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Operación: Cuñada (5)

martes, 17 de mayo de 2022
...
-Calistro, lacazán! ¿Dónde estás, donde te metes, donde encovaste?
-Aquí me tiene, en la cocina, señor don Carlos, de par de la cambariña, pero, ¡está tan oscuro...! Aguarde un momento, que le alumbro con un tizón... ¡Hala, ya puede pasar; hágame el favor...! Mire este tallo, este tronco, que es el más alto... Siéntese para calentarse..., que yo, entretanto, le cuelgo su capa, aquí, por detrás del guindastre. Viene chorreando...; ¡y no va a venir, con este tiempo de xuncras!
Pero el Amo, como buen hidalgo, con cuatro pelos de feudal, por toda cortesía le soltó un rapapolvo de los suyos. Era cosa de hacerse respetar: ¡Dios y los fueros, como buen carlista, que por tal se tenía!
-¿Qué forma es esta de mirar por mis prados? ¡Por algo los pobres no salís de vuestro endego...!
-¡No se enfade conmigo, mi don Carlos...; hoy, no, que le estoy de parto...! -Se exculpó el casero, tímidamente, con la cabeza gacha, según estaba removiendo en los tizones para que no le decayese la lumbre al amo, ¡por desagradecido que fuese!
-¿Cual, a qué vaca le toca? ¡Deja en paz los tizones y prepárale una caldeada para que caliente a la cría! ¡Pobrecita: la vaca pariendo y tú entretenido con los tizones...!
-¡Ay, no señor, que no se trata de las vacas! Mírela, que le alumbro con este tizón: ¡es mi Manuela, aquí detrás, en la cambariña...!
-Señor don Carlos, aquí me tiene, que estoy callada..., ¡para no causarle molestias! Pero la verdad es que me vuelven los dolores, cada vez más seguidos... ¡Esto lo tenemos cerca, que ya no aguanto sin chillar...!
El hidalgo se enterneció:
-Mujer, perdona, ¡y que sea para bien! ¡No te viera..., con esa manta de trapos que tienes encima! –Se disculpó, y lo hizo seriamente, sinceramente.
El casero, en vista de que don Carlos bajara de tono, sensibilizándose, se atrevió a insinuar:
-Si no le parece mal... Mire, don Carlos, yo estaba para salir en busca de la Estrella de Veiga, que se nos tiene ofrecido para cando llegase la hora... Pero, entre que llegó usted, y luego esos relámpagos del diablo, que siempre me paralizan, pues..., me retrasé!
El amo se dispuso a rezongar, pero lo pensó mejor y se dio por aludido, aceptando la indirecta:
-No será así, que te debes quedar con tu mujer..., por un si acaso! Dame esa capa..., la capa y el cayado, que en busca de esa partera iré yo, yo mismo..., que la bestia bien puede con los dos! ¡Y déjate de nombrar al diablo, ni al grande ni al pequeño, que eso es peligroso, que igual se dan por invitados...!
Una hora después, con la partera presente, agua al fuego, y un haz de astillas de roble arrancadas de aquel alpendre del heno, como quien deshoja maíz, apareció la cabecita, negruzca, sucia, grasienta y sanguinolenta, de aquella criatura. Todo felizmente, que los diablos, ni el Mayor ni el Menor, se dieron por aludidos en aquella invocación del aparcero que tanto preocupara al inefable carlista. La partera, agradecida a Dios y a don Carlos, no se cansaba de alzar en la criatura, envuelta en un refajo de lana, tal y como si la estuviese consagrando en un altar.
-¡Bendito sea Dios que me proporcionó las ancas de ese caballo de don Carlos, pues, de lo que no, esta moza de la cabecita redonda mal se habría visto para asomar solita por esa cueva tan estrecha del monte de su madre! Las primerizas..., ¡ya sabe!
La parida, para entonces calmada y feliz, con esa felicidad que sólo las madres han gozado, ¡gozado y sufrido!, tuvo humor para chancearse:
-¡Ay, luego, si yo tuviese que parir una estrella, como le pasó a su madre, que en paz esté, entonces..., para San Cibrao!
