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Garota de Copacabana

jueves, 05 de mayo de 2022
Río de Janeiro (Brasil, 1968).

Una mañana que Antonio se encontraba disfrutando de la amplia y famosa playa, le ocurrió algo interesante. Estaba piolón pispeando el zoológico humano que tenía alrededor, en el medio de la playa a rebosar. En eso un turista mejicano se agenció una minúscula parcela junto a él y comenzó a quitarse la ropa para quedarse con la maya (bañador) que traía debajo. Remera blanca, pantalón crema con un cinturón de gran hebilla dorada, mocasines lustrosos, el reloj, también dorado, lo escondió en un bolsillo. Al rato de terminar el strep-tease se oyeron unos gritos desde la orilla y la gente empezó a correr gritando, "auxilio, una garota". Antonio se paró y trató de ver algo pero sin alejarse. El mejicano tampoco se movió pero siguió de pié atentamente la jugada. Algunos pasaron comentando que una mina estuvo a punto de ahogarse siendo afortunadamente rescatada entre varias personas.

Se volvió a sentar y observó al mejicano con cara desesperada y puteando. "¡La hebilla era de oro, y el reloj también!". Eran, porque el montoncito de ropa que tan prolijamente el paisano había apilado a sus pies, a tres o cuatro metros de la posición de Antonio, ya no estaba. El cuate permaneció tan cerca que tuvo que sentir el viento que produjo la pilcha cuando voló. Él y todos sus vecinos de la arena, por solidaridad, empezaron a mirar alrededor por si descubrían a alguien corriendo. Nada. Eso sí, había un montón de negritos que vendían todo tipo de cosas, todos quietos mirándolo con una expresión de "¡Pobre señor, qué pelotudo!", mientras especulaban si les podría tocar algo del afano.

Este episodio lo volvió más precavido aún. Sin embargo, otra mañana al volver del mar comprobó como su toalla también se había ido al cielo. Con las alpargatas no se animaron. Además de estos tristes episodios, esa playa le guardaba una linda sorpresa.

Un día estaba mirando a su alrededor, observando un montón de cuerpos entregados al baño solar con mínimos bikinis, una seda dental abajo y dos trapitos con un cordón arriba. Se detenía en algunos que invitaban a ser disfrutados. De pronto la vio. A unos pasos fichó una mina con una linda carita algo achinada y físico requetebueno. Y ahí arrimó. Con el chamuyo preparado para la ocasión. "¿Venís todos los días, vivís cerca?", en un "brasileño" que provocaba deliciosas sonrisas en el objetivo.

Y así se enteró que era de Macao (colonia portuguesa cercana a Hong Kong), hija de chino y madre brasileña, que por circunstancias y por sus estudios, la mamá y ella se instalaron en Copacabana. Antonio bordó un relato sobre sus estudios y experiencias como explorador y viajero, que convenció sobradamente a la papusa que tenía al lado.

Cuando la compañera de solarium decidió que debía regresar a su casa, como no podía imaginarse de otra manera, ya estaba el galán parado y vestido listo para acompañarla. Agradecida por la generosidad y simpatía le preguntó si lo podía invitar a tomar algo en su casa. La quiso matar con la indiferencia y demoró la respuesta por lo menos dos nanosegundos.

Cruzaron la avenida que bordea la playa y caminaron un par de cuadras. Cuando podía la dejaba pasar adelante y así disfrutar con su andar. ¡Qué bombón, cómo se movía, qué sensual!

Y llegaron a un portal acristalado. Llamó al portero electrónico para avisarle a la madre que iba a subir con un simpático chico que había conocido en la playa, y que gentilmente la acompañó hasta su casa. Del otro lado de la línea se oyeron como unos gritos. La garota lo miró con cara de resignación y no entraron. Al rato se abrió la puerta y, mientras la papusita de Macao intentaba una presentación, la mamá (qué lo parió, qué percha, alta, rubia, super empilchada, buenísima) lo miró. Todavía no se había inventado el escaner pero la vieja lo traía de fábrica. Al pasar por la barbita empezó a abrir los ojos y cuando llegó a las alpargatas, con cara de orto miró a su apabullada hija, la cazó del brazo, la metió para adentro y pegó un soberano portazo. No estimó necesario saludar al amable muchacho.

Cada vez que escucharía "Garota de Ipanema" de Vinicius de Moraes, Antonio la vería contornearse delante suyo. Si no fuera que ya estaba escrita cuando esto "aconteceu", el consagrado viajero juraría que el poeta le afanó la letra.

Andrés Montesanto. Fragmento de "Buscando a Elena" (2021).
Montesanto, Andrés
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