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Operación: Cuñada (26)

martes, 11 de octubre de 2022
En Lugo, la ciudad bien murada...,
que por algo lo será, lo sería!
Operación: Cuñada (26)
En ese corazón, más bien oblongo, o, por mayor similitud, en ese pomerio renal, cerrado sobre sí mismo por si los nativos..., ¡que otro tanto le cumpliría al Ifni español!, se internó Orlando, con aire marcial, y al apearse de aquel taxi que lo subiera directamente desde el coche cama del expreso de Madrid, en la mismísima Plaza de España:
-¡Ya sabes lo que te dije: En esta hora haz lo que quieras, pero después salimos para la Olga, a cien, que quiero llegar a tiempo de comer con mi madre..! No es que me espere, pero cogeré una empanada y pasteles, de aquí, en la Madarro, que le encantan... ¡Hasta luego, Castiñeira!
-Don Orlando, pero..., ¿no lleva esta cartera?
-Aquí no preciso nada... ¡Déjala quedar en el maletero del coche, junto con la maleta...!
-En ese caso, ¡hasta luego! Ya le dije que estaré ahí, en esa parada que hay por detrás de la librería Balmes...
...

Orlando no pretendía tomar Lugo, por supuesto, una ciudad inaccesible, amurallada, singular en su idiosincrasia, de avance lento pero sostenido, seguro: ¡un cañón sin retroceso! Lo suyo era deambular por el centro, recordar, cuestión de minutos; oler los negrillos de la Plaza de España, y tomarse un cafetito debajo de los soportales. Después cogería la empanada y los pasteles, para, con eso hecho y disfrutado, volver al taxi de aquel vecino de Hermunde, viejo conocido de la familia, que lo llevaría a la Olga, donde sólo podía permanecer una semana, puesto y supuesto que sólo le dieran diez días de permiso, una vez rematado, y aprobado, en Madrid, aquel curso de Automovilismo. Curso, especialización, que le añadiría una insignia a la suya específica, a la de Tiradores, aquella media luna con el letrero "Ifni" incrustado, frontera de una estrella salomónica de cinco puntas que hacía de sostén o de apoyo de dos "fusilas" cruzadas, ¡y con la bayoneta calada!
En el Madrid, en "Madrid" café, ¡oh casualidades lucenses, que si quieres esconderte no traspongas su muralla!, se encontró con su gran y viejo amigo Felpeto. Uno entraba y el otro salía, así que por poco se dan de narices:
-¡Imposible! ¿Pero, eres tú, aquel rapaz del bigotito incipiente, aquel de los Maristas? ¡Hoy, un tío con toda la barba...! ¡Venga, Felpeto, un abrazo!
Tan en la puerta estaban, que tuvieron que hacerse a un lado, por la parte de dentro, para que circulase la clientela.
-¡Chico, qué uniforme; ni el Correo del Zar! ¡Quien te vio y quien te ve! Y luego, ese fez...; ¡supongo que es de reglamento ya que lleva tus dos estrellas...!
-¡Ah, sí, el tarbús; este gorro troncocónico, de origen turco, bermejo, tirando a granate! Lo usamos en Tiradores de Ifni...
-Con la independencia del Marruecos francés, entiendo que ya estaréis evacuando los cuarteles, los nuestros... ¿Vienes para aquí, destinado, para esta Guarnición de Lugo?
Orlando, que no le sentó bien aquella ignorancia de su amigo:
-¡Ifni no es Marruecos...!
El otro, que captó la objeción:
-¡Ahora que lo dices: Territorio de Soberanía..., en el A.O.E.! ¿No si?
-¡Pues claro...!
-¿Nos sentamos? ¡Esto hay que celebrarlo!
-Mejor aquí fuera, que hoy no hace frío...
Pero apenas acomodados en uno de aquellos veladores de la terraza, Orlando se echó las manos a la cabeza:
-¡¡Dios, Manolita!! ¡¡La misma!!