La partera, Estrella da Faladoira, entre lo contenta y lo fatigada que se sentía, refregó sus manos y las acercó a la lumbre, secándose a la vez que se calentaba. Nada más dijo, salvo pedirle a don Carlos María que la devolviese de igual modo a su casa en Veiga, pues, aunque disminuyera la lluvia, los caminos quedaran fangosos, intransitables. ¡Ni por la cena esperó! Cierto es que las corredoiras, paralelas al río Azúmara, imponían respeto a los mismísimos lobos, pero aquella oportunidad de acogerse nuevamente a la cintura de un hidalgo también le sería deseable a tal momento, siquiera fuese para no sentirse tan viuda como de hecho estaba.
Tanta ventura hubo aquella noche en el caserío de las Cavozas que el propio don Carlos se quedó a cenar, y eso que ya era de madrugada, ¡con su propio casero! Tan algodonado se sentía, que ni que estuviese de alterne con sus colegas, con toda la hidalguía de Lugo. Eso sí, cuando estuvo de vuelta, después de llevar la partera, le prestó su caballo al casero para que fuese a Sarceda, a su pazo, con la buena nueva, para tranquilizar a su dueña, doña Pura, por culpa de aquella ausencia nocturna, inhabitual en él. A la luz de las astillas, que llegaba para verle la carita a la recién, en todo aquel tiempo don Carlos María no retiró sus ojos de aquel bulto de lana donde pusieron a la niña, pareciéndole imposible, algo irreal, o un tanto milagroso, que aquel baldragas de Calistro, tan despreocupado, ¡a su criterio!, en el cuidado de su ganado, ¡al tercio!, y de aquellos juncales de la riega azumareña, fuese el padre de un ángel perfectamente labrado. En eso don Carlos tenía la conciencia tranquila, pues él, en aquella ocasión, con aquella moza..., ¡ni de lejos!
Observando la placidez de la chiquilla, aquel pelito sedoso con el que nació, aquella sonrisa angélica, que ni lloraba a pesar de encontrarse en una cunita pulguenta y carcomida, envuelta, enfajada, en aquellos trapos raspones, de lino de la casa, con un cobertor basto, de lana, de igual procedencia, se le ocurrió al Señor de Sarceda que una niña tan grandota y tan bella debía chamarse..., ¡eso, Placeres!
-No le puede ser, mi Amo, y bien que lo siento, pero tenemos de compadre al casero de Ínsua..., ¡y su parienta se llama Alicia! -Balbució aquel hombre, aquel esclavo, viéndose apretujado entre el reconocimiento a su compadre y la devoción y sumisión debida al señor de las tierras; ¡de las leiras, de los prados, de las vacas, de los tojos de calentar el horno...!
Don Carlos, ultrajado en sus fueros, le dio un puñetazo bien sonoro a la mesa de levante, que a poco la parte en dos.
-¿Alicia..., esa de las piernas torcidas? ¡Ya se puede reír...! ¿Manuela, te conformas con la opinión de este lacazán, que sólo hizo una cosa bien hecha en toda su vida de mangante?
Para la primeriza, detrás del parto físico aquel dolor moral, o más que moral, feudal, fue dramático, atentatorio de sus derechos personales, íntimos. ¡Le mangoneaban a su hija incluso en el nombre de pías; en la palabra, en el nombre que nadie estaba llamado a pronunciar más veces que ella misma! Arguyó por donde pudo, y como pudo:
-¡Yo que le voy a decir, señor don Carlos María! A mí lo de Alicia me gustaba..., ¡que suena cariñoso! Y luego está esa cosa que le dice mi hombre... Mire, esos de Ínsua bien que nos ayudan para sacar adelante esta labranza, que fueron ellos los que vinieron para ordeñar sus vacas desde que me vieron incapaz de agacharme...; ¡con el peso de la criatura! ¿Sabe? En estas circunstancias, si usted no se opone...
El señor bufaba, ¡más que el pote de las papas! ¿Un Rancaño, desplazado...? ¡Ca; en absoluto: Por Dios, por la Patria y por El Rey!
