Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

Operación: Cuñada (27)

martes, 18 de octubre de 2022
Aquel aspecto, aquellas consecuencias de su felonía, en su atracción física, en su obsesión por Felisa, no llegara a sopesarlo, ¡aún no! Lo descubrió de pronto, en Lugo, con el impacto de aquel encuentro inesperado, y lo apreció en toda su extensión, en todo su alcance, con las palabras cálidas, o más bien hirvientes, de aquella chica tan sensible, pura y sincera. También él tenía un nudo, gordiano, en su garganta, así que tampoco le fue fácil confesarse:
-¡Manolita, comprendo, asumo y abarco todo eso; ahora si, por lo menos algo, y bien que me afecta, pues me siento molido, cernido, esparcido...; todo a la vez! Pero te pido otras razones, otras, que tu naciste razonando, mientras que yo siempre he sido más torpe... Esa reacción tan dramática que acabas de pintar, ¡más en negro que en grises!, no fue lógica, pues yo, en vuestro caso, particularmente en el de las tres, despreciaría olímpicamente a ese tal Orlando. Le cogería aversión, eso sí, pero diría para mí: ¡Anda, que se lo trague el diablo, o que le entierre el simún del desierto, que fue una suerte perderle..., a tiempo! Perderle, perderme, antes de formalizar un vínculo sacramental con semejante traidor, con ese..., con este cobarde, con ese conejo del monte, que bien poco le conocen aquellos que le dieron el despacho de Oficial! Tan vil fue ese tipo, que ni se atrevió a informar de sus planes, huyendo, evadiéndose de sus compromisos más sagrados, con dos familias guardándole las ausencias... ¡Que lo chape un moro! ¡Pues eso, mujer, exactamente eso, que ese tal soy yo, un indeseable!
Manolita le vio tan abatido que tuvo dolor de él; le cogió una mano y se la apretó fraternalmente, más o menos como le hiciera en cierta ocasión, que de eso se estaba acordando, en el pazo de Sarceda, una vez en la que el niño de la Olga se subió a una colmena para desde allí alcanzarle una rama de higos maduros... En aquella ocasión los higos estaban a punto, puro néctar, y las abejas, pinchándole en las manos y en la cara, se llamaron a sus derechos de proximidad... ¡No escarmentó!
-En todo caso, esa podría haber sido mi reacción si realmente te tuviese por un traidor, por traidor y por cobarde, como antes insinué, que se me escapó, pero bien sé que en el fondo tú no eres así, que todo fue un eclipse mental, de señorito calavera, irreflexivo, ¡para todos nosotros de consecuencias nefastas!
Neira la miró a los ojos, con mirada sostenida por ambas partes, hondamente estremecido y desconcertado:
-¡Mujer, eres sublime; considerada conmigo, aunque me tengas por un criminal! ¿Entonces, ahí fuera, por qué no querías que hablásemos, teniendo, los dos, un atasco semejante, en el pecho? ¡Me siento enloquecer!
La chica volvió a apretarle las manos, más aún, cada vez más, transmitiéndose sus propios latidos:
-¡Te lo digo bien, que tengo dos luchas! A mí, a todos nosotros, no nos falló aquel Orlandiño de la Olga, que quien nos traicionó fue un tal teniente Neira..., ¡Dios sabe en qué ambientes metido, en qué guerras luchando!
Orlando, por su parte, tuvo el arrebato de besarla, así fuese a la fuerza, pero..., ¡aquella mujer era una santa, una santa incorpórea, distante, ajena a todo indicio de lascivia! Y luego que había mucha gente en las inmediaciones, dentro y fuera del local. Acaso conocidos de ella... ¡No, no podía escandalizar, ni escandalizarla! Le abrió su pecho, con toda sinceridad, con toda espiritualidad; eso sí:
-¡Que lista eres, Manolita; pero qué lista y qué comprensiva! Mas, en esto, en este caso, no tienes piedad, que hablándome así, tal y como hablaría una virgen desde su altar, ¡me alucinas! Si ahora, hace un rato, cando te he visto pasar, y corrí detrás de ti...; si cuando te detuve por el brazo, en vez de intentar huir de un apestado, me dieses un par de bofetones, allí mismo, en público, yo me sentiría purgado, aliviado, redimido, ¡y hasta feliz! Pero esta comprensión, estas palabras divinas, sin dejar de ser humanas, y tan hondas...; ¡mujer, con eso me abrasaste, que ardo en el infierno de los remordimientos! ¡Afellas que sí!
