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Operación: Cuñada (13)

martes, 12 de julio de 2022
...

A los pocos días, en Coruña:
-...
-¡Querida mamá, aquí tienes una hija, que te la he conseguido en África, con las bendiciones de un páter, de un Capellán...! Ya sabes que también es gallega, de cerca de Verín...
Doña Marisa estaba a punto de morder, que si no hubiese gente en aquel salón del Hotel Riazor, sólo Dios sabe lo que pasaría. Por algo el pillastre de su hijo telefoneó desde la estación de la Renfe, indicándole que los esperase abajo, en el salón que da a la playa, que ellos se iban a una habitación dos pisos más arriba.
-¡Ya lo sé, hijo, ya; y menos mal que lo es, que tú eras capaz de traerte una mora..., si te fallaba esta!
La aludida, hecha un haz de suspicacias, percibiendo que aquel recibimiento no era el apropiado para una mujer con un hijo único, tan querido de su madre como Orlando afirmaba:
-Pues, no, no señora; no le soy mora, y de morena..., ¡ya ve, más bien parda, pero no pardilla! También tenía ganas de conocerla, y a pesar del frío que hace aquí, a tal momento..., espero que seamos buenas amigas!
La hidalga, obsesionada con sus propias cavilaciones, no captó aquellas indirectas tan directas.
-No, mujer, aquí no, que tienen radiadores por todas partes, pero en todo caso, ahora que os suben el equipaje, nos iremos a una de las habitaciones, a la vuestra o a la mía. Comprendo que tengas esa sensación viniendo de un clima tan cálido...
-Señora, lo del clima se resuelve con la ropa..., pero lo que no tiene remedio es mi procedencia, ya que vengo de una choupana fronteriza, ¡como quien dice, de ninguna parte! Pero, si no le doy la talla..., ¡en lo de alta, que en lo de gordita, ya ve!, como trajimos reservas de Iberia, yo me vuelvo por donde vine, que ahora ya sé el camino.
Mora no le soy, señora marquesa, o condesa, o lo que sea..., pero la verdad es que estoy negra por verme recibida con esa cara de vinagre, que incluso se me representa una de aquellas matronas que tienen en las aduanas para registrar a las mujeres...
-Rapaza, no me interpretes mal, que este gandul ya es mayor de edad, y ante eso, ¡nada! Entonces, que seas bien venida, vengas de donde vengas, que por la Iglesia pasaste..., ¡o eso tengo entendido!, así que, si Dios y el teniente te dieron un pase para entrar en mi familia, yo..., ¡yo a rezar, para que cuaje este cuajo tan desigual! Tú de quien tienes que ser buena amiga es de mi hijo, de tu hombre, que para mí no te preciso, que las amigas las tengo todo por aquí, mayormente en Lugo. Lo que sí es cierto, hablando de amigas, -y con eso dicho, clavó los ojos en su hijo, en actitud enfurecida-, digo, que alguna se me va a perder, desde ahora mismo, pues hay tiros que rebotan, y otros que salen por la culata, como debiera saber este oficial...
Aquella hidalga era otra rumiante de sus propios pensamientos, que las personas, fuera el alma, algo de animales tenemos, ¡tenemos y conservamos, sin que apenas influya en eso nuestro grado de culturización!
¡Dios, que vaca...! ¿Qué vería mi hijo en este vaquito de la frontera, todo ubre...; y menos mal si no le mete los cuernos, pues, o mucho me equivoco o es una tirada para adelante? ¡Mira que amenazarme con volverse por donde vino...!
El hijo, que captó perfectamente aquellos mensajes siniestros, recíprocos, sin necesidad de telepatía:
-¡Mamá, no desbarres, que por pasar con nosotros, aquí, en Coruña, dos o tres semanas, no vas a perder tus amigas! Y deja esos hablares crípticos para cuando hagamos jeroglíficos, que tú y yo los haremos a solas, junto con los crucigramas del periódico...; ¿me entiendes...?
¡Ya me lo temía, ya! Es bien cierto que de la abundancia del corazón habla la lengua, y más que la lengua, los ojos, que esta madre si no alude aquí, aquí y ahora, en el mismo instante de nuestra llegada, a su inseparable doña Placeres, y con ella, a su Manolita..., ¡igual revienta!
