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Otoño

miércoles, 12 de octubre de 2022
Dedicado a las personas anónimas, asiduos visitantes de la playa de Salinetas que, iniciado el otoño, en sus paseos matutinos se agachan una y otra vez con la intención de retirar de la arena los minúsculos cristales que las mareas depositan sobre ella.

¡Otoño! Qué término más apacible, sereno y sonoro.
Otoño es el cambio de ciclo en la naturaleza y en los seres humanos, es el inicio de las clases, desde los más pequeños hasta los universitarios, es el tiempo del mar echado, las mareas muertas, el horizonte infinito, sólo quebrada su quietud en un breve periodo de tiempo, por las mareas del Pino, que, una vez se han manifestado, la tranquilidad y el sosiego vuelven a apoderarse del litoral recuperando la armonía y la dulzura del tiempo otoñal.
Otoño llega a esta playa teldense -esta singularidad del ciclo sucede en muchas otras playas de la isla-, rebosante de arena, una arena capaz de cubrir la mayor parte de los riscos hasta convertir la charca de Salinetas en una mera lámina de agua donde mojar los pies. Hay poca profundidad y mucha arena. Observando la charca me aborda un recuerdo reciente. El verano daba sus últimos coletazos pues el otoño golpeaba con insistencia en la puerta de las estaciones, cuando una enorme mantelina (Gymnura altavela) quedaba varada sobre el arenal de la charca. Sin agua suficiente para iniciar su hermoso y sorprendente vuelo submarino, ni sus frenéticos aleteos ni la subida de la marea consiguieron sacarla de aquel reducto rocoso, devolviéndola así al mar abierto. Tuvieron que ser algunos bañistas que observaron su lucha por volver al océano y otras personas cercanas a la escena, preocupados igualmente por el estrés que manifestaba la raya mariposa tras la impotencia de sus esfuerzos vanos quienes, con la ayuda de una holgada toalla playera que deslizaron bajo el cuerpo del animal, pudieron conseguir izarla y transportarla hasta la playa. Una vez suelta, con agua suficiente para desplazarse, poco tardó la mantelina en alejarse de la orilla.
Pero la naturaleza es sabia y tras la pretenciosa soberbia del jable en su fútil intento de sepultar bajo su rubio manto hasta el último rincón de la playa encorsetada por el paseo litoral y las viviendas adosadas al mismo, un fuerte temporal, un océano revitalizador que suele llegar a finales de la estación antes de iniciarse el inverno, y en pocos días la mayor parte de la arena regresa al fondo del mar, al seno de esos arenales sumergidos y cercanos de donde, año tras año, volverá para regenerar la playa una vez más.
Será entonces el momento en que la vida surja de nuevo en los charcos y rasas y los riscos recuperen su esplendor de roca. Será entonces el momento de la recolonización por los cangrejos y los burgados, de las pequeñas lapas pues grandes ya no quedan por la obstinada depredación del ser humano, y de las barrigudas y de los pulpos que vuelven a sus húmedos predios en ese espacio intermareal donde la vida alcanza una biodiversidad insospechada. Será también el momento de las algas recolonizando el sustrato rocoso.
Es muy importante reflexionar sobre este ciclo de la arena y el mar, de la roca y la vida, porque es algo que deberíamos tener muy claro los seres humanos. Los ecosistemas de una zona intermareal con cambios continuos, ven cómo cambia su fisonomía una y otra vez a lo largo del año y, no obstante, la vida sigue. A ese proceso se le llama adaptación y de él obtenemos extraordinarias enseñanzas.
Seres vivos y seres inertes -una clasificación del ser humano que nunca me ha convencido del todo, pues la vida de unos no sería posible sin la evolución y el desarrollo de los otros- somos parte del volcán que nos da cobijo y nos nutre. Y el volcán es movimiento, es fuerza, pero nunca pasión y furia. Es la fuerza que antecede al cambio, al renacer de un planeta en perpetuo movimiento, en un juego de creación y destrucción permanentes. Si no somos capaces de entendernos parte de él en este concepto transformador y dinámico, nunca entendemos el concepto de ser volcánico y la desesperación y el desánimo se harán fuertes en cada uno de nosotros.