-¿Que dices, mujer, o es que te marea la fiebre? ¿Quién os ayuda, quien os vale, sin obligación de ningún género, que me sobran caseros, desde Lugo a Fonsagrada? Mías son las leiras que os dan el centeno, el pan de cada día. ¡Se lo pedís a Dios, efectivamente, pero sale de mis tierras! -En aquel momento el hidalgo se acordó de que era propietario-consorte y trató de enmendarse: -¡Quiero decir, mías y de mi Pura! Así que, rapaces, en esto quedamos: Los padrinos de esta Placeres..., ¡por la gracia de Dios, nosotros! Para complacer a esa patituerta de Ínsua, a esa tal Alicia, ya estáis encargando, de seguida, dos o tres chiquillos más, ¡pero, varones! Uno detrás del otro, tan pronto os lo permitan las reglas, para dárselos a bautizar, ¡ya que tanta deuda tenéis con ella! Pensad en lo que va a ser de este caserío, sin hombres que lo trabajen... ¿Que, qué va a ser, qué va a pasar?
Vencidos y desarmados aquellos caseros, poco les faltó para besarle las espuelas, que por cierto eran de plata, de las criminales, de esas de cuatro puntas, de las que se hincan y ahondan en el vientre si el jinete llega a cabrearse. Habló la casera, y lo hizo de la única forma que le cumplía:
-¡Señor, que Dios se lo pague! Sin embargo, mírelo bien, señor don Carlos María, que con nosotros, lo que es con nosotros, usted no tiene obligaciones, ¡ninguna!
Rematado satisfactoriamente aquel pleito, el hidalgo, sin más, cogió a la niña en brazos y acercándose a la sella del agua, con la misma herrada de beber, y sin pararse a considerar la baja temperatura, le derramó por la cabeza un buen cacillo de aquella agua de la fuente, a medio congelar, con el ritual del socorro:

Mi niña Placeres,
con intención de bautizarte...,
más adelante...,
yo te bautizo desde ahora.
En el nombre del Padre, y del Hijo...

-¡Hecho queda, que esta mocita, con esta agua de socorro, aunque muera estos días, ya no baja al Limbo! Y luego que yo asumo las responsabilidades de su apadrinamiento. Tal y como ayudé a parirla, ayudaré a criarla, que de hoy en adelante con los estudios de esta cosita correrá su padrino, ¡yo mismo! Y tú, lacazán, que ni abres la boca para darme las gracias, desde mañana te quiero ver con otra disposición; ¡para las tierras y para el ganado! ¿Estamos, compadre? Venga, trae esa mano, ¿o no te enteras de que estamos haciendo un pacto?
El casero, obediente, y aún sin enterarse a fondo de lo que allí estaba pasando, comprimió sus riñones, cuanto le dieron de si los goznes, ya un tanto reumáticos de tanto regar en aquella pradería azumareña, de tanto perseguir los topos, de tanto apresar truchas para subírselas al Amo, de tantos y de tales sometimientos...
-¡Señor, usted mande, que todo eso se hará..., lo mejor que yo pueda y sepa!
Le aceptó el besamanos, pero debía quedar bien clara aquella especie de aforamiento personal.
-¡Que señor ni que nabos! Toma nota de que yo sigo siendo don, don Carlos María..., ¡que por algo soy carlista! Lucho por mí, por mis fueros..., para que nadie se me suba a las barbas! Pero, de lo dicho, ¡trato hecho! Aquí tienes mi mano, aunque os llega, y sobra, con mi palabra..., de caballero! Bien, pues, con esto acordado, me voy, que mi Pura estará preocupada por la viruela de nuestro Darío, ¡que no se si en estos medios iría ese médico de Serés...! Cuando mejore Darío ya vendremos por aquí, Pura y yo; y de paso, llevamos la niña a la iglesia... ¡Qué digo a la iglesia, a la capilla de Sarceda, que oficiará mi hermano Domingo...! Placeres como esta no se bautizan en un monasterio friolento..., ¡qué tal es el de San Cibrao!
Así fue, así pasó, tal cual, que así lo contaba aquel Casero, de nombre Celestino, aunque de celeste poco tuviese.
