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Los Alpes (1971)

jueves, 06 de octubre de 2022
Siguieron viaje hacia Alemania con una escala en Franckfurt. Esta vez durmieron en un telo que lucía una estrella en la puerta, todo un lujo. Por la mañana bien temprano, con la prisa por aprovechar el día de sol olvidaron pasar por la administración para pagar la cuenta. Algunas veces también en los grandes supermercados donde se abastecían de comida, no encontraban la caja a la salida. Antonio decía que estaba contribuyendo a la redistribución de la riqueza o lo que alguna vez se llamaría "reparación de la deuda histórica" por el expolio de la conquista. Aunque elloseran más parientes de los conquistadores que de los pobres indígenas.

Alemania después de la derrota de la segunda guerra estaba dividida en cuatro porciones como una pizza. La oriental bajo la Unión soviética, la DDR (República Democrática Alemana) por un lado, con capital en Berlín. Del otro lado del llamado telón de acero las otras tres bajo control de los Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, formando la República Federal Alemana (DFR), con capital en Bonn. Berlín a su vez también estaba partida en estos cuatro sectores. Era una especie de isla dentro de la Alemania comunista, rodeada la parte occidental por un muro prácticamente infranqueable. El famoso muro de Berlín.

Continuaron camino hacia Los Alpes y como les sobraba un día, al pasar por el costado de un pueblito con unas murallas que invitaban a conocerlo, decidieron (bueno, uno decidió y la otra asintió) quedarse a descansar un día entero, permitiendo un reposo muy merecido al dedo pulgar derecho del becario, brilloso por el uso que le daba. El lugar se llamaba Rothemburg ob der Tauber y al entrar, sorprendidos por lo lindo que era, se enteraron que había ganado el premio al mejor pueblo turístico de la Alemania Federal. Una pegada.

En las calles lucían carretas con flores, maceteros de madera en casi todas las ventanas y las típicas casas estaban pintadas de colores cálidos. La calle que bordeaba por dentro la muralla era de tierra y se podía ver algún caballo que completaba la postal.

La pieza lamas (la más barata) resultó sorprendente. Para llegar a lazapie, los huéspedes tenían que cruzar un baño enorme con unabañeramuy antigua, con patas de bronce, canillas de la época de Napoleón, y un calefón también de bronce del año del pedo, que para ponerlo en funcionamiento había que echar unas monedas de 20 pfening. Analizando las circunstancias del momento, y luego de una breve consulta, resolvieron la necesidad higiénica con una lavada de sobacos, culo y patas, en ese orden, en la pileta de la pieza y con agua fría, gentileza de la pensión. La dueña, una alemana grandota que había eliminado toda sonrisa en las reglas de protocolo con los huéspedes, les exigió el pago por adelantado.

Pasaron por Munich, donde recorrieron unas calles del centro, y siguieron en dirección a Innsbruck, en el Tirol austríaco. Además de la belleza del lugar disfrutaron de unos días soleados bellísimos. El increíble paisaje de los Alpes con las faldas de las montañas recién cosechadas, llenas de parvas de pasto y de pequeñas iglesias desparramadas con torres puntiagudas, componían un escenario lindísimo.

Al atravesar los pueblos, cuando no encontraban un supermercado dispuesto a contribuir con la expedición, teníanque comprar pan, fiambre y queso y a veces leche para el desayuno (digamos... desayuno, almuerzo y cena).

Cruzaron Vaduz, la capital de Liechtenstein, y entraron en Suiza. El cruce de cada frontera implicaba bajar del coche, sellar la salida del país en el pasaporte, caminar hasta el otro puesto aduanero, sellar la entrada en el nuevo país y subirse otra vez al mismo coche o alejarse unos metros y conseguir otro vehículo. Suiza tenía similar paisaje rural. Todo tan bien organizado y siempre acompañados por el sonido de los cencerros de las vacas.

Desde que habían cruzado los Pirineos el transporte se había agilizado. El dedo era mucho más fácil y además hasta se permitían elegir el vehículo. Todo hasta Suiza, donde el guía no llegaba a levantar el pulgar. Al aproximarse al borde del asfalto, el primer coche que pasaba, casi siempre un Mercedes, ¡le preguntaban si los podían llevar! Así hacían tramos cortos, bajándose de uno y subiendo a otro.

Durmieron una noche en Interlaken, en una pensión situada en el primer piso de un edificio antiguo, al final de una larga y quejosa escalera de madera. En la mañana, luego de bajarla y ya en la calle, no recordaban si habían pagado por adelantado al llegar. Ese día almorzaron en una plaza bien cuidada de Gruyere, aunque no pudieron ver ninguna fábrica de queso. Después Ginebra, con el chorro de agua que parecía de un bebedero gigante, y atravesaron los alpes franceses. Más tarde Lyon y en la parada frente a Avignon tuvieron tiempo para contemplar el famoso puente y hacerse una fotografía.

(...Continuará...)

Andrés Montesanto. Fragmento de "Buscando a Elena", 2021.
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