Corrían los años setenta. Los últimos indianos volvían ricos de La Habana con sus "haigas" y se paseaban por fiestas y mercados con sus trajes claros, sus sombreros y sus puros habanos.
Como todos los años, la primavera había venido con una fuerza arrolladora, llenando de flores los campos y los bordes de los caminos. Había un olor a rosas y un viento perfumado en los pinares, y los campesinos contaban fantásticas historias en los atardeceres cuando el sol se escondía detrás de las montañas en el lejano horizonte de Poniente. Eran días de esplendor...
Aquella primavera, una joven increíblemente hermosa rivalizaba en belleza con el paisaje. Era tan hermosa como una princesa oriental, con su piel canela, su sonrisa mágica y sus trenzas doradas por el sol.
Los días de esplendor fueron aquellos días de la infancia y de la adolescencia en que todo tenía un fulgor especial. Fueron días inolvidables en los que todo sucedía por primera vez y luego perduraba para siempre en la memoria.
De aquella hermosa joven nunca más se supo. Tal vez porque, como dice una canción, "las cosas tan hermosas duran poco/jamás duró una flor dos primaveras", pero es seguro que el recuerdo de su angelical hermosura todavía permanece en el viento perfumado de los pinares y en el suave olor de las rosas de junio. Ya lo dijo el poeta William Wordsworth en su "Oda a la inmortalidad": "No debemos afligirnos porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo".
