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Volcanes, paisajes en continua evolución

miércoles, 05 de octubre de 2022
Dedicado a mi buen amigo Anselmo Marrero Tejera, con quien comparto sendas, rutas jacobeas y aventuras volcánicas.
"Abertura en la tierra, y más comúnmente en una montaña, por donde salen, de tiempo en tiempo humo, llamas y materias encendidas y derretidas". Así registra el primer significado de la palabra volcán, el diccionario de la Real Academia Española. También nos dice que dicha palabra proviene del latín, del dios romano del fuego, Vulcanus.
Lo que sí es cierto que, en la Palma nuestra abertura en la tierra no fue una sino varias y que no eran montañas ya formadas, sino que estas erupciones recientes están formando montañas que no existían antes. Nada concreta la expresión: "de tiempo en tiempo", pues desde que el magma deformó la corteza que le impedía manifestarse y discurrir sobre ella, nuestro volcán y sus asociados no han parado de rugir y expulsar gases, llamas y materiales piroclásticos por varias bocas asociadas al volcán.
Les he comentado en un artículo anterior que soy un oyente habitual de QPH radio: "la radio positiva", y he alabado y alabo su buen hacer, su rigor en el planteamiento informativo, su firme apuesta por el conocimiento y, esto es el mayor activo que dicha radio tiene, la dedicación de sus promotores y la entrega, seriedad y solvencia de todos sus colaboradores.
Pues bien, días atrás escuché a don Anselmo Marrero Tejera, extraordinaria persona con quien tengo el placer de compartir una buena amistad, buen guía y excelente compañero de senderos y aventuras volcánicas, en su exposición "in situ" sobre el volcán de la Palma. Yo tenía, desde el inicio de la erupción, firme la decisión de visitar el volcán, de sentir el poderío del magma en su faceta constructora, modeladora del relieve terrestre, pero sus palabras me animaron aún más, me apremiaron a coger un billete de barco -los vuelos estaban en ese momento cancelados-, y salir al encuentro de un fenómeno geológico al que pocos seres humanos durante su vida tienen la oportunidad o el deseo de asistir.
Sobre la marcha llamé a Anselmo y en sus palabras entendí que era esta una asignatura pendiente para sentir y entender la complejidad y la belleza de un volcán en pleno proceso eruptivo. -Asistimos a la transformación de una isla, ya sucedió en Lanzarote y la isla palmera está inmersa en un proceso semejante. Lleva apenas una semana y el volcán manifiesta con sus tremores, movimientos sísmicos y volumen de lava emitida que se encuentra en pleno proceso eruptivo y cualquier hipótesis referente a la duración del mismo, es pura conjetura. Así lo interpreté yo y me puse en camino.
Tras su alocución radiofónica, muchos recuerdos afloraron a mi mente. Juntos habíamos realizado la ascensión al Vesubio, al Estrómboli y al Etna. Los tres volcanes italianos en el mismo viaje, un viaje diseñado para conocer e interpretar, dentro de nuestros limitados conocimientos, formaciones y fenómenos volcánicos semejantes a los que habían formado las islas donde habitábamos.
Recuerdo que el Vesubio se encontraba apacible en nuestra ascensión y pudimos disfrutar sin sobresaltos de la espectacularidad de su caldera, velada por nubes y brumas, de la intensidad de un paisaje volcánico que mostraba belleza y desolación a un tiempo, que nos mostraba a cada momento la titánica lucha de los vegetales -líquenes y musgos esencialmente-, en su intento por colonizar aquellos riscales, aquellas oquedades pétreas que aún no habían olvidado el ardor del volcán. A fin de cuentas, no deja de ser reciente -y muy dramático hay que añadir-, su pasado eruptivo más sonado, pues dos milenios a punto de cumplirse no son más que un suspiro a escala geológica.
Los silencios de Pompeya y Herculano, sus entramados urbanos, el tránsito que por sus calles -calcinadas entonces y rescatadas del olvido en la actualidad- hacemos hoy en día los humanos turisteando por ambas ciudades romanas, nos transmiten la extraña sensación de que sus pobladores siguen vivos, palpitantes aún de sueños y futuro, de esas vidas que, apenas unos minutos antes de que la catastrófica explosión del volcán -no debemos olvidar que estamos hablando de uno de los volcanes más peligrosos del mundo- y sus nubes ardientes lo arrasaran todo, se encontraban en sus calles, plazas, comercios y viviendas en toda su plenitud.
Niños jugando en la calle y en los patios, mujeres en el mercado, jugadores y bebedores en la taberna, sexo en el lupanar, amantes arrobados en el discreto rincón de un jardín, madres con sus bebés, ricos con sus fortunas, pedigüeños y pordioseros. Todos, absolutamente todos, no pudieron huir de la hecatombe y así, sin más, quedaron convertidos en un instante en un trágico recuerdo.
Es entonces cuando sientes que más allá de la destrucción de más de un millar de casas, fincas y enseres en los municipios palmeros afectados por el volcán y sus lenguas magmáticas, la vida de cada uno de los seres humanos que las habitaban es más valiosa que todas las propiedades perdidas. Es cierto que la destrucción acarrea mucho dolor e impotencia, que es mucha la desesperación y ruina, que se vuelven montañas infranqueables la incertidumbre y el desánimo, pero si se siente tantas sensaciones dolorosas es porque se está vivo y si es así y nuestros seres queridos siguen a nuestro lado, recordando las palabras de un verso de nuestro querido poeta Pedro García Cabrera, la esperanza nos mantiene.