Felisa, en aquel triángulo de fuego, en aquel juego de dimes y diretes, a cada instante más desconcertada y nerviosa:
-Señora, con todos mis respetos, hágame el favor, sea en gallego o en castellano, pero dígalo claro, que no le entiendo nada...; ¡de eso, de eso de perder las amigas por culpa nuestra! Su hijo me tiene dicho que a usted le encanta pasear por aquí, por Coruña; y que los dueños de este hotel son vecinos, o amigos, suyos, que por eso lo escogió Orlando... En fin, que suena a desagrado eso de que echará en falta a sus amigas..., ¡y total por cuatro días que va pasar con un hijo que lleva años enteros por el mundo adelante, primero en Santiago, después lo de Zaragoza, y luego su destino en África! Mire, ¿sabe lo que pienso? ¡Que los únicos hijos que no salen del delantal de su madre son los disminuidos, y para eso mejor es que Dios los tenga en el Limbo de los niños!
Aquella hidalga, tradicionalista y mandona, que vio a la chica tan nerviosa y tan preocupada, rotunda incluso, tuvo un gesto de señora, y se situó en un plano condescendiente, pero con ribetes de perdonavidas, pues la magnanimidad absoluta no era su fuerte:
-Rapaza, dejémoslo así, que si estás tan enamorada como parece, eso ya es algo; y luego que tú no tienes la culpa de mis achaques...; ¡mayormente, digo!
Orlando, que dio por firmado el armisticio, las dejó solas, y allá que se fue con el mozo de las maletas, que ya llevaba un tiempo aguardando discretamente, en conserjería. Subió al dormitorio, lo comprobó, recogió las llaves, y bajó como un rayo, temeroso de encontrarse con una nueva trifulca, ¡si les reventaban las ollas! Las encontró sentadas en dos sofás, en ángulo, ojeándose recíprocamente como si fuesen dos gallos que midiesen las fuerzas respectivas. Al acercarse, su madre bajó los ojos, tal que rezando, pero sus preces, en aquel tiempo y ocasión, más bien fueron exorcismos:
¡Culpa la tienes, toda; o más bien, ambos! ¡Maldita sea la hora en que lo autoricé para irse a Zaragoza, con lo bien que nos vendría tener un abogado...! Estoy por preguntarle qué le daría esta mujerona a mi niño para que olvidase, así, de súbito, a nuestra Manolita, en sólo dos años de África, cuando tantas veces me tiene dicho que se casaría con la hija de doña Placeres, en la primera colonial...; ¡precisamente en esta!
¿Será por eso que dicen siroco, o simún, del desierto, que igual enloquece a los hombres, sea en la Legión o fuera de ella? ¡Pero, si estuviese loco, si loquease, lo tendrían en observación, a tratamiento...! ¿O no?
También me hablaron de esas intrigas que montan las mujeres de los militares para colocar a sus hermanas...; eso que dicen, o llaman..., ¡Operación cuñada!
¡Ay, Dios, si pudiese hablar con los jefes de mi Orlandiño, si llegasen allá los hilos del teléfono..., o si me atreviese a subir al avión...!
¿Tío "Deogracias"? ¡Claro; como no se me ocurriría antes! Le tengo que encargar que se dirija, de parte mía, al capellán de esos Tiradores..., ¡que esta locura de mi niño alguna explicación tendrá! Mientras, ¡que Dios nos asista con esta moza de taberna, con esta especie de Maritornes!

-Mamá, ¿cómo estás tan calladita, y sin embargo, bisbiseando, dándoles a los labios, como si hablases sola, para tus adentros? ¿Estás bien; si, de veras? Entonces podemos darnos una vuelta por aquí cerca, por la plaza de Pontevedra, o por el paseo del Orzán…, para escuchar la mar..., que esta no es brava, no tiene siete olas, como ocurre con la de Ifni! Así conversas con Felisa, ¡que si lo hacéis amablemente igual os entendéis! Después de eso, podemos cenar en las rúas de los vinos, tal que en la Estrella, en la Galera..., ¡donde quieras, que ahora tengo ingresos propios, y con eso, invito!
Pero la vieja no estaba por amabilidades sostenidas, prolongadas, así que objetó:
-Podéis ir a donde queráis, que yo me quedo aquí, en el hotel, que tengo que rezar mi rosario, ¡y el de hoy será completo, quince misterios! Vosotros, a las centollas, que bien te gustaban en vida de tu padre..., que en gloria esté! Siempre se arrepentía al verte engullirlas: "¡La hice buena, que este hijo acabará con la especie!".