Pero volvamos a la playa y al otoño. La estación del cambio, del tránsito de especies, de la vida que discurre con la lentitud o rapidez que sugiere la caída de las hojas de los árboles caducifolios, a mí me encuentra de nuevo paseando, en la misma playa, pero siempre distinta. No soy de hábitos firmes en cuanto a los lugares que recorro, pero sí un habitual paseante. La razón de esta veleidad es mi forma de ser, mi inquietud permanente por visitar nuevos espacios, no más interesantes, pero sí más necesitados de otras miradas, de otras voces, de otras perspectivas. De ahí la imperiosa necesidad de improvisar cada mañana al levantarme y variar los recorridos a realizar. Playas, barrancos, malpaíses, conos volcánicos, llanuras, acantilados... ¡Qué placer supone iniciar cada día en un escenario diferente!
Pero hoy estoy aquí, sobre las arenas de la playa de Salinetas, con la mente puesta en saborear el otoño. Ya no me sorprende que cada amanecer la playa presente un cuadro distinto, una escenografía diferente. No son sólo las bellas alboradas que eternizan en imágenes fijas muchos fotógrafos por toda la costa teldense, sino la observación de las pequeñas cosas que suceden en ella, la observación de las huellas que dejaron otros visitantes más madrugadores: palomas bravías, palomas domésticas, chorlitejos, zarapitos, garzas, garcetas, correlimos, gaviotas, vuelvepiedras…, los pequeños detalles que nos permiten distinguir unas aves de otras, las formas de la arena, de los sedimentos aportados por la marea durante la noche, la diversidad de la avifauna migrante que busca en los charcos la vida que éstos albergan.
No hay duda alguna, durante la noche mareas y aves modelan un nuevo cuadro sobre la arena.
Cultivando el arte de la observación -que tan bien lo plasma y practica nuestro entrañable naturalista, escritor y divulgador ambiental Joaquín Araújo en su libro: “El placer de contemplar”, podríamos leer la vida que la playa encierra, podríamos identificar, sin necesidad de calendario alguno, el período del año en que nos encontramos.
Me gusta estirar el cuerpo antes de apurar el paso. No es nada cultivado de antemano, propio de un programa específico de entrenamiento. Nada de eso. Se trata simplemente de observar a otros seres vivos que nos rodean. Aquel gato que se despereza en los riscos de Clavellinas, el perro que se estira en un balcón sobre la playa… Luego camino, a veces corro, cada vez menos. Es otro ritmo el que me sugiere el cuerpo. Mientras estiro y paseo, observo el suelo. Recojo media docena de pequeños objetos de colores diversos. Es fácil encontrarlos, pues reverberan bajo los efectos de los primeros rayos de luz de la mañana, brillando como espejos.
Se trata de cristales, unos de tamaño medio y otros más pequeños. Unos presentan sus bordes romos, otros aún conservan sus aristas cortantes. Me uno a los voluntarios -pocos son, pero muy valiosos- que cada mañana, allá donde les lleven sus deseos, disfrutan de la playa caminando y se agachan para recoger estos desechos. Afortunadamente no son muy abundantes estos residuos pues en el puño de una mano caben, pero el trabajo a todos beneficia, así que los saludo sin palabras, con las manos, y una sonrisa ilumina mi rostro, pues tras cada acción altruista siempre se cobija una esperanza,
Otoño es poesía y música. Otoño es camino. Por eso estoy escribiendo este artículo y he pospuesto, una vez más, la serie de barrancos. Seguiré pronto con los que apenas quedan por tratar, dos para terminar la serie de los barrancos olvidados. Pero es el momento ahora de palpar la vida y me emociona observar el vuelo de una garza real camino de un estanque. ¡Qué sabrá ella de nuestra pandemia! Ni siquiera es consciente de nuestro exagerado daño al medio que comparte con nosotros. Daño al medioambiente, al agua y a la tierra, al aire, a la vida misma y al ser humano. Me acuerdo entonces del señor Fisterra y de la bella historia del trasno novelado, una historia inédita a punto de publicarse en gallego y que algún día trataré en este espacio.
Devuelvo la vista al horizonte y descubro que allá lejos, sobre un mar echado e incendiado de cálidos colores, surge el sol aún frío, nuestro astro.
Podría terminar aquí, con la apacible serenidad otoñal, pero siento la tentación de compartirles una historia, una historia personal que está a punto de editarse junto a otras veinte historias que suceden en el transcurso de una vida, en este caso la mía. Se trata de uno de esos seres humanos que te enseñan a ser humilde, agradecido, esperanzado. Se trata de una de esas personas que bajo su vestimenta esconden unas maravillosas alas. Todo el mundo sabe, si no ha perdido la capacidad de ver con los ojos del corazón, que no es necesario ser un ángel para gozar de la extraordinaria capacidad de volar.

