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Operación: Cuñada (4)

martes, 10 de mayo de 2022
El valle de Sarceda: Al fondo el Mons Ciro (Medullius), con el nombre del conquistador, Operación: Cuñada (4)del centurión, y en su falda Noreste, chorros de agua y de sol. El agua brota en las fuentes del Azúmara, y el sol, que es la gloria de aquellos héroes que prefirieron envenenarse con la toxina del taxus baccata, antes que someterse a los invasores romanos.

El Pazo de Sarceda. La casa paciega, palaciega, la "Casa Grande" de los Rancaño, en Sarceda, en esa Sarceda de Montecubeiro, (Sarceda = sources = manantiales), sita precisamente en las inmediaciones de las fuentes del río Azúmara, entremedias de las Veigas de los Feás y el soto conocido como O Podriqueiro en razón de sus cañotas, huecas, centenarias, o acaso milenarias, el mejor soto de castaños de toda la comarca, precisó, en tiempos aún recientes, un puntal del señor cura, secundado de otro hermano, pero este, el tercero, ¡sin misa! El tal fuera en tiempos un cubano-putero según se desprendía de ciertos díjome-díjome escuchados a cuatro retornados, a cuatro envidiosos, que bien que se acogieran a su protección en la época de los desembarcos habaneros, entonces con la izquierda en el bolsillo de su pantalón y la derecha bien estirada para mendigar de aquel señorito vestido de blanco, en lino yanqui, un trabajo, una colocación, ¡de cuerda que fuese! -Señor Rancaño, ayúdeme, hágame este favor, que acabo de llegar a La Habana, que aún está el barco en el muelle, ahí mismo, en el Morro... Mire que me dio esta dirección su hermano, el de casa... Mire que mis padres siempre fueron leales a los señoritos de la Casa Grande, particularmente en tiempos de la República, cuando los mozos dieron en negarse a trabajar de balde, ¡y eso que en nuestra comarca siempre hubo gente servicial...!
El cura, Rancaño segundo de esta saga, era arcipreste, ¡otra hidalguía: ¡Señorío, Iglesia o Casa Real! "De vocación tardía, séase, reflexiva...", que tal se proclamaba para más énfasis de su ostentosa modestia. Se librara de las guerras de África por Cuota..., ¡o no sería hijo de algo! A mayor seguridad, por si El Rey persistía en aquellos reclutamientos suicidas, su padre le llevó para Lugo, al Seminario, donde entró por la puerta grande, con toda fachenda, ¡que no de codelero, de chupa cortezas!: -Aquí les entrego a mi hijo, Domingo de nombre, con la esperanza de que llegue a obispo, tal que un pariente nuestro, un mártir, ¿sabe?, que fue degollado en las Misiones, allá por Asia... Por si no lo conoce, ilustrísimo señor Rector, nosotros aún llevamos sangre de los Sanjurjo de Mondriz, incorporada a los Osorio, a los Moscoso, a los Rancaño..., todos ellos servidores de la Iglesia, a cual más!

Aquel clérigo no llegó a canónigo, para cuanto más a obispo, pero controlaba seis o siete parroquias en la propia comarca. ¡A falta de torres del homenaje, media docena de campanarios! A mayores conservó, conservó y amplió, la nombradía, la nombradía y también la virtud, de la Casa Grande de Sarceda. Se hizo famoso por la corpulencia de su mula y por el tamaño de su teja, ¡en seda, que mejor no la tenían los canónigos de la catedral de Lugo! Otro poco por sus arneses, por sus monturas, ¡cordobesas! ¡Ah, y también por las espuelas de plata, y por el cobertor palentino, en listas rojas y amarillas, que tal parecía una bandera procedente de un capitán de caballería, amigo suyo! ¡De aquel Ejército del que un poco antes el mismo renegara! También lo fue, ¡también!, por la brevedad de sus confesiones, comprensivo que era para aquellos bocazas, para los tacos de aquellos labriegos tan buenos, tan timoratos, que, y a pesar de eso, creían poder ensuciar a Dios con sus mandatos iracundos. Mira, hombre, -les decía, por toda amonestación-, no vuelvas a manchar tu boca con esas blasfemias, que es lo único que sale sucio, pues lo que es a Dios, tú, que eres un mierda, nunca conseguirás mancharle... Al final de aquellas confesiones les recomendaba a los penitentes que diesen gracias a Dios porque tales pecados les fuesen perdonados..., ¡cuando tan fácil le era a la Divinidad matarlos con un relámpago, y con la misma, tirarlos al infierno, de cabeza, per saecula saeculorum! De eso le quedó el mote de "Deogracias", por el que fue definitiva y popularmente conocido.