-¿Que dices, Orlando; qué te pasa, a quien viste para que te excites de esa manera?
Pero Orlando saltó de la silla con la velocidad de un mortero, y fue contestando según se alejaba; sus últimas palabras ya no fueron audibles:
-¡Perdona, Felpeto, pero acaba de pasar una estrella...! ¡Precisamente la mía!
Felpeto, para sí, pues tampoco fue oído:
-¿Precisas escolta? ¡Mira que en Lugo, con ese fez...! ¿Y la capa...?
La capa medio quedara en la silla, que la otra media alfombraba el pavimento. ¡Se cumplía el dicho de que Lugo, el Lugo intramuros, era, que aún lo es, un salón familiar, un auténtico campo de concentración, sólo que gratificante!
A grandes zancadas, Orlando alcanzó aquella ¿aparición?, cuando ella doblaba para la calle de la Reina, de la Reina Golfa, de Isabel II. Con la sorpresa imaginable, la cogió del brazo, llegando a la iglesia de La Nova, donde se disponía a entrar, seguramente para asistir a Misa de doce, y tan nerviosa se puso que tartamudeó:
-¡Orlando! ¿Tú...; pero, ocurre algo...? ¿Dónde está tu madre...?
-Soy yo, el mismo, de cuerpo presente, pero sin alma, que la tenía destrozada; la recuperé, ahora mismo, exultante y trémula..., al verte de nuevo! ¿Me tomaste por un aparecido...? ¡Pues, sí; lo soy!
-¡Adiós, Orlando, suéltame, que aunque seas tú, y aunque trajeses el alma contigo, nada tenemos de que hablar...! ¡Simples conocidos!
-¡Si, mujer; tenemos! ¡Espera, aguarda un poco, aquí, conmigo...; o mejor, volvamos para atrás, entremos en el "Madrid", que allí dejé mi capa cando salí corriendo...! Hablemos un poco, sosegadamente, discretamente, pues, de lo que no, me pego un tiro! ¡Te lo juro! ¡Ahora mismo! Mira que lo hago, que llevo una pistola, aquí, ¡en la sobaquera! ¡Toca y verás!
Ella, más asustada que complaciente, accedió. En aquel retorno hasta el "Madrid", aparentemente callados, aquellas voces interiores de Orlando, largo tiempo silenciadas, le gritaron en un tono aún más fuerte que las propias badajadas del reloj consistorial, que a tal momento anunciaba las doce:
¡Dios, esta sí que es un alma fuerte, empapando un cuerpo de porcelana! ¡Como tira de mí, de la mía, que estoy en pena, en aquel purgatorio de Ifni...! La mía, ¡si es que la tengo!, dejó de ser alma para convertirse en ánima... ¡Eso! Soy un ánima purgante, y como tal, en busca de socorros, que por algo Dios, o el diablo, tiraron de mí cara a Lugo, precisamente al encuentro de este ángel vengador..., que ya pude partir para la Olga, directamente, desde la Estación...
Acomodados en un ángulo muy discreto del "Madrid", elegido por la propia Manolita, Orlando dejó salir su alma para mostrarse tímidamente:
-Manolita, gracias por escucharme, que a ningún condenado se le niega la confesión... En este caso, déjame decirte que me siento como un alma en pena, y muero de soledad, pero a estas alturas de mi suplicio tanto me da morir de esto como de otra cosa! Aquel tropezón, aquella ceguera carnívora, fue, y sigue siendo, mi calvario... Déjame decirte, aunque ya no sirva para nada, que estoy colado por ti, ¡como nunca! ¡Perdido en la distancia, harto de vivir, y casi aborrecido de mi propia madre! ¡Oh, Dios, que me trague la tierra, aquí mismo, de lo arrepentido y de lo despreciable que me siento!
La chica hizo ademán de levantarse de la mesa al acercárseles un camarero:
-¡Para mí, nada, que ya me iba!