En Pompeya y Herculano, el furor del volcán segó vidas y haciendas. Nada respetó. Todo quedó sepultado por las cenizas y la lava. Sólo dejó tras él, destrucción y muerte.
Y la historia se repite una y otra vez. Sólo es cuestión de tiempo. Son los volcanes las espitas de una Tierra que necesita equilibrar fuerzas, tensiones y presiones en su interior, por eso comenzaba el artículo con la buena noticia de que en nuestra ascensión al Vesubio, encontramos un volcán aletargado, silente, velado por un entorno brumoso, conscientes eso sí del último trágico recuerdo: en marzo de mil novecientos cuarenta y cuatro, en plena guerra mundial -la segunda porque los seres humanos nunca aprenden de las anteriores-, el Vesubio despertó nuevamente y se llevó por delante tres ciudades italianas: San Sebastiano al Vesuvio, Massa di Somma y parte de San Giorgio Cremano, y casi un centenar de bombarderos americanos, -éste sí que es un daño colateral de nula importancia tanto en cuanto el volcán arrasó con máquinas de guerra que siempre significan dolor y muerte para los seres humanos-.
Los otros dos volcanes italianos, siendo más activos pues sus erupciones se repiten con inquietante periodicidad, nos recibieron en un momento de relativa tranquilidad pues ninguno emitía preocupantes señales como para temer una próxima erupción.
Sería imprudente no reconocer que siempre es una lotería el inicio de una ascensión por las laderas de un volcán activo. Lo cierto es que más allá de la temeridad o la insensatez, ambos periplos nos resultaron tan gratificantes como provechosos. Cuando el volcán te atrae, pisar su suelo, palpitante aún de su última erupción, vivas aún en su pulsión infernal las ahora dormidas bocas de fuego que mantienen un precario y provisional equilibrio en el interior de sus cráteres, se convierte en una experiencia inolvidable.
Siempre es cuestión de preferencias vitales, de diferentes formas de interpretar el sentido de nuestras vidas y en consecuencia llevar a cabo el discurso de nuestra existencia. Hay quien la encuentra escalando montañas, buscando pecios, descendiendo a profundidades que le desvelan milagros de la vida submarina, otros observando aves, identificando plantas, escribiendo un libro o bien jugando a las cartas o sentados en un cómodo sofá viendo su serie preferida. Nosotros en ese viaje, era el volcán o mejor dicho los volcanes, la geología de los mismos, la forma de sus estructuras y la vida que prosperaba en sus laderas e interior quienes daban sentido a nuestro periplo y en ese momento a nuestra existencia.
El Estrómboli, una isla volcán o un enorme volcán capaz, el sólo, de generar una isla, nos reveló en medio de la noche su negruzca silueta de volcán, definida por el resplandor de su fuego. Navegábamos desde Nápoles y la isla la abordaríamos al amanecer. La proximidad a la isla lo anunciaba su potente paroxismo volcánico manifestado a través de un cráter que escupía ardientes llamaradas y expulsaba un sinfín de cenizas y otros materiales piroclásticos que descendían raudos por la ladera hacia el mar. Para los dos era el primer volcán activo al que nos acercábamos. Realizamos la ascensión al siguiente día por una vía de escape, una infernal e imposible pendiente de picón utilizada en casos extremos para salir rápido del volcán, pero nunca utilizada para realizar una ascensión. Tozudos e inconscientes, dos canarios bregados en ascensos y descensos acumulados, sabíamos que nuestras piernas y rodillas responderían bien al envite del picón y la pendiente. Un paso para adelante y tres cuartos de paso hacia atrás pues la inestabilidad, volumen y profundidad de aquella capa de picón no permitía afianzar las botas con firmeza. Tras una sudorosa y larga ascensión alcanzamos una zona bastante alta en el volcán, un terreno con menor pendiente que ofertaba a los ojos un sustrato de finas cenizas de color crema, un paisaje virginal sin huella alguna. La ladera se había vuelto un territorio yermo, carentes de vegetación y vida animal. Por toda ella, espaciados, surgían hilillos de vapores blanquecinos procedentes del interior del volcán. El instinto no necesita de conocimiento previo para alertarnos del peligro. Es cierto que los animales lo tienen más desarrollado pues nosotros lo hemos relegado a un segundo plano, confiados en una sociedad, la humana, que todo lo prevé, minimizando riesgos y aletargando sentidos. Pero en estas situaciones, el instinto animal se reactiva y nos mantiene alerta. Sabíamos de la toxicidad de las fumarolas del volcán y sabíamos que respirar sus gases podría convertir la ascensión en nuestra última experiencia. Nadie añora llegar a un cráter, la cima de una montaña o una profundidad marina cuando tal deseo puede trocarse en tragedia. No es arbitrario el hecho de que no se permita la ascensión hasta el borde del mismo y que siempre deba realizarse con el servicio de guías especializados, conocedores del cono y del estado diario del volcán. La sciara di fuoco -carretera de fuego-, ladera orientada al noroeste por la que descienden raudas las cenizas y bombas volcánicas que expulsa continuamente el volcán, nos recuerda su actividad incesante y con ello su permanente peligrosidad.
Lo cierto es que la historia de este volcán no va a la zaga de la historia del Vesubio. Es el Estrómboli uno de los volcanes más activos del mundo. Prácticamente sin descansar desde inicios de los años treinta del pasado siglo, entró en erupción en el año 2019 acabando con la vida de un excursionista siciliano y ahora mismo, dos años después, el volcán vuelve a estar en erupción, reactivándose en los mismos días que comenzaba el de la Palma.
