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Venerables centenarios

miércoles, 24 de agosto de 2022
A nadie extraña el respeto que tenemos, y les debemos, a nuestros mayores. Transmite alegría, plenitud, observar a nuestros ancianos soleándose en las plazas del municipio o paseando en las mañanas o atardeceres por las orillas de las playas o paseos peatonales.

Son nuestros ancestros más próximos, personas con saberes contrastados y una enorme experiencia. Cada uno de ellos atesora un legado que no debemos perder. Pescadores, panaderos, agricultores, médicos, profesores, yerberos... Creo innecesario utilizar sustantivos femeninos para entender que me refiero igualmente a ellas. Nadie en su sano juicio pondría en duda la labor y el conocimiento de todas y cada una de las mujeres en su profesión o actividad ejercida.

Pero no es de nuestros venerables mayores de quien quiero tratar en este artículo, sino de otros venerables centenarios que, dignos del máximo respeto, siendo su vida más longeva que la nuestra, condenamos al abandono y a la muerte prematura, bien por nuestra acción directa, bien al hacerlos reos de nuestro desidia y despreocupación, pues no los consideramos relevantes.

Y sin embargo lo son. Pozos de sabiduría, almacenan en su interior información de decenas de años, muchos de ellos siglos. Pero es que su propia biología los convierte en benefactores para nuestra especie, nos dan la vida en forma de un gas esencial, el oxígeno, que liberan mediante la fotosíntesis, atrapan el agua, ese líquido tan vital para nuestra supervivencia, favorecen microclimas, espacios húmedos que permiten procesar y almacenar el agua llevándola mansamente al subsuelo, agua que luego captaremos a través de pozos, galerías y manantiales. Limpian la atmósfera de partículas nocivas, nos ofrecen cobijo, protegen los suelos que necesitamos para nuestros cultivos, aportan frescura a nuestro alrededor, suministran armonía al entorno donde se encuentran, elaboran y liberan terpenos, una generosa variedad de sustancias químicas aromáticas que favorecen el sueño, estimulan el apetito, fortalecen la defensa inmunitaria y proporcionan estabilidad emocional.

En suma, salud y paz, suministradores de vida. Su existencia o no en un lugar determinado, es un claro bioindicador de la calidad de vida que disfrutan o carecen, las poblaciones de seres humanos que comparten ese territorio. En unos casos, fruto de personas preocupadas por la calidad de vida de ellos mismos, de sus congéneres, buscando mejorar la salud del planeta, y en otros casos, reos de la ignorancia y estupidez humana, no plantan ni cuidan, pero sí talan, incendian, mutilan y desprecian cualquier atisbo vegetal en su entorno, llevando de ese modo una navegación sin rumbo, la proa puesta en una dirección biocida, respondiendo a la máxima egoísta: aquello que me molesta lo elimino y si yo lo destrozo ya llegará alguien que lo arreglará. Aunque drástico el planteamiento que les acerco, de buenos y malos, de respetuosos con los árboles y aquellos que no lo son, la realidad en el día a día de nuestro municipio, isla o dimensión geográfica que estimen oportuna nos muestra ambas situaciones y tipos de seres humanos.

Tengo en mis manos el número 2 de una revista histórica "Telde Informativo", editado en enero de 1987. En su página 23 encuentro un artículo titulado: "El ayuntamiento de Telde protegerá un drago de 350 años". El mencionado drago, que se encontraba en la casa Conde de la Vega Grande número 5 estaría a punto de celebrar cuatro siglos de existencia y, sin lugar a dudas, ostentaría el derecho a ser considerado uno de los dragos con mayor edad, no solo de Gran Canaria sino del archipiélago, si no fuera porque aquel compromiso de protección, el ayuntamiento de Telde jamás lo llevó a cabo.

Desafortunadamente, el drago murió. Nadie tuvo en cuenta la consideración necesaria hacia uno de los dragos más antiguos de la isla, la premura urgente que había para declararlo árbol singular de especial protección. Nadie le dedicó un tiempo y una labor similar a la que se le dedicó y sigue dedicando al drago centenario de Icod, en la vecina isla tinerfeña, al soberbio drago de las Casas Consistoriales del municipio de Gáldar, al drago centenario de la casa de la Cultura de Arucas, al drago de Pino Santo en Santa Brígida... En Telde nadie priorizó una serie de medidas urgentes para proteger uno de los árboles más emblemáticos del municipio y así le fue.

