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Verde, voluntad y vida

miércoles, 28 de septiembre de 2022
La importancia de las plantas

Dedicado a mi amigo de muchos años -cuarenta hizo el pasado año- y compañero en el colectivo TURCÓN, Honorio Galindo Rocha, a cuya entrega, tesón y lucha deben muchos árboles el innegable hecho de seguir viviendo.

Me encuentro en Montmeló, avanzada la primavera, camino del verano. Mayo viste de luz el paisaje físico, también el emocional. Un viaje al encuentro con lo urbano, al sosiego de una población tranquila, a la explosión verde y reivindicadora de un omnipresente arbolado.

La vida en esta localidad catalana es muy respetuosa con los ritmos naturales de los seres vivos. Tal vez sea porque comparten. Comparten cuidados, mimos, orgullo de ser y existir, comparten vida asociada. Observo las atenciones diarias del ser humano con sus árboles urbanos: riego, limpieza de sus hojas, protección de sus raíces y cómo son partícipes de sus correspondencias: benefactoras sombras, esencias aromáticas que definen espacios y lugares, frescor en el ambiente y, no se nos puede olvidar, particular belleza paisajística. No en vano todo ello se refleja en la calidad de vida de sus habitantes. Educación, cultura y deporte. Valores y armonía.

Los amaneceres me sorprenden siempre recorriendo ambas márgenes del río Besós. Un soplo de vida que discurre entre zonas industriales y núcleos urbanos muy poblados. Nada reviste especial importancia cuando lo esencial es el río. No preocupa la presencia humana cuando el respeto a sus aguas y márgenes es absoluto. En sus riberas la vida discurre, estación tras estación, viendo crecer sus árboles y arbustos, sus cañaverales. Y no se trata, no se vayan a creer, de un río amplio y caudaloso, muy al contrario, al paso por esta localidad es un río de bajo caudal, fuerte estiaje y fácil de atravesar a pie.

A las puertas del verano, los aviones comunes, vencejos y golondrinas saetean el aire con sus vuelos acrobáticos tras la miríada de insectos voladores que ha propiciado una primavera generosa. Grandes alfombras de herbáceas tapizan las zonas inundables del río Besós favoreciendo esta biomasa tan espectacular. Es sencilla la receta, muy simple. Se trata de no poner puertas a la vida, de eliminar cortapisas, no cercenar sus ritmos naturales, no limitar la explosión de la naturaleza y dejarla actuar.

El casco urbano de Montmeló muestra orgulloso decenas de árboles que crecen sin limitaciones humanas, los barrios que lo circundan, repiten el mismo patrón verde. Cualquier árbol: un tilo, un plátano oriental, una acacia, un arce, un álamo, desarrolla una copa de varios metros de diámetro y el frescor bajo sus ramas es el regalo desinteresado de un árbol agradecido. No hablemos ya del oxígeno generado, ni de la purificación de la atmósfera, ni de la vida asociada que favorecen. Tal vez los más abundantes sean los tilos. Estoy sentado bajo un tilo, pleno de floración. A mis pies una leve brisa juguetea con sus amentos florales. Observo el parterre donde se asienta el árbol. Un cuadrado de dos metros de lado cubierto de tierra fértil, protegida por una capa de desmenuzadas cortezas de pino con la intención de dificultar o retrasar la aparición de plantas herbáceas. Alrededor del tronco, una plantación de arbustos aromáticos: romero, salvia, lavanda, tomillo... aportan color, olor, esencias. Cierro los ojos y aspiro los embriagadores y salutíferos aromas. ¿Es cuestión de cultura jardinera? -me pregunto ante la simplicidad de un planteamiento de jardinería urbana, sencillo y práctico.