Pero fue el putero, ¡diez!, nada menos que diez hoteles, a pleno rendimiento, la flor y la nata de la mulatería cubana puesta al servicio de una riada de gringos barrigudos, que por algo la danza sale de la panza, estratégicamente situados, los hoteles, en aquel Vedado, que sólo lo estaba para los pobres, quien mercó, nada más llegar a Lugo, un arca Grüber, para trasegar la plata de sus baúles "mundo". Le puso de inmediato una combinación numérica, ¡de tres cifras, además de la llave, tal y como se las viera el mismo a los gánsteres americanos! Desde Lugo la hizo transportar, corredoira adelante, en un carro reforzado, de bueyes, con dos parejas, de aquellos que utilizaban los de Bolaño, antes de generalizarse los camiones, para llevarles la cal a los constructores de la ciudad. Para subir la caja por las escaleras monumentales del pazo hicieron falta diez rollos de roble, secos y previamente cepillados por el carpintero de Cobula. Los Rancaño convocaron una fiesta de voluntarios, ¡media parroquia! Las "pilas" se las recargaron con un litro de vino por cabeza, un tocino en tajadas de media libra, cinco docenas de chorizos, quesos de mezcla, amasados, una hornada de pan trigo..., ¡y un duro de plata, a mayores! ¡Cosa tal, ni el día de la malla! Desde que subieron la Grüber, algún gracioso les propuso subir el pajar al mismo salón, que también cabía, cosa que irritó al señor "Deogracias", tanto, que de milagro no se le escapó una ristra de tacos, de los mismos que solía perdonar en su confesionario. De esa "caja", de esa Grüber, se habló en cinco leguas a la redonda, ¡por lo menos durante cinco años!

Fue precisamente el "cubano" quien convirtió aquella tradición de las deudas crónicas, habituales, del mayorazgo de la Casa Grande, en préstamos suyos, al dos, ¡al dos mensual! Por otra parte, su corazón seguía siendo de hidalgo, que nunca molestó a los vecinos con infames escrituras de compra, de aquellas de "pacto de retro" que tanto le gustaban a su padre. El "cubano", acorde con los tiempos, se contentaba con retenerle al deudor su cartilla de Racionamiento; eso sí ¡todas las de la familia, e indefinidamente si no había reintegro en tiempo y forma! Nadie lo denunció por usura, nunca, que nadie se atrevió a tal.

Los vecinos del común..., ¡envidiosos ellos, villanos en definitiva!, corrieron la voz de que el tal Manuel venía derrengado de la cintura para abajo, y cabreado de la entrepierna para arriba, pero aquel cubano, que aprendiera diplomacia en sus Antillas, se dio prisa en pagar las deudas, las prodigalidades, del vinculero, sin queja alguna, sin el menor comentario, sin que se le quebrase aquella sonrisa mefistofélica que tan nerviosos ponía a los deudores. Lo único que se le escapó, un día de verano, en la taberna del Cuco, acaso sintiéndose refrescado, por dentro y por fuera de aquella camisa de las flechas, fue esta inocente alusión: ¡Mi pobre hermano bastante hizo con sostener el peso de la púrpura familiar..., en este país paupérrimo! De los presentes nadie le contestó, que ninguno le entendió, con la excepción, acaso, de la hija del Cuco, Victoria, que era retrasadita, más infantil que los ángeles, y que suspiraba por el cubano: ¡Dios, cuanto sabe este hombre..., y que bien debe apretar! Si no lo dijo, lo pensó.
Lo que no guardó el cubano, Manuel, en la Grüber, nunca, fue una sortija de diamantes, de no se sabía cuántos quilates, que nunca lo dijo, amuleto precioso que le abría algunas puertas restringidas, tales que las del Círculo de las Artes, en Lugo.