Hace un pocos días en Gáldar, durante la celebración de unas Jornadas sobre el Camino de Santiago en Gran Canaria, alguien se me acercó y me dijo orgulloso: "Hace un par de años le celebramos al drago centenario su 300 cumpleaños, dedicándole las Fiestas Mayores de Santiago Apóstol y encendiendo en su honor tantas velas como años cumplidos. ¡Qué tristeza me embargó por los dragos centenarios de Telde, perdidos por falta de interés y dedicación y por la pobreza de los munícipes de ese momento que no supieron ver ni proteger un ser vivo de tanto valor histórico como emblemático! Hasta ese momento concreto, sobrevivía como podía, mantenía su follaje, florecía y fructificaba cuando le correspondía. No lo hacía con la frondosidad de otros tiempos, cuando los cultivos ocupaban toda la vega de Telde y el agua nunca faltaba a sus raíces. Ahora, a finales de los años noventa del pasado siglo, sus raíces se encontraban encorsetadas, por culpa del cemento que cubría las antiguas tierras de labor pues alguien decidió tan insensata prioridad y, estaba claro, afectaría la limitación de espacio a su alrededor a la salud del drago pero, a pesar de tantos contratiempos y de medidas tan desafortunadas, EL DRAGO SEGUÍA VIVO.

Nadie se paró a pensar que aquel drago había nacido a principios del siglo XVII, había sido un testigo fiel de como la caña de azúcar daba sus últimos estertores en el municipio y el cultivo de la vid cubría de sarmientos cientos de fanegadas teldenses. En ese preciso lugar, en el corazón de San Juan, flanqueado por una inmensa vega abundante en agua y que, década tras década, siglo tras siglo, había sido capaz de desarrollarse frente a todo tipo de vicisitudes: años lluviosos, épocas de sequías, plagas de cigarrones berberiscos capaces de no dejar planta viva, el drago era un referente esencial en el corazón de la urbe. Estremecedoras fueron las plagas y hambrunas del siglo XVII pero en siglos posteriores seguirían repitiéndose los períodos de crisis y, sin embargo, el drago seguiría creciendo con nuevo ramaje, hermoso en copa, sobreviviendo a tantas calamidades. Hubo revueltas, talas indiscriminadas, eliminación de sus enormes y extendidas raíces para ganar espacio, pero siempre siguiendo un criterio común por parte de los seres humanos que compartían su espacio vital: el respeto al árbol por todas y cada una de esas generaciones que junto a él crecieron.

Hoy domingo, veintiséis de diciembre de un año que culmina, tachado de nefasto por el ser humano -ese ser vivo capaz de convertir la naturaleza en mero objeto de consumo-, pero capaz de provocar un pequeño respiro a un planeta enfermo, el famoso drago de la casa condal no existe. Ha muerto hace muchos años y con el han desaparecido 350 años de historia vegetal. Ojalá fuera el último de nuestros abuelos botánicos, muertos por la desidia humana, pero tristemente no es así. Por el mismo abandono desaparecieron en el municipio de Telde los dragos gemelos de Arnao, el centenario drago del barranco de las Goteras, junto a la ermita, varios ejemplares de dragos de la zona industrial de Salinetas y muchísimas palmeras centenarias del barranco de San Roque, de la Pardilla, de las fincas abandonadas de Las Salinetas, La Barranquera, La Herradura, El Calero Alto y Bajo, de las fincas y jardines del barrio de San Francisco... Hasta tal punto ha sido el arboricidio que las panorámicas turísticas registradas en las viejas postales de Telde -no son tan viejas, apenas cincuenta años-, por nuestros fotógrafos más entrañables, revelan como la entrada a Telde por el puente de los Siete Ojos, nada tiene que ver con la actual pues muchas de sus más altas palmeras canarias se han secado, talado y borradas del paisaje.

¡Qué tristeza siento como ciudadano de Telde ante estas imágenes! ¡Cuánto abandono! A principios de este mes regresaba de la isla de Mallorca, en el archipiélago balear. Durante mi estancia en esa isla observé el cuidado y mimo que sus habitantes ponen a sus olivos centenarios. Tanto es así, que allí donde se encuentra un ejemplar secular en zona de expansión urbana, montan un amplio parterre dedicándole los cuidados y la protección necesaria para que pueda disfrutar de más años de vida y mantener viva la esperanza en nuevas generaciones. Algo semejante me he encontrado con el pueblo vasco que mima sus árboles centenarios como parte de ellos mismos, de su identidad. No conciben la vida sin esos referentes botánicos que les unen a sus ancestros. Algo parecido sienten los asturianos y los gallegos, los extremeños y los navarros. El pueblo catalán censa sus árboles urbanos y la protección de los mismos implica de igual modo tanto a los árboles públicos como aquellos que prosperan en fincas privadas.

