro, es el pensamiento de cada viajero.

Yo he salido hoy, como cualquier peregrino, para hacer los cien kilómetros que separan caminando a esta augusta ciudad de la santa y cuna del jacobeo, Santiago de Compostela.

En mi espíritu se encuentra el ansia del Camino, la atracción del descubrimiento, el tránsito por el espacio físico, el cariño de sus gentes. En mi corazón la certeza de que pasados unos días regresaré al rencuentro con esta ciudad, la patria de mis ancestros y mis seres queridos.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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