Las aves llenan de trinos los árboles y anuncian la vida que se cobija bajo sus copas. Los habitantes de Montmeló lo saben y cada uno de los visitantes ocasionales que regresamos periódicamente también. Todos agradecen el cambio estacional anunciado a través de sus árboles. Al atardecer la vida continúa y un ejército de murciélagos retoma la labor de limpieza iniciada por los aviones y vencejos durante el día y se dan un festín a cuenta de tanto invertebrado alado. No es limpieza el concepto apropiado, -qué difícil es sustraerse de mis pensamientos como ser humano-, es equilibrio ecológico. Explosión de vida invertebrada, explosión de sus depredadores.

La respuesta de respeto a las manifestaciones de la vida en los campos, en las plantas herbáceas naciendo por doquier, a la vegetación de bordes en carreteras y caminos donde no molesta, al río y sus márgenes, a los huertos urbanos, exentos de pesticidas pues una de sus condiciones es ser ecológicos, es ésta: una explosión de la biomasa y el equilibrio en los ecosistemas asociados.

Cuando me siento aquí, bajo la copa de cualquier árbol, apetece leer, escuchar, dejar pasar el tiempo observando la vida en una hoja del árbol, en una hormiga patrullando su territorio en busca de comida -en cuya variada dieta se encuentra también esa hoja de árbol que observo-, siguiendo visualmente los saltos acrobáticos de una pequeña ave insectívora que, de rama en rama, está atenta al más mínimo movimiento pues será éste el que le descubra su potencial comida -hormigas, gusanos, moscas, escarabajos...-, disfrutar del discurso del tiempo sosegado.

Respiro hondo. Huele a verde y a vida por doquier. No hay duda de que los parterres que rodean cada árbol son generosos en espacio. Es obvio que en su interior, las raíces y los troncos de los árboles pueden crecer sin limitación alguna.

Cierro los ojos y la imaginación me permite regresar a Telde, el municipio donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida. Sé que allí estaré, físicamente, dentro de un par de días y sé que encontraré árboles con los que sentir con orgullo mi pertenencia a dicha comunidad de seres humanos. Pero, tal reconocimiento, no me es suficiente. Son muchas las ausencias botánicas en mi periplo de cuatro décadas por esta tierra de faycanes. En tan pocos años han desaparecido dragos centenarios, palmeras canarias con siglos en sus troncos, almácigos y acebuches en zonas donde las extracciones de picón causaron daños irreversibles, tarajales y saucedas en fondos de barrancos... Tarda la llegada de una respuesta unánime, firme y decidida por la conservación de sus últimos activos arbóreos. Es una idea loable, pero insuficiente, la edición de un calendario que recoja los árboles y arbustos más singulares del municipio, los más frondosos, los más conocidos.

Es cierto que necesitamos poner en valor la importancia de cada uno de ellos y de todos los demás, de valorar su papel esencial en la protección de la vida que albergan y en la identidad de un pueblo. No podemos cuestionarnos, como soberbios seres humanos, la idoneidad o no de su presencia y aplicar siempre la insensata capacidad que poseemos de eliminar aquellos que consideramos se han desarrollado en un lugar inapropiado.

Cada vez que un árbol es talado, cada vez que uno es condenado a su desaparición, se abre una herida en el paisaje, se deja una ausencia imposible de cubrir. Imposible porque hacen falta decenas de años, a veces cientos, para ver a palmeras y dragos recién plantados con el esplendor de los desaparecidos. Ahí estriba la importancia de los que sobreviven.

Los que atesoramos en nuestra memoria las imágenes del barrio de San Francisco y los cultivos circundantes, a nuestra llegada de Las Palmas por la vieja carretera, recordamos con añoranza y tristeza la histórica imagen de una vega de verdor y palmeras, de un paisaje canario tan singular que era el retrato más representativo de la feraz y próspera ciudad de Telde y sus vegas agrícolas, no hace tanto, hablamos de los años ochenta, recién llegado el que les escribe a esta maravillosa tierra canaria. No sólo era la presencia de sus heraldos verdes, sus espigadas y frondosas palmeras que se elevaban en busca de un cielo protector y complaciente sino que, más allá de las hermosas estampas fotográficas registradas por amantes y profesionales de extraordinario ingeniero Don Juan de León y Castillo-, estaba acompañado por los cantos de las aves presentes en los cultivos de ambos lados del barranco, mirlos, canarios de monte, alpispas, mosquitas, chirreras, pintos, capirotes..., una sinfonía alada que se dejaba ver y escuchar.