El Etna es otra lotería. Contándose por decenas sus erupciones históricas, desde el año dos mil han sido seis las erupciones importantes del volcán, comenzando este siglo con tres seguidas -años 2000, 2001-2002 y 2003-2004- y siendo las últimas la del año dos mil veinte y la actual, pues el volcán Etna entró en erupción el diez de agosto y tras tres semanas de pausa volvió a reactivarse el pasado veintiuno de septiembre, expulsando lava, cenizas y bombas volcánicas y generando una columna de gases de más de nueve kilómetros de altura. Y es que el Etna es un estratovolcán, como lo es nuestro cercano Teide, gigantescos volcanes con erupciones unas veces efusivas, otras explosivas, siendo estas últimas tremendamente destructivas.
El ser humano, inconsciente muchas veces, atenuados sus temores por el seguimiento de los científicos y el metódico registro de los servicios de prevención y control que tienen monitorizado el día a día de los volcanes y de los seísmos, a la vez que abonándose a la suerte de una lotería peligrosa, sube sin miedo hasta las estribaciones más atrevidas. Anselmo y yo gozamos de la inmensa suerte de subir -como otros miles de montañeros lo han hecho- y bajar sin percance alguno. Observamos la nieve perpetua que tiñe el volcán en su parte más alta. Caminamos por ella tras las huellas ennegrecidas de las lavas más recientes. Nos detuvimos para saludar a una pareja de montañeros nórdicos y fotografiarles con su recién hecho muñeco de nieve. Mientras, en la cúspide del Etna, una columna eterna de humo blanquecino, con hilachas negruzcas a veces, de color amarillento otras, no dejaba de salir de la boca del volcán.
Observamos a un guía siciliano ascendiendo con cuatro o cinco montañeros, ladera arriba. Nuestra primera intención fue seguirles, pero ascendían sobre tubos volcánicos que permitían ver en su interior peligrosos vacíos. Asusta cuando tu seguridad la confías a la mayor o menor solidez de unas escorias soldadas a sabiendas de que no existe una base firme donde reforzarse. Los observamos y dejamos ir. Cierto es que no formábamos parte de aquel grupo que por lo atrevido consideramos más experimentado. Apenas ascendieron unas decenas de metros pues el límite lo ponía el volcán y el sentido común. Regresaron al sendero que no era tal, sino una precaria línea sobre la lava intuida en el rastro de las huellas de algunos montañeros y senderistas que nos aventurábamos hasta la caldera más alejada.
Del cráter, la señal inequívoca de que el volcán se encontraba activo, seguía manifestándose aquella columna de humo a la que nadie dejaba de prestarle atención. Ningún movimiento bajo nuestros pies, ningún tremor, ningún sonido que presagiara el despertar del gigante. Creo que todos y cada uno de los montañeros que ascienden a volcanes con actividad manifiesta son conscientes del peligro real existente.
Nicolosi, Fornazzo, Giarre, Randazzo, Zafferana, Catania... son ciudades que se encuentran al pie del volcán. Si pensamos que Catania, la segunda ciudad más poblada de Sicilia, cuya población roza los cuatrocientos mil habitantes, está al pie del volcán, entenderemos que, en zonas volcánicas con elevado y contrastado riesgo de erupción, un buen número de seres humanos se han instalado y han aprendido a convivir con esa realidad. Todos y cada uno de sus moradores son conscientes de que, antes o después, el riesgo de sufrir daños materiales y humanos está presente y deben asumirlo. Son los riesgos asociados a vivir en sus proximidades. Mientras tanto, toca vivir.
Un amigo director de cine y amante a ultranza del séptimo arte -Guiss un abrazo muy fuerte desde estas líneas cargadas de emoción y gratos recuerdos-, me invitó hace pocos días a visionar la película: "Strómboli, Terra di Dio", en su casa de Montmeló, un film dirigido por Roberto Rosellini y realizada en 1950. Como era de esperar de un cinéfilo, el visionado fue en versión original. Sabía él de mi aventura con el volcán y la finalidad, más allá del goce de tan magistral película, era observarme, escuchar mi parecer ante las imágenes del volcán, comparar el momento de mi reciente ascensión con la fisonomía de la isla y la erupción registrada en la película. El visionado de la cinta me supuso una explosión de emociones. Recordaba cada rincón del volcán e identificaba con total precisión los escenarios utilizados, los lugares en que se encontraban situadas las casas en la ladera, las arenas de la playa y el precario muelle donde, a pesar de haber pasado setenta años, sigue imposibilitando un atraque seguro con tiempo adverso.
Pero volvamos al volcán que tiene en vilo a toda Canarias. Con los billetes en la mano, me puse en camino. Fue hace un par de semanas, finales de septiembre primeros días de octubre. Para llegar al volcán, cogí un barco en Agaete (Gran Canaria) con destino a Santa Cruz de Tenerife. Observé el mar suavemente encrespado, rizadas y espumosas sus lomas de agua, y sabía que, en ese mismo océano, a unas ciento cincuenta millas al oeste, el mar perdía terreno ante el empuje y el avance de una lava que hacía muchos días había alcanzado el mar. Se estaba formando lo que muy correctamente llaman los palmeros una fajana.
