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Otra pesadilla

jueves, 07 de julio de 2022
Anoche tuve otra pesadilla. Esta vez soñé que era un adolescente y estaba de lo más feliz jugando un partido de fútbol con los chicos de mi barrio. Un barrio que se calificaría de pobre, aunque muchos de los políticos que hoy así lo nombran se han criado en barrios similares, esos que antes se llamaban de clase media.

En el descanso apareció un tipo de gabán y sombrero negro que no conocíamos, y nos comentó que en el teatro del barrio rico que se encuentra cruzando el arroyo estaban regalando entradas, y que el espectáculo que ofrecían era algo deslumbrante. Abandoné el partido, crucé el arroyo y llegué al Teatro. El edificio era imponente. Lleno de luces y con fotografías de gente guapa riendo. Una interminable cola de personas muy elegantes, con trajes y largos vestidos, aguardaban con paciencia a que le revisaran la entrada, que llevaban en abultadas carpetas.

Intenté colarme pero, a ver mi aspecto me lo impidieron. Hablé con el guardia de la puerta y me dijo que si no tenía los papeles, no entraba. Entonces apareció el señor del sombrero negro, me alcanzó una mochila con piedras y me dijo:
- Esto es más rápido que todos los papeles juntos.

Así que encaré a los seguratas de la puerta a pedrada limpia, y cuando se agacharon a recoger las piedras que les habían golpeado para devolvérmelas con el mismo entusiasmo, me pude escabullir y forcejeando, acceder al enorme e iluminado hall del teatro. En un espejo comprobé que una de las piedras de los guardianes me había provocado una herida en la cabeza, de la que manaba un hilo de sangre, y que me habían roto la camisa en el forcejeo. En ese preciso instante aparecieron dos enormes guardias de seguridad que me cogieron de los brazos y me llevaron en andas otra vez a la calle, donde me dejaron, con la amenaza de que no se me ocurriera volver a intentarlo porque la próxima vez no me salvaría de una buena paliza.

Estaba contando la experiencia a los amigos que se habían acercado hasta la puerta intrigados, cuando un policía, con un papel en la mano, me pidió que lo acompañara. Me explicó que el Supervisor de Teatros y Circos había recriminado al Director por mi expulsión, y ordenaba mi inmediato acogimiento en la platea. Al poner un pie en el hall, decía la ley, tenía no solo el derecho, sino la obligación de ver el espectáculo íntegramente.

Cruzamos la puerta ante el asombro y comentarios de los resentidos aspirantes a entrar, que permanecían impasibles en la larga cola que daba vuelta a la manzana, y que comenzaba frente a un letrero que anunciaba "No hay más localidades", y vi que los dos de seguridad que yo ataqué y que estaban sangrando, se los llevaban detenidos por haberme ellos causado una lesión a mí. Otra vez en el amplio hall, un uniformado mayordomo me curó la herida de la cabeza y al ver mi ropa sucia y hecha jirones, me llevó a una sala donde me dieron una camisa nueva y un traje que me quedaba como pintado. Me peinaron, y me dieron un móvil para que pudiera grabar el espectáculo y enviárselo a mi familia y mis amigos. Perita.

Un acomodador, inclinando la cabeza, me pidió que lo acompañara hasta una puerta, la abrió y me invitó a pasar, cerrando la puerta detrás de mí.

¡Madre mía! ¡Qué pedazo de sala! Llena de cómodas butacas, con gente que estaba absorta viendo el espectáculo que ya había comenzado. Una pareja de jóvenes desnudos corrían de un lado para el otro del escenario, dando saltitos. La música estridente parecía embelesar al silencio público.

Como el acomodador me dijo "apáñese y búsquese un sitio", empecé a recorrer los pasillos, metiéndome entre fila y fila, lo que provocó que muchos espectadores me recriminaran y pidieran que me fuera, porque les entorpecía la visión. Por suerte una muchacha de flequillo cortado con un hacha, me sonrió y me señaló que me sentara en un apoyabrazo, no en el de ella sino el de una vieja gorda que miraba por unos prismáticos. En cuanto me acomodé, la gorda y la señora de al lado empezaron a protestar y llamaron al acomodador. Decían que ellas habían pagado la entrada y yo no debía molestarlas. El acompañante de la del flequillo, lleno de colgantes, piercings y tatuajes, me hacía señas que no me moviera, que si estaban molestas, las que se tenían que ir eran las señoras. El acomodador le dio la razón al tatuado y les recomendó a las enfadadas espectadoras "Ajo y agua", como no entendieron, aclaró "a joderse y aguantarse".

Las enjoyadas gordas se levantaron protestando y jurando votar a Vox. Aproveché, me desparramé en una butaca y puse los pies en la de al lado. Comodísimo. Me centré en el espectáculo. La pareja no estaba desnuda como me pareció al ingresar, encandilado, usaban unos pantalones muy ajustados que marcaban el paquete del chico. La chica tenía un floripondio alrededor de la cintura que al girar sobre la punta de un pie y la otra pierna flexionada, parecía una peonza. Corrían en puntas de pies de un lado para otro y cada tanto daban graciosos saltitos. Me pareció que el muchacho quería algo que la chica le negaba, y cuando la pudo coger, se la puso sobre los hombros y pensé que la iba a tirar sobre el público. Yo me protegí con los brazos, con la pedrada del segurata tenía suficiente. Pero no. Corrió hasta la otra punta, dio una vuelta con ella encima y la dejó en el suelo, de donde la muchacha salió corriendo dando largos saltos.

Como era siempre lo mismo, de un lado para otro, saltito va, saltito viene, me empecé a aburrir. Por la posición tal vez, solté un sonoro eructo y todos los que estaban a mi alrededor me empezaron a insultar. Pero si en mi casa eructar es lo más normal y saludable. ¡Qué jodidos eran los otros asistentes! Y empecé a arrepentirme de estar en ese lugar. Me sentía como leí en algún lado, "desubicado como chupete en el culo". Por Alá, ¡qué aburrimiento! Así que me levanté, cogí los prismáticos que se olvidó la gorda, y fui a la puerta. Estaba cerrada. El acomodador me dijo que yo no podía salir. Debería ver totalmente ese espectáculo y todos los demás. Que yo estaba tutelado por la Supervisión General de Igualdad de Espectadores y no podía abandonar la sala. Que diera vueltas por la platea, que me entretuviera haciéndole cosquillas a los espectadores, que orinara en algún rincón, cualquier cosa, pero volver a mi barrio a seguir jugando al fútbol con mis amigos y abrazar a mis hermanos, no. Eso sí que no. Porque yo debía ser un espectador más del permanente espectáculo de ese teatro y que me apañara como pudiera. Supremun Emperator dixit.

Menos mal que era un pesadilla. Porque si alguna vez pasara algo parecido, pobres chavales. Porque el mundo está lleno de pobres, y de pobras. Aunque la pobreza es una enfermedad que se cura fácilmente con educación. En cambio, la estupidez y la soberbia, esas sí son incurables. Y muy contagiosas. Porque de las chicas, las que no pueden saltar vallas ni apedrear agentes, las que en vez de ir a la escuela tienen que acarrear agua reemplazando con sus débiles brazos los de los varones jóvenes que se fugan, de ellas no se acuerda ningún político.

Andrés Montesanto, un malagueño de muy mal dormir.
Montesanto, Andrés
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