Le dio un beso en la frente, como para asentarle los buenos recuerdos:
-Mamá, en este caso, lo que tú quieras, pero eso de cenar centollas...? Hoy, no, eso no, que las estropea el vinagre..., ¡de tanto que nos echaste! Mejor, mañana, contigo, al mediodía...; ¡pero no nos pongas morriñosos en la mesa, que tenemos que volver para África!
¿Vinagre? ¡No había forma de cortarlo, que aquella mujer cuanto más hablaba más destilaba!
-¡Ay, hijo, y gracias a Dios que tengo memoria, y no como otros que yo me sé! ¡No es persona aquel que olvida sus compañías, particularmente las gratas...!
Orlando, visiblemente irritado por aquel diluvio de indirectas, redundantes, de su madre, se puso enérgico, seco, cortante, más aún que si estuviese desbravando quintos en Ifni, en su Campamento, en el Ronson:
-¡Mamá, vete parando con eso de la vinagrera, que esta Felisa, que ya es hija tuya..., adoptiva, conmigo de intermediario, irremisiblemente hija política, que también se dice, te va a tener por una vieja gruñona, y pienso que con eso pierdes...! ¡Puedes llegar a perder dos, dos hijos, simultáneamente! ¿Lo entendiste? ¡Claro que me entendiste, con lo lista que eres!
Lo que está pasando es que mi madre tiene a nuestra Manolita en el ápice de su lengua, y con eso me abochornará, a diario, delante de esta Felisona tan susceptible... Así que, Orlando, corta, que de puesta a disparar, tu madre..., una metralleta!
Pero la señora del Pazo también quería a su hijo, y sufría de tener que hacerle sufrir con aquellas reconvenciones que juzgaba tan..., merecidas!
Callaré, hijo, callaré; ¡de boca, que lo que es de pensamiento...! Los pensamientos vuelan, salen del alma, de cada alma, de todas, y gritan, claman de suyo..., ¡aunque los condenemos al silencio! ¿Que si chillan...? ¡Tanto, tantísimo, que si pusiese tu alma en relación con la mía, entonces entenderías, oirías, sin necesidad de abrir la boca, ninguno de los dos..., por mucho que tengamos un estrecho, un mar, que nos separe!
Esperaban que se cortase la querella al darse un abrazo, un ¡Hasta luego!, pero aún le quedaban estas palabras, ya insalivadas, envenenadas:
-Cría hijos como este, con todo mi corazón, con todas las ilusiones de este mundo, ¿y después...? ¡Después te paga con amarguras! Dios haga que los tuyos no te lo paguen de igual manera, que yo, lo que es maldiciones, no, no las digo, por más que las merezcas..., ¡por lo menos, a tal momento!
No hubo más coloquio por aquella tarde, que los tres, cada uno por su parte, y de un modo antagónico, rabiaban por la separación física, y estaban dispuestos a salir volando, a huir de aquel salón tan confortable..., ¡y tan incómodo para todos ellos! Así lo entendió, también, la pobre Felisa, pues, nada más bajar los cuatro peldaños que dan a la acera del Paseo de la Playa, se le escapó un suspiro de alivio:
-¡Uih! ¡Handu-li-lah! ¡Qué bien se respira aquí..., aquí fuera!
-¿Aquí fuera...? ¿Es que te sofocabas, ahí, dentro?
-Si, terriblemente; ¡como nunca!
Pero Orlando lo entendió a su manera:
-¿Non irás a decirme que son avisos de..., de eso..., de que piensas echar tripa?
-¿Aún lo dudas? ¡Ahí dentro le pedí al diablo una escoba, una staba...!
-¡Tu estar chivani, más chiva y más loca que aquellas viejas del Zoco viejo! ¿Te quieres quedar en este hotel..., de limpiadora? ¡Por mi...!
-¡No te hacía tan parvo! Te lo voy a decir, si prometes entenderme: Allí, en la raya, cuando nos veíamos acorraladas, descubiertas, le pedíamos al diablo una escoba..., ¡para huir volando, como hacen las brujas! Se decía que alguna tuviera esa suerte, que las socorrió Satanás...
-¿A cambio de qué...?
-¿De qué iba ser, de darle el virgo...? ¡Toma! Por eso no me socorrió a mí, hoy, que ya no tengo..., ¡eso!
Orlando rompió a reír, tan destensado, tan ciego, que a poco le coge un auto. Y no era para menos, pues ambos huían del hotel, con más nervios que ojos.