Por su parte, el mayorazgo de Sarceda, ¡don Darío!, a falta de los quilates de su hermano, lucía un panameño, un canotier, que se lo trajera el propio Manuel, sin apearlo, año tras año, desde el domingo de Pascua al Domingo de las Mozas, (fiestas de San Froilán en Lugo), en el bien entendido que las gorras, fuesen o no vascas, eran un atributo que les correspondía a los caseros. Este no era putero: carecía de hoteles turísticos, que ni los tenía ni sabría manejarlos, pero, ¿puñetero...? ¡De eso cuanto se quisiese! Un puñetero holgazán, de puños almidonados; y con los puños, el cuello, el collar de la camisa, obviamente blanca. En cuanto a sus broches, por supuesto que eran de oro tales alhajas. Aquellos broches no vinieran de Cuba, que por allá las grandezas eran otras: Esa abotonadura, la de don Darío, tenía grabadas las armas de la familia, y por tanto era transmisible, junto con los pergaminos, de generación en generación.

Cacique de tercera el tal Darío, ¡por no haber de cuarta en la nomenclatura rural! Amén de eso, paseante en cortes; en las de Lugo, claro, que en las suyas, en las cortes, en las cuadras, del ganado, el estiércol hedía, en todo tiempo, ¡mientras no pudriese en la leira para convertirse en pan trigo...! Su atenuante, de reconocérsele, consistía en que las malas artes, las suyas, siempre lo eran en favor de los amigos, y las pérdidas para sí mismo, que ya es paradigmático. Ahondando en su carácter, no estaría de más titularle embajador, o conseguidor, supuesto que pasó una parte de su vida viajando, gestionando, llamando a las puertas..., ¡las más de las veces para enderezar pleitos ajenos! Así era, que así pasó a la Historia del lugar, aquel don Darío, de Rancaño, de Osorio, de Moscoso, Sanjurjo de Mondriz, Sarceda..., etcétera, con un etcétera muy largo, tal y como rezaban aquellos pergaminos de la Casa Grande. En cuanto al "don", aunque los vecinos afirmasen que no concluyera el Bachillerato cuando anduvo por Santiago, en los recibos del Consumo, de Don Darío constaba, ¿y quién se atrevía a ponérselo en duda? ¡Cómo no fuese otro hidalgo...! Lo importante de su nombradía y de su fachenda estaba en aquellos escudos de la Casa Grande, ¡cuatro, dos a dos, coronando aquel portalón granítico!, perfectamente gravados a buril, ¡en piedra de grano!, en los que quedó reflejada, per saecula saecularum, fuese o no en las riberas del Azúmara, una genealogía indiscutible, de alto nivel.

Aquellas tradiciones, aquel compromiso linajudo, le tenía esclavizado, acomplejado, encadenado de tal modo que sólo encontró una fórmula para alternar con la última nobleza, la de los estraperlistas surgidos de la Guerra Civil: ¡invitando y..., pagando! Con aquellas ataduras, en aquellas circunstancias, la última baza de tan eximio hidalgo estribaba en las ilusiones que pusiera, que proyectara, para el casamiento de su hija, Manuela, Manuela de Rancaño y de Piñeira; así, exactamente así, con aquel "de" oportunamente sugerido al encargado del Registro Civil de Castroverde. El novio potencial, cultivado en maceta por su madre desde la más tierna infancia, con destino inexorable, comprometido ya, para ser trasplantado al jardín palaciego de Sarceda, para ampliación y concordancia de aquellos cuarteles de las piedras nobiliarias de ambas casas, probara su hidalguía obteniendo uno de los mejores números en la Escuela General Militar de Zaragoza. ¡Teniente Orlando de Neira..., y de Canto, que así lo enfatizaba su madre, una Canto de mucho canto, en oro! También unigénito, los Neira, Neyras de la Olga, de siempre apegados a su “y” griego, poco atrás quedaban de los Rancaño ya que se hacían derivar de un tal comes Gome, suevo, al que se referían como aquel antepasado que repobló Villa Pauli, (Pol), solar de los Gómez de Neyra.