La maestrita, con psicología innata, a mayores de la estudiada, percibió que la gente de su entorno les notaba vehementes, excitados, alterados, así que le retiró las manos a su flamante, pero febril, milite.
-¿Piedad, dices? Tampoco la tienes tú, conmigo, apareciéndote así, de sorpresa, sin avisar, aquí por Lugo, por el mismísimo centro, donde todos nos conocemos, y nos encontramos, como poco, una vez al día... Haciéndome regurgitar, como hacen los pájaros, unos recuerdos agridulces, que ya los tenía archivados aquí dentro, aquí abajo..., ¡como quien dice, medio digeridos! Pero cambiemos de conversación, o separémonos, ahora mismo, ya, cortando este masoquismo en el que estamos cayendo... Y sólo una curiosidad de mujer: ¿Tienes..., tenéis..., esperáis..., familia? ¡Conste que lo digo pensando en tu madre, que la pobre mucho lo necesita!
Para Neira aquello fue un enésimo y cruel latigazo:
-No; por hoy, no, que Felisa no quiere complicaciones, por lo menos hasta que salgamos del Territorio, pues cabe esperar que tengamos guerra..., ¡sabiendo cómo es Franco de cabezón, y a pesar de su enamoramiento con los moros! El Istiqlal, ese partido de la Independencia, ¿sabes?, al que primero ayudamos en contra de los franceses, y ahora, desagradecidos que son, se vuelven contra nosotros. Entiendo que aquí estéis desinformados, con ese bozal que tiene la prensa...
Gradualmente más calmados, siguieron de conversación; ¡tanta que tuvieran en tiempos, cuando Manolita no se cansaba de escuchar las bravatas de su chico! Cómo le hurtaba cuartos a su madre para invitar a los amigos, creyendo que ella no se enteraba; qué trucos tenía para copiar en los exámenes; aquellas llaves de judo con las que siempre vencía en las peleas...
-De las cosas de África, aparte de que estáis en el mapa, aquí, casi nada. Tan sólo que los soldaditos regresan contando burradas, ¡que incluso presumen de acostarse con las mujeres de los moros por un chusco de pan...! Pero volviendo a lo nuestro, ¿cómo es que estás aquí? Me dijera doña Marisa, hace tiempo, que tenéis los permisos retenidos...; ¿o es que ya vienes destinado?
-Esa fue otra de mis trolas para ver si conseguía que fuese ella, no viniendo yo. Estuve en Madrid haciendo un curso... Y al terminarle, me dieron diez días, lo justo para darle un abrazo a mi madre, y poco más.
-Pensé que venías destinado..., al verte de uniforme... Por cierto, tendré que mandarte, devolverte, aquellas fotos..., ¡que dárselas a doña Marisa igual no es oportuno, ni oportuno ni correcto!
-Si no las quieres, rómpelas, que mejor será eso que romper mi corazón con tus rehúses.
Se hizo entre ellos, de nuevo, un silencio espeso, frío; ¡más frío y más espeso que una niebla miñota! La maestra decidió cortar, suprimir, definitivamente, aquel embrujo paralizante:
-Orlando, me parece que ya lo tenemos dicho todo, todo lo importante y también lo secundario, así que, de hoy en adelante, ¡bajemos el telón! ¿Te quedas con ese señor de ahí fuera, ese que nos hace señas, que yo, al salir de aquí, no pienso hablar, ni con él ni con nadie?
-Sí, ya lo veo; y tiene mi capa... Es Felpeto, aquel de los Maristas. Tú le conocerás bien, aunque sólo sea de verle conmigo, aquí por Lugo... ¿Te acuerdas?
-Sí, y también por referencias más actuales. ¡Ves como son las cosas! A él le dejó Merche, una compañera mía, de las Josefinas, de las Pepas, que era como les llamabas. Lo dejó, al parecer, porque consideró más práctico acomodarse con un Médico en ejercicio que con este Abogadito de secano, que sigue de aspirante, de opositor crónico..., ¡creo que a Notarías!