Orlando pidió un coñac. Y después de ausentado el camarero, le tiró de la manga a la chica, invitándola a sentarse de nuevo. Sentar, se sentó, pero insistiendo en la despedida:
-Orlando, ya me hablaste, ya nos hablamos..., ¡en tiempos! Y bien que te divertiste a costa mía..., ¡ya que ni hubo una explicación formal! Todo mentiras y trapisondas, ¡sarcasmos, en definitiva! Para colmo, te abriste tarde, que me escribiste después de casado, con felonía..., ¡que todo se sabe, que los cuños de las cartas, data tienen, o se la ponen!
El Teniente, con su tarbús en la mano, que ni a los colgadores fue para que no se le escapase su ex-:
-Mi explicación, la verdadera, te la quiero dar ahora, como mínima reparación, de rodillas que sea; ¡y si traes un Notario, mejor que mejor! Quiero que sepas lo que me pasó; de mis propios labios, por humillante que me resulte: ¡Pequé con Felisa, y por eso tuve que reparar, debía reparar! Para que me entiendas: sopesa lo que es un cuartel perdido en los yermos de África..., rodeados de chumberas, y de..., ¡de cuñadas!, que las llevan para ofrecérnoslas en auténtica subasta, ¡mayormente a los mozos que consideran de porvenir! Casi todos procedentes de Academia; de todas, y no sólo de la de Zaragoza; ¡nada, que es algo así como abrir un toril...!
Manolita seguía inmóvil, inexpresiva, como anestesiada, y su cutis, normalmente sonrosado, se había vuelto ictérico. Con gran esfuerzo algo pudo decir:
-Orlando, todo eso ya lo sé, pero a ti te educaron en cristiano, en la más estricta moral, ¡que me consta!, y te prepararon para resistir las tentaciones. ¡Tu desvarío, tu resbalón, fue imperdonable, imperdonable y golfo, de puro paganismo! Allá en Ifni, ¿querías un harén?
Con esto desembuchado, quiso irse de nuevo.
-¡Para un momento, mujer, otro; sólo un instante, que por Dios te lo pido!
Ella, exhausta, hizo un profundo esfuerzo para complacerle:
-¿Por qué insistes si de mí sólo vas a recibir reprimendas y censuras? Acaso algo que no quieras oír... Estás casado, y supongo que por la Iglesia, así que ya no eres libre, ni siguiera para hablar conmigo, ¡y menos de ese pretérito que el Sacramento archivó! ¡Orlando, son dos situaciones bien distintas, y ambas irreversibles, pero, a la vez, y por paradoja, excluyentes!
Neira le cogió la mano y se la besó con frenesí, con las lágrimas corriéndole infantilmente por las mejillas, en dos hilos largos y continuos, pero él, asumiéndolas, ni se molestó en secarse.
-Mira que te lo pido por tus difuntos, incluso por los que no hemos conocido: ¡Dame, en limosna, un ratito de tu tiempo, que la Misa de hoy ya la tienes perdida, o acaso, ganada, y puedes conmutarla por esta caridad! ¿Cinco minutos, que eso no es nada comparado con lo que me queda de purgatorio!
-¡Vale, pero suéltame la mano! ¡No seas ridículo, que empiezan a fijarse en nosotros! A fin de cuentas, para llorar a río, como lo estás haciendo, no precisas de mi presencia; ¡ni yo de la tuya!
Volvió el camarero con aquel coñac, que bien lo precisaba Orlando. Ella, ahora, pidió un agua mineral, que también la necesitaba, que sus lágrimas corrían por dentro, y tan amargas, o más, que las del teniente, ahogándola.