En cuanto a la hija, heredera universal del Darío, su padre, del clérigo, y también, probablemente, del putero cubano, ¡hoteles incluidos, salvo que se los expropiase en estos medios algún dictador puritano!, aquella mocita saliera tan santa, tan recatada y tan morenita que ya parecía una virgen beréber: oscura de cutis, con unos ojazos grandes, hondos, de mirada acariciadora, tierna y dulce. Los cabellos recios y ondulados ¡de puro azabache! Se parecía a la madre, a doña Placeres, en el espíritu, en su sensibilidad exquisita; pero el cutis era del padre, talmente una Rancaño, sólo que más refinada. Lo de santa lo proclamaba en tres facetas: en su comportamiento lineal, de una modestia digna e inalterable, la dulzura de sus hablares, y aquella mirada tan discreta y tan delicada, de amplia nobleza, de nobleza de alma. Todo eso con una conformidad, por lo menos aparente, de mártir; más o menos como su madre, aquella bendita doña Placeres, maestra asidua y cumplidora, ¡que eso también es nobleza!, con destino en la misma parroquia, en aquella escuela nacional, mixta, del Pombal.

Manolita, o Manueliña, fue un cultivo único, un monocultivo de don Darío. El único, si, pues, y lo mismo para sus plantaciones en aquellas chousas sin límites de Ínsua, casi tan grandes como alguna feligresía, nunca tuviera tiempo libre, ni siquiera para encargar el rareamiento de sus árboles, la limpieza de aquel plantío ahogado por las hiedras. ¡Menos mal que apareció oportunamente, antes de ponerse de moda los incendios, aquel Cubano mandón, y mandó limpiar, precisamente a aquellos a los que limpiaba simultáneamente su bolsillo con la multiplicación de los réditos! Bastante tenía don Darío con aquella alternancia social, y con el breviario de la Editorial Fournier, amén de calentar las pantorrillas, fuese invierno o verano, en la cocina palaciega, o en la bilbaína, de aquella taberna del Cuco de San Cibrao.

Retrocediendo al patriarca, al abuelo Rancaño, aquel que apadrinara de pías a doña Placeres, ¡que llegaría a ser su nuera!, tuvo una vida de polinomio, tal que si hiciese partijas de sí mismo, y de sí mismo saliesen aquellos hijos tan dispares, pero a la vez complementarios. Su modus vivendi nos parecería hoy anacrónico, fardón y mangonero, pero respondía a una época clasista, con un papel patriarcal que hizo de eslabón entre el feudalismo y el liberalismo, encabezando y dominando el Valle del Azúmara, donde fue querido sin por ello dejar de ser odiado, receptor de un tipo de vasallaje que lo repudiaba a la vez que lo necesitaban, y por ello le inclinaban la frente saliéndole al encuentro, fuese en la iglesia, en la feria, o en la fiesta en la que se encontrase. Le tenían por listo y buscaban sus consejos, o sus dichos, pero en el bautizo de su ahijada poca intuición demostró, ¡que mira que darle el nombre de Placeres en aquellas circunstancias...!

Fuera el tal padrino, según apuntado queda, precisamente aquel don Carlos María de Rancaño y de Sanjurjo, casado en Sarceda con la morgada, con la mejorada, de aquellos Osorio y Pardo de Moscoso. Servidor de nadie y carlista tardío, ¡séase, de oídas! Entre otras virtudes y circunstancias tenía la fachenda de jactarse de que en toda la rodeada, en todo lugar al que pudiese llegar a caballo, no hubo boda a la que no fuese invitado, ¡con su señora, claro!, pero esta declinaba tales honores en gracia de las varices de sus piernas, muy abultadas por cierto. Solía corresponder, ¡eso sí, pues los derechos de pernada, aquello de la prima noctis, quedaran extinguidos con el Antiguo Régimen!, dándole tierras al chico, al novio, para que mejorase de vida, para que las decruase, para que cavase y quemase los terrones..., ¡tan sólo por el quinto de los mollos, de los haces, o su equivalente en trigo, seco y limpio! No obstante hubo una excepción de aquellas generosidades, y fue precisamente cuando le parió la mujer a su casero de las Cavozas. Se dio la casualidad de que pasase por allí, por aquel puente del Camino Real de la Terra Chá, de recorrido señorial, rentístico, y se le ocurrió apearse de su caballo para..., ¡para tenérselas al aparcero por su abandono en limpiar las presas de aquellos prados del molino, en plena invernada!
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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