Llegados a la Coraza, se apoyaron en su balaustre de hormigón, y se dedicaron a contar las olas, mentalmente, costumbre que ya practicaran en la barandilla de Sidi Ifni, que para otras ansias o ideas no estaban, ¡ninguno de los dos!
Más tarde, ya en la alcoba, les acometieron, nuevamente, aquellas desazones mentales:
-Mal empezamos, Orlandiño, pues, aunque no le he entendido gran cosa, la lumbre de sus ojos me dice que nunca me entenderé con esa mujer, ¡por madre tuya que sea! ¡Persona a la que yo no pueda sostener su mirada...!
Intentó tranquilizarla con un arrumaco, pellizcándola en las nalgas:
-¡Anda, que igual te las derrite..., y no te vendría mal! –Pero después se puso serio, imperativo:
-No le hagas caso, Felisiña; háblale poco, pero no pienses mal de ella, que todas las madres son buenas, cada una según su estilo. ¡Gruñonas, algunas, pero buenas, todas! ¿La tuya, no?
-La mía me quiere como la que más..., ¡y no por eso gruñe, ni en gallego ni en portugués!
El insistió, conciliador:
-Pues de la mía te digo que, si no me quisiese, no se molestaría en reñirme. ¡Es tan señora que sólo roña por las cosas importantes; si lo sabré yo!
-¡Será, hombre, será; será eso; y menos mal que no tengo que vivir con ella, que en ese caso iba echar en falta a la portuguesa...!
-¿Que portuguesa; quien...?
-¡Es que le llamamos así a la mía, a mi madre, nuestra Inés...; cariñosamente, por supuesto!
Al día siguiente doña Marisa almorzó en su dormitorio, y después de eso, de vestida, abajo, ya en el saloncito de recepción, estuvo conversando animadamente con sus amigos, con aquellos matrimonios dueños del hotel. Vio a su hijo y a su nuera, que estaban cerca, pero no se dignó acercarse a ellos, cosa que le agradeció Felisa, de todo corazón. Orlando sí que se aproximó para besarla, a la vez que saludaba a los viejos amigos de sus padres.
-¿Así que te destinaron a Ifni...? Pues mira que hacía calor allí en México, pero dicen que eso del África Occidental no tiene comparación... ¡Como sigas por allá, tendrás que venir siempre con tu madre para que podamos reconocerte! –Se lo dijo afablemente el señor Mazoy, que era el más hablador en aquella sociedad.
Orlando le hizo signos discretos a su mujer para que se acercase, pero ella o no le entendió o no quiso darse por aludida. A los pocos, metió un inciso en tan grata conversación con aquellos amigos de su madre para preguntarle si pensaba salir con ellos a la calle, para comer fuera, pero la gran dama le dijo abiertamente que mejor que en la calle se sentía con los viejos amigos, por cierto que no tan viejos, oriundos de dos aldeas próximas al pazo de la Olga. El caso fue que, por estas circunstancias, la nuera no fue presentada, pero si captaron quien era, y qué talla tenía, visiblemente inferior, socialmente, a la suegra.
La hidalga con ellos no fue, pero les mandó su sombra, su imagen, que seguía eclipsando aquella alegría que la novia esperaba, y por supuesto, deseaba, para su luna, para su viaje al terruño, con más miel que amarguras. Llegados a la zona etílica, "Los vinos", que era como todo dios nombraba aquellas rúas tan acogedoras y tentadoras, bien abastecidas de marisco, los de algunas especies aún vivos e coleando en aquellas vitrinas de cristal, Felisa maximizó sus ojos, de natural grandes, extasiada tanto por aquella variedad como por la cantidad de expositores. Lo malo del caso fue que también se fijó en las cartas respectivas, y dio en persignarse por culpa de los precios, ¡ninguno con decimales!
-¿Oyes, cómo es que hay tantos hidalgos todo por aquí? ¡Esto no sirve para cualquiera!
La reprendió, claro:
-Felisona, que estás llamando la atención, y van pensar que acabas de salir de la cárcel, o de la selva..., ya que nunca tal cosa viste! ¡Compórtate!
Pero ella rezongó:
-Es mejor comer en otra parte, ¡siquiera sea para no ofender a los pobres!
-Además de hidalga..., ¡de hidalga consorte...!, tú eres la mujer, la esposa, de un oficial que cobra un plus de residencia del ciento cincuenta por ciento...! Y si no estás conforme, vete de monja, que para eso sí que autorizan las anulaciones matrimoniales..., con lo que me haces un favor!
Accedió, entraron y se sentaron.
-.-
Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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