Creación y destrucción. El equilibrio del planeta es un constante levantarse y descomponerse, nacer y morir, en la búsqueda permanente de un equilibrio, equilibrio que en este caso se consigue a través del movimiento.
Peces voladores sobre el gran azul. Busco delfines y calderones frente a un amplio ventanal, pero no los encuentro. El ferry levanta cortinas de agua y espuma. Poco pasaje, muy poco en todo el barco. Es cierto que estamos a mediados de semana, pero también es cierto que la recuperación económica va más lenta de lo que se esperaba y nos pretenden hacer ver.
Sigo observando el limitado vuelo de los peces voladores y me imagino el momento, perdido en el tiempo, en que otros congéneres, antepasados de esta especie, intentarían un vuelo más largo, semejante a estos que observo, pero que al alcanzar los veinte, treinta, como mucho cincuenta metros, notaron que despegaban, que sus alas los mantenían y se alejaban gradualmente del líquido elemento, que eran capaces no sólo de mantenerse en un medio que no era el propio sino de ascender y subir.
Sonrío. Sé que la hipótesis es errónea, que tal proceso evolutivo no sucedió con un pez, surgió a partir de los celurosaurios, un grupo concreto de dinosaurios terápodos, de huesos ligeros y cuerpo cubierto de plumas, pero la emoción que siento es semejante.
¿Qué anima al pez que observo a volar, a intentar mantenerse cada vez más tiempo en el aire? ¿Qué animó en su momento al celurosaurio a dejar el suelo y procurar su futuro en el medio aéreo?
Me encantan estas reflexiones. El tiempo cobra otra dimensión. A la vista tengo el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Durante un tiempo cambiaré la inestabilidad del líquido elemento por la seguridad que trasmite la tierra firme. Es necesario para el equilibrio del cuerpo. Como seres terrestres, nuestros cuerpos no están acostumbrados a permanecer largo tiempo en un medio diferente al habitual.
Iniciándose el atardecer observo el mar desde del ferry que me llevará a La Palma. Desde cubierta abro los brazos para realizar una inspiración profunda y embriagarme con su salobre olor. Soy consciente de su incuestionable poderío, pero en la isla palmera las entrañas de la tierra están echando un pulso al océano. Pretendo aproximarme a Santa Cruz de La Palma y notar cambios en el océano, ignorante de que, ante tanta inmensidad oceánica, será muy cerca de la lengua de fuego donde el océano, si acaso, se caldee un poco y donde su furor baje la cerviz ante el poder del infierno, de un infierno volcánico incansable en su dinamismo. Un infierno en la tierra que los habitantes de varias poblaciones y barrios de los municipios de El Paso, Los Llanos de Aridane, Tazacorte, Fuencaliente están viviendo. Algunas poblaciones ya lo han vivido y El Paraíso, Los Campitos, Todoque, El Pampillo se encuentran ahora bajo la lava del volcán. Es así de claro, sin más explicación. San Borondón, Marina Alta, Marina Baja, La Condesa, Tajuya, Tacande de Arriba, Tacande de Abajo, La Laguna se encuentran confinados, expectantes, en alerta máxima.
Salgo de Los Cristianos con el mar en calma, decenas de gaviotas atlánticas se acunan suavemente sobre las ondas del puerto.
La puesta de sol nos regala imágenes cálidas y hermosas. De pronto, por estribor, surge la silueta de una isla, escondida tras una nube. La Gomera es la imagen irreal de una isla que nos desvela unas veces retazos de su hermoso y atrayente perfil iluminado por los últimos rayos solares, otras desaparecida tras la bruma gris y oscura de una noche en ciernes.
Un envolvente azul oscuro secuestra el mar. Sin anunciarse, la oscuridad me roba el paisaje. Llevo una hora y media de travesía, oteo el horizonte y no vislumbro resplandor alguno en la lejanía.
Estoy pendiente de la luz que me revele la existencia del volcán. El recuerdo que atesoro en mi memoria es inenarrable. Corresponde al momento en que el cráter del Estrómboli surgió en la noche, definiendo con su resplandor el contorno de la isla. Eran las cuatro de la madrugada, subimos a cubierta y, en absoluto silencio, Carmen, Isabel, Anselmo y el que les narra esta vivencia, nos encontramos, emocionados. La grandeza del volcán es la grandeza de la vida y ante su poder sólo somos seres vivos capaces de manifestar una emoción contenida.
Frente a mí se encuentra ahora Santa Cruz de La Palma. Su proximidad la anuncia el arropamiento de la isla a la hora de aproximarnos a su puerto. Mar en calma, fin del zarandeo y la desaparición de la imagen de los peces voladores, sustituida por una manifestación bulliciosa de la vida alada: decenas de gaviotas atlánticas vociferando en los alrededores del muelle.
Una multitud de luces definen el perfil de la zona urbana de Santa Cruz. Más allá de tal concentración luminosa, la oscuridad es total. Nada revela la presencia del volcán, ni columnas de humo ni resplandores de fuego. La dorsal y la noche ocultan la realidad del volcán. Salgo a cubierta a registrar con el olfato y el oído lo que la vista me niega. Nada detecto. El registro olfativo no me aporta mayor información. Son los olores de combustión del barco los que me llegan nítidamente. Son también los motores los que impiden que mis oídos puedan detectar algún sonido procedente del volcán.