LA MUJER QUE RECOGÍA MINÚSCULOS CRISTALES

“Conocí a Rosana por curiosidad. No sabría decir si lucía las alas de una cigüeña, una garza, un quebrantahuesos o un buitre leonado. Su espíritu aunaba virtudes de todas ellas. Gracilidad, hermosura, perseverancia, paciencia, fortaleza y una voluntad inquebrantable.
Rosana era una mujer silenciosa.
Silenciosa y activa. Sus manos hablaban sin necesidad de palabra alguna. Cuando la conocí, se encontraba agachada, escrutando con enorme destreza cada centímetro cuadrado de un cuadrilátero imaginario, pues eso era cada parcela que registraba dentro de la enorme cuadrícula en que habían dividido aquel espacio natural con dos playas, cuyos nombres, Aguadulce y Tufia, rememoraban un pasado aborigen, época aquella en que el vidrio y el plástico no habían hecho acto de presencia.
Tras mi llegada, no levantó la vista. En silencio y sin molestarla en su afanado empeño, observé qué estaba haciendo. Al parecer, recogía fragmentos de vidrio, abandonados en aquel lugar desde un tiempo indefinido. Antes de mi llegada había retirado los pedazos más grandes, procedentes de botellas que habían sido estalladas contra el suelo en un pasado reciente, sin miramiento alguno. La torpeza de algunos humanos es tan grande como su ignorancia. Tras ella, a punto de colmatarse con los residuos recogidos, un cubo plástico de color azul. Se encontraba ahora recogiendo los cristales más pequeños. Centímetro a centímetro, tras su rastreo, sólo quedaba un suelo limpio. Un suelo arenoso en parte, en parte terroso, incapaz de esconder la pugna enriquecedora que llevaban a cabo los fértiles suelos de cultivo y las volatineras arenas de la playa. Y en este encuentro cambiante de amarillos y ocres, destacando por su blancura matizada por cálidas tonalidades, la roca de caliche surgía en abundancia, alertando de la presencia de calizas en el suelo y lanzando una clara señal sobre la peligrosidad del fuerte proceso erosivo que llevaban a cabo el viento, el sol y la lluvia.
Elevé la vista, más allá del limitado campo visual que controlaba Rosana. Eligiera la dirección que eligiera, otros voluntarios realizaban una labor semejante. Acuclillados, responsables al parecer de una cuadrícula imaginaria, limpiaban con impecable eficiencia el territorio asignado.
A decir verdad, supe del movimiento provocado por Rosana a través de la prensa. Un amplio artículo destacaba la entrega altruista de su tiempo, el tiempo de una persona que día tras día, mes a mes, año tras año, en silencio, sin más herramientas que sus manos, sus pies para desplazarse, un sombrero para protegerse del ardiente sol, un par de guantes, un cubo grande y tres más pequeños, recorría los espacios naturales de la isla y no cejaba en su empeño hasta eliminar los trozos minúsculos de vidrio así como los pequeños desperdicios que olvidaban o dejaban tras ellos, fruto de la insensatez y la desidia, sus descuidados congéneres.
No era suya la labor de las basuras grandes. Muebles, colchones, escombros de construcción, lavadoras, ruedas de coches… informaba de su presencia a los vecinos de la zona, a los empresarios limítrofes, agentes de la autoridad o quien tuviera competencia en vertidos incontrolados. Lo hacía a través de singulares reporteros de la radio y televisión, conminándoles a actuar, a vigilar su entorno como seres comprometidos con el medio. En el caso de encontrarse con representantes de los ciudadanos y agentes de la ley les instaba a erradicar el vertido, a ejercer las necesarias y obligadas labores de vigilancia y a penalizar las infracciones cometidas por los desaprensivos que jamás albergaban en sus mentes el más mínimo respeto al derecho de los demás a gozar de espacios limpios y saludables.
A Rosana esta labor de denuncia le agotaba en extremo. Por eso prefería dejársela a Antonio y a Pino, fieles reporteros que con su crítica y acusadora mirada ponían nombre a los responsables y, a través de sus artículos, programas de radio y televisión, exigían actuaciones inmediatas.