Orlando le sugirió, a pesar de lo que acababa de expresarle ella:
-¿Quieres que te lo presente? Ese sí que es un buen chico, y con él no harías mala pareja..., ¡dos beatos!
-¡No, por favor; mejor, no! En cuanto a ti, a ti mismo, esta ocurrencia que acabas de tener, demuestra lo poco que me conoces. Y con tan poco conocimiento, ¿una boda, nosotros...? ¡Sería un fracaso! Por lo que dijiste, y por tus actos, tengo que deducir que nunca he sido novia tuya, pero lo que es de mí, que yo sí tengo la obligación de conocerme, puedo asegurarte que fuiste mi chico, mi novio, mi único y absoluto amor; por tanto, aunque tenga papeles de soltera, no soy célibe, pues estoy..., ¡eso, amortizada! ¿Lo quieres entender, moro Muza? ¡Pienso que nunca de mejor forma te he llamado!
Orlando, que seguía desconcertado, desintegrado:
-Manolita, ya no sé qué decirte, afellas que no, que tus filosofías, esas místicas, no se me alcanzan. ¡Sinceramente, no! Lo que te pido, o propongo, o como porras se diga, es que te tomes un tiempo, pero sólo un tempo, que aún eres moza, una cría...; ¡eso, una moza proporcionada, perfecta en cuerpo y en espíritu, ilustre e ilustrada...! ¡No te puedes, no te debes, malograr! Piensa que no todos los hombres somos tarambanas! ¿No comprendes que es una parvada guardar un recuerdo humillante, una ausencia idiota y estéril?
-¡Gracias, Orlandiño!
-¿Gracias, por qué? ¡Sólo te dije lo que siento! El caso es que siempre hago lo mismo, a corazón abierto, pero luego viene el abaneo de una minifalda, terciada por unas nalgas de ceba, y en esas ocasiones..., ¡allá voy, al animal, tal que hacía aquel contrario de la parada de tu tío Manuel! Siendo como soy, tan animal y tan carnívoro como tengo demostrado, ¿puede saberse por qué me das las gracias?
Tardó en contestarle, que aquello se le escapara, y ella no sabía mentir:
-Pues..., por esta punta de felicidad que me das, de presente, al ver, o al comprobar, que aún te queda cierta estima...; ¡de mí, pero también de ti mismo! Orlandiño, insisto, despidámonos, cuanto antes, y por Dios te pido que no me digas nada, absolutamente nada, que este momento es válido, aceptable, que me quedo con la certeza de que tienes un corazón excelente, ¡sólo que envuelto en una guerrera!
-¡Por lo menos, un beso! ¿Sí? –Y le hizo un gesto, poniendo los labios en forma de higo.
-Vale, pero en la mejilla. De buenos hermanos..., ¡y sin palabras!
-Mujer, una, una sola: ¡Mira que aún me queda un suspiro, aquí, en el pecho, por detrás y por debajo de la guerrera!
-Dime cual, pero abrevia.
-¡Déjame retirar eso que dije de tu impiedad; y de paso, perdón, aunque sea sub conditione!
-En lo de plasta, en lo de pesadito, no cambiaste. Estás perdonado, quedas perdonado, sí, pero también olvidado..., ¡hasta donde yo pueda ser capaz de ello!
-Capaz era un desconocido tuyo, un follonero, que se metió donde no le llamaban, allá en África... Pero en serio, sin bromas, ¡concédeme un milagro!
-¡Ya eres grandecito para soñar! Los milagros son cosa de los santos...
-¡Mujer, el milagro de seguir siendo novios..., allá por dentro! ¡Nada deseo con tanta vehemencia como eso de ser tu novio, aunque sea a distancia, mismo por telepatía, que si tengo que despegar mi alma de la tuya, en ese caso tanto me da ir al Cielo como al infierno!
-¡Ya está bien de locuras, Orlando, salvo que seas poeta, pero eso nunca lo demostraste!
-Manolita, ¿qué mayor locura que la de perderte, y de perdida, seguir loco, loco perdido, por ti, por culpa de la mayor locura que vieron los siglos?