El desembarco no aporta más información a mis sentidos. Una noche tranquila, una ciudad silente, pero bajo mis pies siento un crujido desconocido, un sustrato nuevo, un sonido diferente, nada habitual. Es entonces cuando mi vista descubre una arenilla negra que cubre los bordes de la calzada y las aceras, los parterres y los cantos rodados de la playa, las hojas de los árboles y los tejados de las casas. Son las finas cenizas que llegan del volcán, aquellas que, más allá de la influencia de los alisios que dispersan gran parte de ellas sobre el océano, impidiendo de tal modo que no pasen la dorsal, traen los contraalisios que se mueven a mayor altitud y arrastran las partículas más finas que se elevan varios miles de metros en la atmósfera, o un cambio en los vientos dominantes que generan el mismo efecto de arrastre en este material piroclástico
El viaje cansa -el trabajar también cansa, Lavorare stanca, nos recuerda en el poemario que publicó en 1943 el extraordinario poeta italiano Cesare Pavese -qué quieren que les diga, me manifiesto un enamorado de su poesía, es Pavese uno de los pilares esenciales para mi forma de entender e interpretar la poesía-.
Necesito pasear un poco por la avenida que se abre al mar. Es un placer disfrutar de una interpretación arquitectónica popular, basada en sencillez y la luz, el color y el encuentro diario con el océano. Todo ello lo consiguen los habitantes de esa primera línea de costa, a través de un rosario de balcones a cada cual más bello, donde las plantas y la decoración forman parte de la armonía y belleza de cada una de las casas y sus moradores.
Respiro hondo y es entonces cuando encuentro que el aire que aspiro no es el que recuerdo la última vez que he visitado la isla, hace una decena de años cuando, mochila a la espalda, vine a patear la caldera de Taburiente, a escuchar los caminos del agua, a abrazar los dragos de las Tricias y caminar sobre las cenizas de los, en aquel entonces, volcanes recientes. No. Mis pituitarias registran ahora algún compuesto en el aire que me provoca un tenue pero perceptible picor en las fosas nasales. También los ojos acusan dicho cambio. Me pican un poco y debo lagrimar para combatir la sequedad en los mismos.
Decido descansar. Necesito dormir para observar despierto, frente a frente, ese fenómeno de la naturaleza capaz de cambiar la fisonomía de una isla y a sus gentes para siempre.
Mi primer contacto con el volcán es el viernes 1 de octubre a las 14.27 horas. Voy camino de Los Llanos, procedente de Santa Cruz de La Palma y justo al pasar el túnel que atraviesa la dorsal, un ruido semejante a un trueno apagado capta mi atención. Me desvío a la altura de la estación de la ITV, justo antes de llegar a El Paso, en Tacande de Arriba y, desde una explanada donde, ajeno a la curiosidad de los transeúntes un enorme pastor alemán dormita, tomo contacto visual con el volcán. Sé que lleva activo desde el domingo día 19 de septiembre a las 15.12 horas. Impresiona su silueta, pero más impresiona su actividad. Respiro hondo sin apartar la mirada del volcán. Repaso la mañana. La he ocupado en un intento por acercarme al volcán por la vertiente sur de la isla. Una masa arbórea de pinar, amplias franjas de fayal-brezal y en otras zonas de bosque mixto, señorean las cumbres palmeras a lo largo de la dorsal, camino de Fuencaliente. Recuerdo que a mi llegada, nubes de vapor de agua y otros gases asociados, procedentes del volcán y es posible también de la entrada de la lava en el océano, envolvían en un mar de bruma y niebla el interminable manto de plataneras que cubre la costa. En el camino hacia el sur seguí percibiendo sensaciones ya no tan desconocidas: leve picor en los ojos, sequedad en la nariz y la extraña presencia de esa arenilla minúscula de color negro brillante que desde Santa Cruz de La Palma cubre con un fino velo todo lo que encuentra a su paso, dotando al paseo y a la carretera de un nuevo sonido, un crujido pertinaz e incómodo en cierto modo pues la mente relaciona su presencia con la realidad del volcán y sus efectos sobre las poblaciones más cercanas.
Me detuve un par de veces en el camino, con la intención de beber agua y saborear los extraordinarios higos que ofertaban algunas higueras plantadas al borde la carretera. Éstas, a falta de ser aprovechadas pues se encuentran en dominio público, sus frutos una vez maduros, caen al suelo. Pero no es un recurso alimenticio desperdiciado. Ricos en nutrientes, los higos son devorados con fruición por los lagartos palmeros, algunos roedores y un número indeterminado de avecillas. Son higos negros, de la tierra, muy sabrosos. Fruto de finales de verano, principios de otoño, se convierten en una delicia que se deshace en la boca. Eché de menos un poco de gofio para poder abrirlos con las manos pasarlos por el gofio y llevármelos a la boca para saborear así un verdadero manjar de dioses.
En Fuencaliente, el control de la policía local es absoluto. No hay excusa que valga. No permiten el paso más que a los servicios de emergencia, vulcanólogos, personal asociado y fuerzas de seguridad. Lo encuentro comprensible. Debe prevalecer la seguridad y la prudencia y el plan puesto en marcha no lamenta, hasta la fecha, víctima alguna. Con idéntica seriedad que amabilidad, me recomiendan dirigirme al paso de la Cumbre, es decir, el túnel que desde Santa Cruz permite llegar con suma rapidez a los Llanos.
Y aquí estoy, en Tacande frente al volcán, a menos de dos kilómetros del mismo, justo al lado de uno de tantos controles de la guardia civil con el fin de evitar locuras personales y riesgos innecesarios accediendo a la zona de exclusión, zona por otra parte de enorme riesgo pues en un radio de un kilómetro del cráter se están observando bombas volcánicas y emplastes lávicos emitidos por el volcán.