Asisto luego con tristeza a la falta absoluta de consideración hacia los árboles en general -las podas salvajes y las talas son motivo de prensa semana tras semana en algún municipio de esta isla o la isla de Tenerife, que en este tema concreto nos iguala en insensibilidad- y ¡cómo no! a nuestros árboles canarios. Teóricamente están protegidas por ley, pero hay palmeras agonizantes en muchos barrios y barrancos del municipio, bien por abandono, bien por diversas plagas que las diezman, aún quedan dragos seculares abandonados a su suerte en edificios de nuestro centro urbano, y no hay censo alguno que nos acerque a la realidad de nuestros valores arbóreos.

Es cierto que se dan pequeños pasos, sin ir más lejos el programa orquestado en el pasado de reforestar avenidas y calles teldenses, con mayor o menor acierto pues muchas de las especies plantadas no eran las más apropiadas ni los lugares más adecuados, pero la vida vegetal una vez establecida tiene unos derechos que, cosificado todo por el ser humano, no queremos reconocerle. Y así donde dije digo, digo Diego y si hace unos años la foresta urbana atraía interés por el verdor aportado y la novedad de un paisaje más amable, ahora provoca el rechazo ciudadano en muchas zonas y barrios y la tala es la única opción que contemplan.

El arbolado urbano en nuestro municipio se merece un artículo aparte. Rotondas, parques y jardines serán tratados en ese mismo artículo. Es por ello que vuelvo la mirada hacia esos venerables árboles que desafortunadamente, por nuestra falta de valentía, conocimiento y mucha ineptitud, ya forman parte de nuestra historia.

Me viene a la memoria la sentencia de mi entrañable amigo José Luis González Ruano cuando escribió: "El destino de los árboles da la medida de los hombres". Nada que añadir a tal aseveración. Cierro los ojos y vuelve a mí la majestuosa presencia de los dragos de Arnao y del drago junto a la ermita en el barranco de las Goteras, de las palmeras del barranco Real y del antiguo palmeral de Jinámar, de los sauces centenarios del barranco de los Cernícalos, de viejos pinos canarios en las estribaciones de la Caldera de los Marteles, de viejos acebuches en las laderas de Cernícalos, de tantos longevos tarajales actualmente desaparecidos de nuestras costas, de ancianos lentiscos en el barranco de Las Goteras, de tantos otros árboles autóctonos o introducidos, perdidos en lomas, barrancos, cumbres, parques y barrios de nuestro municipio. Abro los ojos y me duele su ausencia. La pregunta es inevitable: ¿Es esta la medida del ciudadano teldense? ¿Es esta la medida del ciudadano canario?

Quedan algunos árboles seculares, están ahí, a la vista de quien quiera verlos, cada vez son menos pues la desidia es mucha y el desinterés mayor. Reclamo un catálogo de todos, un inventario de lugares, un plan de actuación para cada uno de ellos. Me niego a creer que el daño que les hemos causado a los que jamás podrán ver nuestros hijos y nietos, no haya servido de nada y siga repitiéndose el mismo patrón de exterminio hasta terminar con el último ejemplar. ¡Qué triste es que ni siquiera seamos capaces de trasmitirles la herencia de los árboles que hemos recibido!

No querría asistir a la agonía del último abuelo verde, condenado como todos los que le acompañaron desde hace siglos y han desaparecido, a un proceder colectivo tan denigrante como nefasto y nocivo abanderado por máximas sociales de moda: "Usar y tirar", "Aquello que no sirve, elimínalo" "Aquello que molesta, quítalo". Si somos incapaces de reflexionar sobre la importancia de proteger con vehemencia y pasión, con fuerza y rigor, a nuestros últimos referentes botánicos y luchar hasta la extenuación por el respeto a sus vidas, me temo que serán los árboles navideños, de luz y plástico, los únicos referentes que dejemos a nuestros hijos.

Un saludo verde y azul.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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