Era así como ella podía dedicarse a sus guantes, a sus cubos y devolver la mirada al suelo. Era entonces cuando se sumergía en silencio en los sonidos de la tierra y del aire, de los insectos y arácnidos que correteaban entre sus dedos, en los saltos engañosos del caminero o del calandro que buscaban alejarla de sus nidos, en los chillidos acechantes del cernícalo, inmóvil en el aire sobre ella, oteando el arenal en busca de pequeños lagartos.
Al cabo de un par de horas, pues ese era el tiempo que destinaba diariamente a tan generosa como impagable labor, se erguía, estiraba la espalda encorvándose hacia atrás y con los cubos, unas veces llenos, otras mediados, regresaba al núcleo urbano más cercano en el que depositaba el vidrio en su contenedor específico, el papel en el azul, los plásticos en el amarillo y en el gris, el resto de desperdicios.
De regreso a casa, camino de iniciar una jornada laboral que le permitía compaginar su tiempo con esta actividad, sonreía ante los recuerdos de momentos en que se había encontrado con jóvenes en busca de una playa escondida, pescadores en busca de su atalaya favorita, ciclistas devoradores de senderos y huérfanos de sensaciones pausadas. Siempre se encontraba con la incrédula y sorprendida mirada de todos ellos ante su labor de limpieza. La mayoría de las veces habían continuado en silencio, absortos en su sorpresa, sin comprender nada. Otras, había percibido la sonrisa sardónica en sus semblantes o la equivocada sensación de que justificaban tal acción como un principio de locura momentánea. Apenas un par de segundos, un fugaz cruce de miradas, pues su rostro regresaba a la tierra y a su familiar ecosistema de residuos, plantas y animales diversos.
Tras observarla un tiempo, sentí la imperiosa necesidad de hablar con ella, sabiendo con certeza que solo era mía tal necesidad pues para ella ese dispendio temporal la desviaría de la verdadera labor que merecía ser llevada a cabo. Tal vez por eso, obedeciendo a un impulso natural, guardé en un bolsillo de la mochila el lápiz y la libreta que utilizo para tomar notas y, sin palabra alguna, me acuclillé cerca de ella. Sin guantes pues no disponía de ellos, comencé a recoger trocitos de vidrio, de plástico y una multitud de oxidados clavos procedentes de viejas maderas de antiguos invernaderos. Estuvimos así, en silencio, varios minutos. Fue al querer depositar un puñado de clavos en la bolsa de basura destinada al resto de residuos cuando, extrayendo otra bolsa de una pequeña talega que llevaba a un costado, a modo de bandolera, me corrigió:
• No, a la basura general no. Por favor, los restos metálicos en esta bolsa. Aunque pequeños, son tan numerosos que pueden ser reciclados. Y, por favor, póngase unos guantes –recomendó, ofreciéndome unos-, es más fácil cortarse con estos residuos de lo que usted pueda creerse.
Cogí los guantes, coloqué los clavos en la bolsa ofrecida y seguí recogiendo y separando.
Pasado un tiempo, le pregunté:
• ¿Es consciente del alcance de su proyecto en el mundo?
Silencio.
Retomé la palabra para decirle:
• Ha iniciado un movimiento de respeto al medio y de responsabilidad individual y colectiva sin parangón. ¡Enhorabuena!
Silencio.
Terminamos la cuadrícula. Nos levantamos los dos. Ella con la gracilidad de una caña, de un bambú que recupera la armonía cuando deja de azotarla el viento que la mantiene doblada. Yo, con un acusado dolor en los riñones, en la cintura y en unas rodillas aquejadas por la falta de ejercicio en cuclillas.
- Ha sido un placer compartir con usted este tiempo -manifesté.
Fue entonces cuando habló.
- Escaso valor tiene lo que acabamos de hacer si no somos capaces de acompañar al enfermo, ayudar al necesitado, darle de comer, sonreir al desamparado que deja atrás a su familia, en resumen, estar cuando alguien lo necesite. ¡Hay tantas acciones posibles para ayudar a otros seres humanos! La limpieza del medio natural será innecesaria cuando limpiemos nuestros corazones.
Y diciendo esto dio la vuelta con los cubos en sus manos y se marchó. La dejé ir pues, indigno en mis planteamientos, a años luz me encontraba de Rosana garza, Rosana cigüeña, Rosana buitre leonado y Rosana quebrantahuesos a un tiempo”.

Espero que hayan disfrutado con la lectura. Cuando lo escribí, traté de que fuera un texto apacible y sosegado, como una esperanza otoñal.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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