Un enorme cono de lava se ha formado en la ladera. Tras él, hay otro más pequeño que no muestra actividad alguna. Observo los alrededores del volcán. Se respira soledad y se percibe una inquietante negrura. Se trata de un espacio calcinado, donde los pinos más próximos se mantienen en pie como esqueletos ennegrecidos. Observo luego, en los alrededores del volcán, un amplio sector donde los pinos canarios han perdido el perenne color verde de sus acículas, cambiado por un color castaño reseco, la tonalidad propia de las hojas quemadas sin llegar a calcinarse. Pero más allá de este sector, los pinos canarios resisten aún las elevadas temperaturas procedentes del volcán, manteniendo sus penachos verdes, anunciando su lucha por la vida revelada en el resplandor del cercano volcán. Y es que el pino canario sabe de estas lides, es una especie propia acostumbrada durante milenios a la actividad de las erupciones volcánicas. Es esta una oportunidad increíble para los botánicos de estudiar la respuesta del pino canario y de otras plantas canarias ante condiciones extremas como éstas.
Según me voy acercando a la zona de exclusión el ruido semeja un trueno que no deja de manifestarse. Surge de las entrañas más profundas del volcán, de ahí el tremor, esa mezcla de trueno y temblor. Por la boca de fuego en que está convertido el cráter salen dos enormes llamaradas que se convierten en tres cuando el paroxismo de la actividad alcanza alturas mayores. No percibo explosiones, pero eso no significa que no se produzcan continuamente. El volcán está activo, muy activo. Se percibe su vigor, su juventud.
Es curioso, me encuentro frente a la imagen del volcán que observaba de niño en mi primer libro de Geografía, sólo que esta imagen es real. Estoy viendo su gigantesco cono y escuchando el estruendo que produce su sonido atronador, viendo los ríos de lava surgiendo del volcán y sintiendo sus cenizas minúsculas cayendo sobre mi vestimenta y mis brazos. De repente ha dejado de ser una atractiva ilustración que me fascinaba en mi etapa infantil para convertirse en un hecho real. Siento que aquella candidez, aquella percepción infantil donde los fenómenos eran bellos o feos sin más, sin un análisis complementario de los efectos generados por tales imágenes ha desaparecido, se ha perdido, desmoronado. Es algo inherente al hecho de convertirnos en mayores. La realidad es más compleja y este fenómeno de la naturaleza que tengo ante mis ojos así lo corrobora. No puedo sentir este volcán como un maravilloso espectáculo natural, que ciertamente lo es, sino como el fenómeno geológico capaz de destruir más de un millar de viviendas, fincas e infraestructuras asociadas y con ellas un número indeterminado de ilusiones familiares, personales, humanas, de historias y ancestros, de vidas truncadas.
Repaso mentalmente las últimas noticias sobre vulcanología a nivel mundial y sé que este volcán de Cumbre Vieja es uno más de las cincuenta erupciones activas que hay en este momento sobre el planeta. Curiosamente, dos de ellas corresponden a volcanes que he visitado y que he comentado ya en este artículo, en concreto el Etna que se reactivó el 21 de septiembre de 2021 y el Estrómboli, reactivado el día anterior el 20 de septiembre. Resulta curioso que el volcán de La Palma, el Estrómboli y el Etna hayan entrado en erupción en días consecutivos 19, 20 y 21 respectivamente.
No olvidemos, no obstante, que fuera de estos volcanes hay más de un millar que se encuentran activos en el mundo, de los cuales más de la mitad tienen confirmadas erupciones históricas.
Volviendo a nuestro volcán, junto a la expulsión continua de lava, se observan claramente las bombas volcánicas y otros materiales catapultados a la atmósfera.
Con el anochecer el volcán parece cobrar más fuerza, aunque lo más seguro es que sea un efecto óptico o la impresión que nos embarga de miedo y temor ante su espectacularidad manifiesta. El cráter semeja un inmenso caldero infernal donde las corrientes de convección que recorren el magma, agitan la lava hasta expulsarla por sus bordes como lenguas de fuego.
El calor y la gravedad son los responsables del río de lava que mana sin descanso de las profundidades del cráter. Sigo observando con los prismáticos y el derrame lávico duplica de pronto su anchura cuando, tras una sorda explosión, cede parte de la pared del volcán orientada hacia el flujo de la lava provocando un labio en el cráter que favorece una mayor salida del material contenido. Desciende en forma de vivos colores, se perciben primero los blancos, luego los amarillos que van trocándose en rojizos hasta devenir en el color negruzco de una masa fundente en movimiento. Cuestión de temperatura y enfriamiento. Es curioso pero el modo de derramarse la lava sobre la ladera me recuerda un gigantesco vertido de pintura, lenta y pastosa, que va cambiando de tonalidad según el gradiente térmico al que se encuentre sometido. Cosas del arte y de mi calenturienta mente.
Sobre la corriente lávica, un rastro continuo de humo blanquecino, producto del choque de temperaturas entre los materiales ardientes y su encuentro con la atmósfera provoca nubes de vapor de agua. Me gusta pensar así esta manifestación hidrotermal pues no dejo de reconocer que esas lenguas de lava con la noche se observan incandescentes y son aterradoras. Uno es consciente entonces de la verdadera dimensión del volcán. Redefine continuamente el paisaje de su entorno, lo modela a su antojo y la tragedia de su efecto destructivo sobre infraestructuras, viviendas y campos de cultivo es enorme e impredecible.