-¡Orlando, definitivamente, basta, que si sigues diciendo, y yo tolerando, tales parvadas, acabaremos en el manicomio de Castro! Lo que tenemos que hacer es rezar, rezar uno por el otro..., ¡que falta nos hará para salir de este abismo, de esta locura incurable! ¡Adiós; ahora sí!
-.-

...
Aquel amigo, que por algo lo era, seguía esperando por Neira en uno de los veladores de la terraza, medio de bruces en la mesa y con un periódico al lado, ya aborrecido.
-¿Felpeto, aún estás aquí? ¡Claro, guardándome la capa, pero la pudiste pasar para dentro, dejármela en el colgador!
-¡Me quedé por si precisabas árnica? ¿Hubo heridas? Os estuve observando, medio de refilón, y para ser viejos amigos, la verdad es que hablasteis con cierta tensión, con una tensión de heridas abiertas, ¡visible a distancia!
Orlando, para calmar un poco sus nervios, que los traía tensos, rígidos como escarpias, sin importarle lo que dirían o pensarían en las otras mesas, se puso a hacer que silbaba la: Negra sombra que te alonxas / ... / cando pensei que te foras / aos pés dos meus cabezais / tornas facendo mofa.
En vista de que el amigo seguía expectante de su relato, se explicó, un algo por pura cortesía, que nada le apetecía menos que referir aquel encuentro, tan dramático como inesperado:
-¡Pobrecilla, es un ángel, que ni casi me riñó! Si llega a casarse, me gustaría que lo hiciese contigo, y tu no irías mal...; ¡en absoluto, que te lo digo yo! Inmaculadas como esta..., ¡en los altares, y poco más!
La vida de Felpeto, su carrera vital, tampoco era envidiable:
-Yo pasé al retiro, al más perfecto de los ostracismos... Y no tengo apetencias para rebobinar, ni me parece ocasión para lucir mis crespones, que creí tener el sol en la puerta y me salió una luna menguante, ¡de esas de cuernos! Otro día, un día menos denso, que con mi historia no hay peligro de olvidos, ya te relataré un capítulo! Hoy el que estás de actualidad eres tú, ¡hecho un Napoleón!
Orlando medio se rio, pero solamente por la alusión imperialista:
-Por allá ando, pero más abajo, y con otra diferencia, que en Ifni hay chumberas y no pirámides... Las temperaturas, las diurnas, que de noche nos trasladamos a Burgos, o peor aún, pueden rondar los 40 centígrados. ¡Quizás sea por eso que me casé con la luna!
-¿Debo entender que no sois felices...?
-¡Ni yo, ni ella, pero más verdad es, como decís los abogados, que no le doy la talla! Felisa es un tarugo, una contrabandista de la raya portuguesa, pero tan natural y tan ácida como..., ¡como una manzana esperiega! No ayuga con este Neira, con esta calabaza espuria, ¡y eso que procedo de una huerta paceña! Igual no me entiendes, pero..., ¡son cosas, maleficios, abortos de la propia naturaleza, que por veces, de tan viciosa que es, engulle a los propios hijos! ¡Otro Neptuno!
Felpeto cogiera la onda; ¡más o menos!
-Sí que te entiendo, "más o menos", que es como me gusta decir cuando un pleito se me escapa, pero hay que arar, amigo mío, ¡pues mal buey es aquel que no puede con la canga de su arado!
-¿Con la canga...? ¡Ah, sí! ¡Lo malo es que nuestros surcos, Manolita, Felisa, y también yo, son triangulares, pero no equiláteros..., pues de masonería, de analogía, cero!
En esto, Felpeto se dio una palmada en la frente:
-¡Neira, perdona, que con este ambiente, con tus secreteos, se me fue el santo al Cielo! Anda por ahí un taxista buscándote, y se paró aquí, supongo que al ver tú capa en esta silla... Ya vino tres o cuatro veces, que me dijo que está aguardando por ti en el Campo Castillo... En la última se enfadó, que dijo que no te quiere faltar pero que está perdiendo otros viajes... ¿Orlando, atiendes? Por un momento tuve la impresión de que subieras al Ceo, ¡sin despedirte!
-¡Perdona, pero al Cielo no voy, por lo menos hasta que haga penitencia, pues tal y como tengo el ánimo supongo que no me dejarán entrar! La verdad es que estoy en Babia, ¡y no precisamente de caza! ¿Qué, que dijo ese taxista?