En aquellos bautizos, escasamente prodigados, del viejo hidalgo, los aciertos le venían de cuando su hijo, el primogénito: Mandara que lo nombrasen Darío porque leyera en algún libro de aquella biblioteca sarrienta de su pazo que el rey de los persas fuera un tal Darío, ¡un conquistador! Don Carlos María, en aquella ocasión, rememoró el concepto histórico y dedujo que un hijo suyo, portando ese nombramiento, igual casaba con la hija de un conde, o de un marqués, o duque..., y con tal motivo los de Sarceda volverían a su grandeza original, tal que en tiempos de los tátaras de su Pura, mayormente aquel Osorio, aquel cazador de osos, aquel que combatió en la Cueva de la Dona, en Covadonga, juntamente con el conde de Flammoso...
No paró ahí la anécdota de los nombres, pues, con el tiempo, algún esfuerzo y mucho sufrimiento de por medio, que vivir de limosnas poco vivir es, ¡aquella Placeres, aquella protegida de un hidalgo, llegó a Maestra! Por otra parte, como ya escaseaban las marquesas, por lo menos al alcance de aquel mayorazgo campesino, la Maestra-Ahijada llegó a ser nuera de don Carlos María... ¡Nuera de su propio padrino! En definitiva, con placeres, o sin ellos, el Pazo de Sarceda volvió a tener infancia.
Con respecto al "Padrino", aquel que bautizaba con agua helada, tan pronto le mostró su nuera-ahijada a aquel retoño, aquel rebrote de un injerto hidalgo, le advirtió seriamente que ya estaba bien de placeres onomásticos, y que su niña se llamaría Manuela, simplemente Manuela, igual, igualito que la abuela, aquella casera de las Cavozas, cada vez más encorvada de tanto portar y descargar haces de hierba, ¡precisamente para las vacas de su compadre-consuegro! Para el hidalgo aquello de "Manoliña" sonaba mexericas, redundante, empalagoso, plebeyo, pero...!
El patriarca, carlista irredento, faccioso por días de vida, no quedó muy satisfecho que digamos, ni del nombre ni del diminutivo de su nieta, y menos aún de que pasase el tiempo, meses, años..., y no hubiese trazas de un varón que transmitiese los apellidos! Nada, que nada le dijeron de por qué se agotaran aquellos vinculeros, pero el caso fue que doña Placeres, harta de placeres dolorosos, le dijo a su cónyuge, al "Darío Conquistador", que aguantase sus crisis eróticas tal y como pudiese, tal que rezando credos, que los tiempos no estaban como para criar hijos propios y poner escuela para los del prójimo, simultáneamente, con una legua, diaria, de corredoiras!
Tiempos atípicos, en efecto, anacrónicos para nuestra hidalguía, pues comenzaba a asomar una generación un tanto rebelde, incluso de hijos de los caseros, que le perdían el respeto a sus terratenientes, prefiriendo pasar el charco, sobrenadar la Atlántida, atrochar las tinieblas del Mar Tenebroso, antes que decruar las chousas de Sarceda, ¡al quinto! En estas circunstancias, con estas ataduras, el nuevo cacique de Sarceda, don Darío de Rancaño, y media docena de apellidos, sucesor testamentario de aquel carlista baptizador, a falta de otras satisfacciones para sus apetencias y complejos, dio en presumir de amigos con mando en plaza; ¡en la de Lugo, obviamente! Eso sin contar con su firma, signatura y cátedra, de Juez de Paz en Castroverde, ¡que más pacífico que él, otro no lo encontraron! Lo malo del caso fue que las comilonas de aquella relación social tan cultivada se facturaron, siempre o casi que siempre, a nombre del heredero de Cas Rancaño, como ahora le llamaban, desde Corgo hasta Meira, pues aquello de "Casa Grande" a la nueva generación le sonaba..., ¡eso, demasiado grande! Y menos mal que retornó, a tiempo y en forma, aquel don Manuel, aquel de los hoteles turísticos del Venado..., ¡que si no tenía, si no lograra, "don", su din era indiscutible, contante y sonante!
Con esto y con todo, minucias fuera y obligaciones pagadas, la riega de Sarceda, en el propio nacimiento del río Azúmara, encabezando ese valle que separa al Mons Ciro del Monte de los Cubeiros (Montecubeiro), era tan larga, tan larga y tan fértil, que, minorada y todo, el cubano salvó hierbas para doscientas vacas, cuatro toros (a los que allí llamaban bueyes, a pesar de que no les castraban), la yegua de las mujeres, el caballo de la parada..., ¡y también el contrario, (burro de parada), que en Sarceda siempre hubo un contrario!