Hay desolación e impotencia en las miradas de la gente. También se atisba esperanza en las miradas de aquellos que aún no han sufrido los efectos de la lava, aunque sus casas y fincas se encuentren en los alrededores del volcán. Respiro hondo dentro de la mascarilla, mis ojos sufren menos tras las gafas de protección.
De un día para otro el cráter amplía su boca y la lava surge rebosante sobre la ladera. Un poco más abajo, un cono adventicio sigue expulsando lava a borbotones. Son dos ríos de lava que conforman una y griega antes de unirse, ladera abajo, en un cauce único. Pero si espectacular es el río de lava, más impresiona en la noche las llamaradas que surgen del volcán.
Con la noche cenizas y bombas volcánicas se vuelven incandescentes semejando su discurrir por la atmósfera una increíble exhibición de fuegos de artificio. Innumerables chispas blanquecinas, cenizas volcánicas que caen luego, tras trazar una parábola sobre las laderas del volcán volviéndolo momentáneamente blanco y al instante oscuro, pasando de un manto níveo incandescente a la oscuridad más absoluta. Dura poco este fenómeno pues otra emisión de cenizas incandescentes vuelve a iluminar las laderas y apagarse a continuación. El efecto es una iluminación continua de la montaña revelando su verdadera dimensión, la de un cono incandescente. Son momentos fugaces que la vista no es capaz de diferenciar pues la atmósfera enfría con rapidez la superficie de los materiales piroclásticos pero nuevas nubes ardientes caen sobre las anteriores manteniendo una coloración sucesiva de rojos y negros. Es así, durante veinticuatro horas, día tras día, semana tras semana como el cono volcánico va ganando en volumen y altura hasta romper, observado desde la distancia, el lejano perfil de la dorsal que servía de referencia para relativizar la importancia y el tamaño del nuevo cono. Ahora, pasados unos días de observación y guardadas las referencias en el paisaje gracias a las fotografías, el cono ha crecido y preocupa una evolución tan rápida.
Un halo blanquecino de vapor de agua y otros gases se observa, como un hálito fantasmal, sobre la superficie de la ladera. Se agradece su presencia pues vela en cierto modo la terrible y dantesca imagen de un volcán incontrolable.
Dejo el volcán, momentáneamente, para observar el paisaje desde otro lugar de referencia. La bajada al puerto de Tazacorte me acerca a un barranco donde sus laderas de escarpadas pendientes están alfombradas por plataneras. Hay bancales imposibles realizados para albergar a duras penas dos filas de plataneras. Un verdadero trabajo de titanes realizado por humanos, llevado a cabo en su día acuciados por la necesidad y el hambre. Dispuesta entre bancales, una interminable escalera con peldaños de piedra que algún día el sufrimiento humano utilizó para sacar los plátanos de tan acusadas pendientes. Demasiado esfuerzo, descomunal trabajo, admirable sacrificio. A la mente acuden imágenes de la viticultura heroica llevada a cabo en los cañones de los ríos Sil y Miño, en tierras lucenses y orensanas. Y, una vez más corroboro, como a lo largo y ancho del planeta el ser humano ha labrado su presente y su futuro a base de enormes sacrificios en aras a obtener su sustento diario.
En el puerto de Tazacorte llueve ceniza, literalmente. Sientes como llegan a tu cuerpo, a tus piernas, a tu cara, a tus brazos, a tu ropa. La ceniza sobre el cuerpo tiene un efecto sorprendente por lo inusual. Es una sensación extraña, como si una infinidad de microagujas indoloras tocaran tu epidermis. Sientes su llegada, pero no hay dolor, no hay calor en ellas, sólo extrañeza ante una sensación desconocida. Aunque el volcán se encuentre relativamente lejos, pues apenas se oye aquí su fragor, nadie en la calle, nadie en la playa, nadie en las terrazas. Hay recelo, hay respeto, veladamente puede que hasta miedo. Es cierto que tampoco ayuda la elevada temperatura de esta inusual ola de calor. Treinta y cinco grados son muchos grados y más en la proximidad del volcán. Nada ayuda el hecho de que los suelos y terrazas se encuentren cubiertos de cenizas. El trabajo incesante del personal que atiende los pocos negocios abiertos limpiando continuamente las mesas y sillas y sacudiendo las sombrillas es estéril en un par de minutos, pero hay que hacerlo. Ocupo una mesa, bajo una amplia sombrilla y solicito una cerveza. Me la sirven acompañada de una sincera sonrisa de gratitud. No tarda mucho en sentarse en una mesa próxima una pareja de turistas extranjeros. Y es que, si algo he notado durante mi corta estancia, es el temor palmero a la pérdida del visitante, tanto del turista europeo como del nacional, a que se extienda el miedo a salir cuando en verdad he recorrido la isla y la vida sigue sin mayores cambios en la mayor parte de ella. Es pues este artículo una llamada a nuestra gente, es ahora cuando la isla nos necesita. Debemos visitarla, estar con ellos, consumir sus extraordinarios productos, hacerles ver que el enorme trabajo realizado para obtener tanta variedad de productos de la tierra: vinos, plátanos, hortalizas, mangos, cítricos, mieles... no fue estéril, sino que sigue manteniendo vivo su mercado, la satisfacción de sus ventas, el reconocimiento a una labor tan callada como provechosa.