-Orlando, de puestos a hablar, lo haré..., ahora que tengo agua..., pero no me interrumpas, que te voy a soltar lo que tengo dentro, y a partir de eso, cada lobo a su cubil! Tú eras libre, pues yo no estaba pedida; ceremonialmente, solemnemente, se entiende. Prometida, sí, pero eso es otro concepto. Lo nuestro, aquel amor purísimo, infantil, de cuna, entrañable, por mi parte tan espiritual como el de los propios ángeles, pudo terminar en eso que llaman refrescos de juventud, pero debía ser, tenía que ser, con franqueza y sin apremios, de buenas maneras, sin herir a los nuestros...; en una conversación, en una mutación, que no sé cómo llamarle..., ¡fraterna, supongo!
Libres, los dos, -prosiguió después de un mínimo aliento, sin darle opción para rebatirla, -no teníamos un compromiso..., digamos que, insalvable; ni estaba públicamente definido, que lo nuestro, como digo, siempre fue una fraternidad limpia, amigable pero profunda. Sólo hubiera promesas, planes familiares, ilusiones acaso cándidas, que tales eran las mías. Lo peor fue que, contra toda apariencia, tú no fuiste un hombre, lo que se entiende por un hombre; ni hombre ni amigo, que los varones de nuestra clase siempre dieron su cara en las ocasiones, que en eso estriba precisamente su sentido del honor. Dan explicaciones, ¡previas! Y máxime habiendo una intimidad tan grande, tan..., familiar, entre nuestras casas respectivas, entre dos familias consideradas de alta dignidad. ¡Caso como este, comportamiento como el tuyo, todo por aquí..., ni el hijo más descarriado del casero más inculto e insociable!
Volvió a beber, seca como unas pajas, pero Orlando, ahora más calmado, no se atrevió a utilizar aquella pausa. Su "ánima" en pena le pedía penitencia, y estaba teniéndola, recibiéndola.
Manolita siguió con su confesión:
-Aquel disgusto me tuvo traumatizada, enferma, por meses, que meses pasé sin sentir el suelo debajo de mis pies, con un vértigo paralizante, ¡que incluso temieron que me quedase tullida! Bien sabes, o debieras saber, cómo soy de creída, de creída y de sensible con la gente de mi entorno. Sabes, o debieras saber, que no sé disimular, así que, ahora, en este momento, en este encuentro inesperado, tampoco puedo hacer el papel de indiferente; no me sale la comedia de que estoy por encima del bien y del mal, o lo que es igual, que no me he sentido herida, ultrajada, abatida. He sufrido por mí Orlando; si, muchísimo, pero si pudiese desagregar los sufrimientos, creo que aún fue más, bastante más, por nuestras progenitoras, que se juntaban, y aún lo hacen con frecuencia, aquí, en nuestro piso de Lugo, y siempre lloran, a dúo, cada vez que te mencionan, o le viene a tu madre carta tuya, poco menos que maldiciéndote. No les preguntes por qué lo hacen, que nunca lo dicen. Lloraban, y lloran, pienso yo, porque, para ellas, éramos una promesa de continuidad, o incluso de incremento, del esplendor y de la honra familiar, clasista si quieres, en estos tiempos en los que, por poner un ejemplo, un albañil cualquiera, metido a promotor de viviendas, nos manda apartar con la bocina de su Mercedes. Ellas sienten, viven, una especie de ocaso, el de su época, el de su civilización. Entrañablemente unidas, confiaban en el porvenir; unos nietos y todo eso. ¿Qué les queda, hoy; donde está la tierra que pisaban, donde se apoyan? Para su mentalidad, cayeron en un abismo, en un ambiente reivindicativo, irrespetuoso, invasor, agresivo..., ¡que las deja aisladas en sus tradiciones, pero también en sus valores! Para ellas fue tanto como quemar sus naves, quemar los pergaminos de las progenies respectivas en la pira de un traidor... ¡Un traidor de su propia casta, de su propia sangre, para más inri! Y con esto, callo, que me estoy quedando sin voz; ¡de seco el corazón, ahora se me derriten los pulmones...!
-.-
Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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