Acostumbrado a dirigir hoteles, el tío Manuel, Manuel Rancaño, ¡de Osorio, de Moscoso..., y todo eso!, se puso a dirigir la vaquería de Sarceda con autoridad, poco menos que látigo en mano. Como decía este homo sapiens, este animal mecanizado, explicándoles a los vecinos su evolución cultural, ¡de tetas a ubres, la diferencia está en el sostén! Eso sí, con la colaboración de un ingeniero traído, decían, de Torrelavega, que era en aquel tiempo la mejor tierra de vacas pintas. El ingeniero le pergeñó, de inmediato, un paquete de construcciones principales, y otro de edificaciones adjetivas, de las que presumía y no paraba: todo en rojo, en ladrillos de ocho..., ¡para que se viesen desde la carretera que va de Castroverde a Mosteiro! Para enmarcar las puertas y las ventanas, una greca de bloques prefabricados, imitando, sólo imitando, los linteles del pazo. La carpintería en aluminio vulgar, barato..., ¡como si en Sarceda careciesen de robles y de castaños! Para colmo de aquella ramplonería, ¡cubiertas de maléfica uralita!
Don Darío prefería las losas de la cantera de la Mouriña, y algo le apuntó al pagano a respecto de ellas, pero salió escaldado.
-¿Las vas a pagar tú, en por ti? Ahora no tenemos caseros que trabajen de balde, que suden en la cantera, que se avengan a los carretos, que enlosen de mañana por noche... ¡Estos vecinos, en holgazanes, ya pasan por delante de aquella negritud cubana!
-En ese caso, ¡haz lo que quieras!
Y tanto que lo hizo, que incluso derribaron el hórreo, y el palomar, ¡distintivos, con el ciprés y la capilla, de todo emplazamiento palaciego! Para manejar la piqueta no hubo pereza, ni pereza ni economía, que en esto los vecinos colaboraron satisfechos, ¡otros irmandiños!, posibilitando que aquellas cuadras repugnantes..., ¡también en lo estético!, quedasen a dos palmos de la capilla, tapándole un lateral. ¡Que Dios los bendiga, Amén!, fue la queja del curita, don Deogracias, tocado de santa ira pero inerte ante la fuerza cubana, ¡expresada en dólares!
Por su parte, aquel teórico de don Darío, éste con don pero sin din, tenía mejores ideas, pero, ante las circunstancias, poco pudo quejarse de aquellas vulgaridades enquistadas en el pazo de sus ilustres antepasados, limitándose a layar, más bien por lo bajo:
-¡Ay, Manuel, tu haz lo que quieras, que lo haces de tu propio bolsillo, pero, todo esto, la verdad, comparado con otras cosas que se están haciendo por los alrededores..., te son unas construcciones mierdosas!
-¡Claro, como que son para la mierda de las vacas!
El cubano, por toda respuesta, metía la mano en el bolsillo y rugía con las monedas, poco menos que si estuviese dándole al badajo de la campana parroquial, pero un día, ante tamaña ignorancia del vinculero, tuvo a bien darle una lección, que por cierto fue definitiva:
-Estás equivocado, hermano, pues el purín se recogerá ahí fuera, en un pozo enorme... Don Crespín, el ingeniero, le llama purín al zurro, ¿sabes?
-¿Purín, eso?
-Naturalmente, porque es puro de vaca, sin aditivos, sin estrumes de ninguna clase, que con ese zurro abonaremos las veigas; después de niveladas, claro. Aquí trabajaremos con grandes cubas cubanas, parecidas a las que tienen en los ingenios para recoger el zumo de la caña... Todo mecanizado, como hacen los gringos, que incluso le ponen gomas a su instrumento sexual, que así no enferman con el flujo de las mulatas. ¿Entiendes?
¡Dios, cuanta sabiduría! -Fue el pensamiento íntimo del hermano Cura, que tal oyó, pero nada dijo, pues aquello no era de su incumbencia.
Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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