Volviendo a Tazacorte y la terraza donde me encuentro, observo como las casas y los coches están cubiertos de negro, el color al que va cambiando poco a poco el blanco del vehículo en que he llegado, pues una lluvia fina de ceniza volcánica cae sobre su superficie acompañadas de ese sonido nuevo, apenas perceptible.
Apuro la cerveza pues deseo ver la fajana formada por el volcán, desde el muelle de Tazacorte. Imposible realizarlo pues el acceso al mismo está prohibido.
Regreso a los Llanos de Aridane. Impresiona ver el grosor de la capa generada sobre la calzada y aceras, grosor que, de no retirarse la ceniza, aumenta en volumen y peso día tras día. Precavidos y preocupados por ambas magnitudes de medida, sus habitantes la retiran diariamente de tejados, balcones y cubiertas recogiéndolas en bolsas y depositándolas delante de sus fachadas. Serán luego los servicios del ayuntamiento y cabildo quienes se hagan cargo de ellas. Mientras, ajenos a este trajín, los gallos cantan y las gallinas cacarean en sus querencias del gallinero, un perro ladra en la distancia y es que la vida sigue.
Aquí, en Los Llanos de Aridane, persisten los picores en ojos y nariz y detecto un nuevo registro olfativo: el olor a azufre. Dos semanas después de escribir este artículo, leo que los niveles de azufre en la atmósfera han aumentado y el olor a huevos podridos es más notoria, pero también observo que el furor y la dimensión del volcán, así como los daños asociados a sus coladas lávicas no han disminuido.
Dejo la Palma sabiendo que este fenómeno geológico -considerado un monstruo, una bestia maligna, por parte de la población y algunos medios de comunicación, pero que el uso tendencioso de tales términos sólo pueden ser interpretado así desde una mera perspectiva humana-, sigue ahí, que el volcán sigue alimentándose de ese enorme depósito de magma, imposible de calcular su volumen pues los datos aportados al inicio de la erupción se confirmaron como simples conjeturas, muy alejada su estimación del volumen de lava que hasta la fecha lleva expulsado ya el volcán. Lo verdaderamente cierto es que el cono volcánico sigue creciendo y que es una absoluta incógnita la duración de la actividad volcánica efusiva y explosiva, así como las derivaciones que puede tener en su desarrollo -hemos observado como hace unos días, la colada principal de lava se dividía e invadía un lugar diferente, entre la playa de los Guirres y El Charcón, sepultando a su paso nuevas hectáreas de plataneras, y unos días más tarde como otra colada bajaba hacia la zona industrial de La Laguna sepultándola igualmente-, la evolución del volcán y el futuro del valle.
En el escaso tiempo que estoy en la isla, cuatro días, ha aumentado el tamaño del cráter tanto en anchura como en altura y he visto ensancharse día a día su boca de emisión. Ha aumentado el calor que percibo en el rostro -recuerden que me encuentro a unos dos kilómetros del volcán, y deduzco que el bosque de pinar y todas las plantaciones y cultivos, están sufriendo un gradiente térmico inusual que pone en riesgo su supervivencia vegetal. Sigo escuchando su fragor, pero el sonido que percibo no sólo no cesa, sino que incrementa su volumen.
Cojo el barco y regreso preocupado a la isla tinerfeña. He asistido a un grandioso espectáculo de la naturaleza, es innegable manifestarlo, pero también soy consciente de que sólo he contemplado el inicio de un proceso volcánico del que se desconoce su virulencia futura ni cuándo no cómo puede terminar.
El dolor que siento tiene que ver con lo destruido, lo arrasado, con la realidad de presentes y futuros marcados por el volcán en todas y cada una de las personas que han visto sus sueños sepultados bajo el manto de la lava y tiene que ver también con esa sensación de temor y miedo que percibí en los barrios y pueblos cercanos a la lotería del volcán.
Quiero quedarme con la grandiosidad del volcán, pero es imposible olvidarse del enorme dolor humano.
Salgo de La Palma en dirección a Los Cristianos. Durante media hora una columna negruzca de humo. se observa sobresaliendo de la silueta de la dorsal. Mientras el barco se aleja, reflexiono sobre el volcán y la vida y sobre las gaviotas y los peces voladores que observo nuevamente planeando sobre la superficie del océano. Vuelvo la vista a la isla. Un mar de nubes cubre sus cumbres y ha ocultado ya la manifestación del volcán. Con la distancia, comienzo a sentir la relatividad de las cosas. Ahora nubes y océano desdibujan en el horizonte el perfil de la isla. Sé que La Palma se encuentra ahí, frente a mí, pero también sé que en estos momentos mi vista dejó de verla, convirtiendo la isla, sus gentes y el volcán en un recuerdo. Ha transcurrido una hora desde la partida, Voy lleno de experiencias vividas, de sensaciones encontradas, todo ello tangible para mí en la memoria, pero no son ya presente.
Conservo las imágenes y las palabras, las sensaciones y los recuerdos para narrar lo inenarrable que no es otra cosa que la lucha diaria de cualquier ser vivo por lograr su supervivencia, incluido por supuesto el ser humano. Olvidamos muy a menudo nuestra condición de organismo vivo y como tal sujeto a las reglas de la naturaleza. Catástrofes como ésta -que solo es catástrofe desde la perspectiva del ser humano, no de la naturaleza que busca el equilibrio del planeta-, nos recuerdan, una vez más, nuestra enorme vulnerabilidad.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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