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El bofetón que se llevó el Oscar

jueves, 31 de marzo de 2022
Desde las primeras civilizaciones, los reyes y emperadores organizaban encuentros deportivos para entretener a los súbditos, y así no perdían tiempo en cuestionar las decisiones políticas o el hambre que sufrían por mantener un ejército poderoso y la vida súper acomodada de los dignatarios.

Como la humanidad evolucionó y desde que se inventó, el fútbol a despertado la pasión de los hombres (últimamente también de algunas mujeres). Entretiene, propicia la liberación de adrenalina y también la de algunos instintos poco nobles. Crea ídolos y produce mucha pasta, no espaguetis precisamente.

Un fanático del balón pie puede tener en el año varias situaciones de intensa emoción eufórica o deprimirse hasta el llanto, cosa que sería impensable para el resto de los mortales, cuya vida transcurre con una mayor monotonía. Obviamente los actores, los jugadores de fútbol, ganan millones por contribuir en ese enorme negocio deportivo. Y para mantener el cartel, además del tiempo que corren detrás de la pelota, deben dar extensas charlas analizando las causas por las que ganaron o perdieron. Hay que llenar horas de televisión para poder insertar la publicidad que mantiene el negocio. Y del cual viven muchas personas y se distraen mucísimas más.

Como pertenezco a esa especie rara que no ama el fútbol profesional, ya que con asomarme al balcón de mi casa puedo ver a equipos infantiles que corren detrás de la pelota con más ilusión que que cobran, me sentía más o menos a salvo de los comentarios repetitivos y pesados que emanan de sabios especialistas y menos sabios jugadores profesionales.

Pero he aquí que con la difusión de la imagen como eje central de la vida de los descendientes de los sapiens, resulta que el cine y principalmente las series, que vendrían a ser como películas en cuotas y al igual que las hipotecas, se engordan con los intereses, saturan todo el ambiente. Y no es solo el tiempo que uno puede emplear en seguir tal o cual serie, sino que, a traición, en todos los telediarios te meten entrevistas a actores y actoras, en las que deben explicar las sensaciones que les produjo la interpretación de tal o cual personaje, y todo acompañado con una cascada de elogios por el enorme esfuerzo que dedican, a veces, para interpretarse a ellos mismos. Es como si al fontanero que acaba de instalar un inodoro le pedimos que nos cuente como fue esa deslumbrante experiencia, qué pensó al ajustar los tornillos y si se sintió realizado cuando comprobó que el mecanismo funcionaba perfectamente. ¿No lo estresó el temor a que hubiera una pérdida de agua?

Digo esto porque hubo unos días que en cualquier emisora o canal de televisión se comentaba el mismo tema, y se enviaron corresponsales a Los Ángeles para transmitir en directo la gala de los Oscars, un invento comercial y consumista que se merece precisamente eso, un Oscar. Y donde en el medio del Me too y la revolución feminista, las actrices más famosas y las que son ejemplos para gran parte de la humanidad, compiten no por sus ideas, sino por sus vestidos y joyas. Por sus escotes, o por una pierna que se asoma entre los pliegues de, a veces, cortinajes estrafalarios que se echan encima. Eso sí, con unas palabras en favor de la paz y la reivindicación de que no quieren que las traten como maniquíes vivientes.

Como entre los candidatos había una pareja de actores españoles muy conocidos y que por lo visto deben ser muy buenos, se creó una expectación como si nos fuera en ello el futuro de la Nación. Y lo que se llama pomposamente la Gala, tratada de imitar telúricamente por los Goya españoles, se basa en prolongar varias horas un show en que un grupo de personas se premian ellos mismos recurriendo al humor a veces estúpido, para que las cámaras capten lo felices que son esos ídolos famosos. Todo para mantener la atención de los espectadores y poder insertar los anuncios que dan de comer a los innumerables trabajadores anónimos y enriquecen a las estrellas, que se sienten casi héroes de la humanidad. Y algunos hasta se ofenden cuando no se los baña con subvenciones, porque ellos representan la cultura, dicen. Como si los pintores, escultores, poetas, novelistas, payasos, cantantes corales, fotógrafos, músicos, equilibristas, etc no fueran parte de la Cultura. ¿Y los cirujanos plásticos no son acaso artistas? ¿Se le ha preguntado a los miembros del equipo médico que ha restaurado la cara de una joven accidentada, cuáles fueron sus sensaciones? ¿Si disfrutaron con la mirada de agradecimiento de sus padres?

Toda esa parafernalia consumista y hueca, pasará este año a ser conocida como la Gala del Guantazo. Tanto despilfarro de luces, modistos, reporteros, cámaras, para que todas las televisiones del mundo muestren, las radios digan y los periódicos escriban, el bofetón que le dio un tipo a otro, y que por suerte eran del mismo color de piel, sino tendría que haber intervenido la Comisión Internacional de Derechos Humanos y el debate sobre el avance del racismo reemplazaría a la guerra putiniana en la información mundial. Y lo más interesante de la noche, es que al que ejecutó el acto de desagravio en nombre de una persona enferma, le dieron un Oscar. No tengo claro si fue por su trabajo en una película o por fijar los límites entre el humor y la estupidez.

Mi mujer achaca a la senilidad la culpa de mis agrios comentarios. Que no sé disfrutar del arte y del progreso, y que por eso no entiendo como medio mundo se quedó pegado a la tele para hablar al día siguiente de un castañazo. Y están muy desubicados porque no pueden hablar de racismo, ni de violencia machista, ni de agresión sexual. A mí me ha recordado el ejemplo que tomó el Papa Francisco ante los periodistas, durante un vuelo, para entender algunos actos de violencia religiosa.

Yo seguiré viendo los documentales de la 2. Son más emocionantes, y los animales actúan con una naturalidad asombrosa.

Andrés Montesanto, miembro de la secta que considera que las palabras, a veces duelen más que un simple bofetón, que no deja secuelas.
Montesanto, Andrés
Montesanto, Andrés


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