El paisaje como tal, sus armoniosos perfiles, siguen ahí. Ninguna construcción esperpéntica, ninguna obra antiestética ha mancillado su identidad. Continúa siendo una imagen única y debe ser uno de los espacios representativos de nuestra ciudad que debemos respetar y ennoblecer.

Tal vez por ello es tan grande mi admiración a un luchador incansable, a un defensor a ultranza de la vida que no se respeta y que se nos sustrae a todos de la mirada y del corazón: la vida de los árboles. Mi admiración ante un hombre que ha sido siempre fiel a sus principios. Su nombre hace honor a su entereza: Honorio Galindo Rocha. No son necesarias muchas palabras para identificarlo: honestidad y firmeza, decisión y valentía. Su fortaleza siempre le ha dotado con las agallas necesarias para amarrarse a una palmera, a un laurel, un tarajal o un pino marítimo, para colocarse frente a una pala mecánica y detener de tal modo, poniendo en riesgo su integridad física, la acción arboricida de un operario sin importarle el lugar de procedencia de las especies que defiende de la tala -no hay distinciones de propias y foráneas, de endémicas o introducidas, de buenas o malas a la hora de segar sus vidas-, sino el valor que cada una de ellas tiene como ser vivo. ¡Admirable!

Telde necesita poner en valor todos y cada uno de los árboles que aún prosperan en cualquier rincón. Desde las especies más sensibles por su singularidad o su endemicidad: palmeras canarias, dragos, acebuches, lentiscos, almácigos, saos, tarajales..., hasta los que por derecho propio forman parte ya de un paisaje histórico: laureles de Indias en plazas, eucaliptos en barrancos, especieros, turbitos..., en jardines públicos. ¡Qué quieren que les diga a los más puristas! Pienso como Viera y Clavijo que jamás debería ser humano alguno cortar un árbol sin haber plantado antes diez. Y el caso es que pocas personas hacen honor a tan buena y sana recomendación.

Se trata de defender la vida de cada árbol pues a parte de la suya, albergan vida en su interior, vida en su sombra, en su entorno, en sus ramas, en su follaje, en sus raíces... Vida que no encontramos en los elementos inertes a los que estamos acostumbrados: edificios, bancos, carreteras, contenedores, papeleras -algo que a muchos humanos les importa poco-...

Se trata de que el silencio no se apodere de nuestro entorno. Se trata de que la música que nos acompañe en nuestro periplo vital no se limite a la de las fiestas y romerías de cada barrio o la que obtenemos a través de nuestros reproductores acústicos.

Cuando hablamos de espectro sonoro, cuando nos referimos a escuchar la naturaleza, no son sólo los pájaros, las abejas, los abejorros, los diferentes dípteros que liban y polinizan las flores de las plantas, las mariposas o las libélulas, sino también los sonidos del viento en las plantas, de la lluvia, del agua en los barrancos, del paso de los animales terrestres.

La sensibilidad en el ser humano se cultiva -¡Bien saben de ello los que se encargan de adormecerla en los medios de alienación de masas!-, necesita de estímulos variados y, entre muchos otros, la vida vegetal y animal los proporciona en gran medida. Pero no es sólo la sensibilidad, es también la calidad de vida del ser humano la que precisa de referentes naturales esenciales y quien se los proporciona no es otra que la madre naturaleza.

Es pues este artículo un homenaje a todas y cada una de las personas que defienden a ultranza el derecho a la vida de cualquier planta -arbórea, arbustiva o herbácea- y un toque de atención a todas las personas responsables en cualquier área de gobierno o gestión sobre el valor, cuidado y mantenimiento de las plantas a su cargo. Son ellas con su actitud y acción los verdaderos guardianes de un patrimonio verde que se nos está marchando en silencio.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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