-Que se larga si no acudes..., que tiene otros clientes...; y no sé qué de una maleta...
-¡Que se vaya solo, y que le diga a mi madre que estoy en Lugo; y que, cuando venga ella, si no me encuentra, que mire abajo, por junto del viaducto de la Chanca, por se quiere hacerme el entierro, aunque lo dudo, pues, según su criterio, voy a ser la deshonra del panteón de la Olga!
-¡Orlando, otros empezaron así, con bromas de mal gusto, y acabaron de cabeza, precisamente en la Chanca...! ¡Contrólate, por favor!
-Después de la tormenta que tuve con esa chica, con Manolita, no me siento con fuerzas para asegundar, para enfrentarme a mi propia madre... Necesito coger bríos, recargar las pilas..., ¡que se me agotaron!
-Te repito que se larga...; ¡el taxista, digo! ¡Anda, vete hablar con él, que yo te espero, aquí, aquí mismo, que hoy no estás para dejarte solo!
-Lo que preciso no es un taxi sino un caballo, un corcel fogoso, y un par de espuelas, de esas de erizo, de puntas afiladas... Camarero, cobre; ¡lo de aquí, que dentro ya pagué! Levanta, Felpeto, que marchamos...
-¿A dónde? ¡Yo quiero llevarte conmigo a mi casa, que es la tuya, pero eso será después de hablar con el taxista y de comer algo, tal que en el Paramés...! Allí para un amigo mío, don Antonio Fraguas y Fraguas, catedrático de Historia, que de seguro le agradará que le hables de eso de África, y a ti te conviene, que te distraes.
-¡Vale; pero, primero, a la taberna del Lerchán! ¿Te acuerdas de aquellas tazas de Ribeiro...? ¡Nunca tanto necesité de ellas!
Felpeto, previendo que esa desviación no era oportuna dada la situación anímica del milite, trató de cambiarle los planes.
-Hombre, no, que eso está en la Rúa Nova, por cerca de la Plaza del Campo, y no es hora ni ocasión de ruar. En este caso pedimos otra copa, aquí mismo, y te vas, de seguido, que te acompaño al taxi, aquel u otro, para que llegues con día a la Olga. Que te vean los caseros con tus estrellas doradas, con esas insignias, con este uniforme color garbanzo..., ¡tan marcial, que casi pareces un general, sólo que aún más precoz que el mismísimo Franco!
No le gustó:
-¿Que me vean de día, conteniendo las lágrimas, tal y como si fuese un recluta acojonado al que le tocase África...? ¡Chacho, que hay clases, y tendré que mantener la compostura, aunque esté sangrando por dentro, que eso es lo que me pasa en este momento! ¿Para qué habrá mujeres en este mundo, mi madre incluida; para qué, Señor?
-¡No seas animal! ¿Dónde viste rosas sin espinas?
Tan ofuscado estaba que ni cogió la metáfora de aquel amigo:
-¿Rosas..., sin espinas? ¡Las hay, que alguna tengo visto! Sí, fue en Valencia, en unas huertas, al borde del Júcar...
-Orlando, te estoy hablando de otros rosales...
Refunfuñó, echándose la capa al hombro:
-Pues no tengo ganas de parola; ¡ni de rosas, ni de espinas! ¡Arranca, que este sitio parece tener hormigas; suben del hormigón, por las perneras, y de las perneras me pasan al espinazo, y del espinazo al cerebro, que me van a perforar el cráneo!
-Entonces te haré caso, siquiera sea por acatamiento de tus estrellas..., ¡que yo, en Monte La Reina, no pasé de sargento!
-¡Mejor para ti! –El teniente, de amargado, le echaba las culpas de sus males a cuanto le rodease.
-¡Daquella, iré; iré contigo! Por complacerte, que conste, que ese "Lerchán" nunca fue de mi agrado, que por algo le pusisteis ese calificativo... También lo hago por si te sirve de medicina, pero sólo una copa, que después de eso, nos recogemos; tú coges el taxi, y yo, si no te quedas en Lugo, en mi casa, me voy de lectura, al despacho, que tengo que buscar jurisprudencia para cierto caso..., ¡que ya se me olvidaba!

-.-
Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES