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PSICOLOGÍA DE JESÚS (III)

martes, 14 de mayo de 2002
Finalmente, el propio comportamiento de Jesús con los niños formaría parte también de este aspecto que calificamos de sencillez, corrigiendo incluso a los discípulos que intentaban impedir a las madres que se los traían para que los bendijese y acariciase; poniéndolos él, al mismo tiempo, como modelos de disposición interior para recibir el Reino (Mc 10, 13-16; 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Este ser como niño nos parece un rasgo típico de la personalidad de Jesús, en el polo de sencillez, que es lo más alejado de un infantilismo psicológicamente, y, por el contrario el fruto y mejor signo de una auténtica madurez personal, cuando alguien se ha encontrado con el arquetipo del Espíritu en su “proceso de individuación” o de encuentro consigo mismo integrador (Jung), y establece su existencia a nivel de los valores espirituales, en gratuidad, que algunos autores han calificado de infancia espiritual (cf. Vázquez, A. 1981, 299-308).
¿No se veía una dimensión básica de la personalidad de Jesús reflejada en los niños; tal vez esa su inocencia transparente que contrastaba tanto con el turbio mundo de intrigas de poder, legalismos externistas e hipócritas –representados, en ocasiones, por los letrados, escribas y fariseos-, que ocultaban injusticias y marginaciones a los pobres y desheredados, enfermos y posesos que venían a él en busca de consuelo?
Ahora bien, esto supuesto debemos ir en busca del otro polo de la sencillez. ¿No les dijo el propio Jesús a los doce que además de ser sencillos como palomas, fuesen también prudentes como serpientes (Cf Mt 10)? Nosotros hemos elegido como polo contrapuesto, tomado sólo en su significación psicológica, la autoridad con que hablaba y actuaba Jesús. Según dos tipos de personas que reciben dicha impresión de autoridad, se dan dos reacciones de signo contrario, a pesar de que en ambos grupos, se expresa una admiración y desconcierto, que provoca interrogantes; pero mientras entre los sencillos, estos sentimientos tienen un carácter positivo que refuerzan la fe en él y el asentimiento a su mensaje; en los autosuficientes, se convierten en un obstáculo; interrogando agresivamente a Jesús con qué autoridad hace lo que hace y dice lo que dice (cf. Mc 11, 27-33; Mt 9, 32-34; 12, 22-24; 21, 23-27; Lc 20, 1-8).
Psicológicamente esta autoridad que muestra Jesús cuando expulsa a los mercaderes del templo o cuando habla del Reino de Dios, en primera persona es también, como lo fue para los que vivieron en su tiempo, un gran enigma sin posible solución desde la limitada competencia de la psicología como ciencia positiva: Jesús actúa y habla con autoridad divina y, sin embargo, se comporta con la sencillez de un hombre de lo más equilibrado, pleno de ternura y con una gran capacidad de acogida a enfermos, afligidos y marginados, sin mostrar en su conducta patología alguna de tipo paranoico, ni siquiera obsesivo, histérico o infantil.
Entre impuros y pecadores – sin rastro de pecado. Muchos hombres religiosos, incluso fundadores de religiones han pasado por una época de “pecado” pasando luego por una conversión generalmente seguida de una fase penitencial, alejada del trato con los pecadores, “huyendo” de la tentación. Jesús, en cambio, aparece con frecuencia rodeado de “impuros” y, dejándose invitar de publicanos y pecadores, sin importarle siquiera las críticas a que esto daba lugar; pero, por otro lado, no aparecen jamás atisbos de que haya tenido nunca la más mínima experiencia de sentimiento ni de conciencia de culpa que le llevase a pedir perdón a Dios. He aquí un caso único diferencial entre los grandes hombres religiosos de la humanidad, lo cual parece demostrar que Jesús no era un hombre simplemente religioso, sino que su estilo de ser religioso tenía un carácter “nuevo” e inédito lo mismo que su mensaje. “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico”(Vergote, A., 1900, 20).
No faltaron quienes intentaron hacer de Jesús un poseso de las fuerzas del Mal, Jesús no sólo se defendió de lo absurdo que sería expulsar los demonios en nombre de Belzebú (Mt 12, 25s; Mc 3, 23s; Lc 11, 17s), sino que además dirige a sus calumniadores un reto definitivo: ¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? (Jn 8, 46). Podemos afirmar que la difícil paradoja que Juán pone en boca de Jesús en la cena de despedida antes de su pasión, dirigida a sus amigos: Estáis en el mundo, pero no sois del mundo, expresaría la actitud exixtencial de Jesús en su trato con los impuros y pecadores y, en general, con los poderes de dominio o violencia mundanos. En una perspectiva de tradición apocalíptica, como quiere Kee, “la actividad pública de Jesús se inaugura –al cabo de cuarenta días de combate con Satán (Mc 1, 12-13)- con el anuncio de la inminencia del reinado de Dios. Que ello implica la derrota de los poderes del mal queda claro con la pregunta retórica que formulan los demonios con ocasión del primer milagro de Jesús (Mc 1, 23-26): “¿quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos?” Eso precisamente viene a realizar” en su función de exorcista” con el dedo de Dios” (Lc 11, 20; Mt 12, 28)” (Kee, H. C., 1992, 110-111).
Como psicológo de la religión, una vez más estamos de acuerdo con Vergote cuando afirma que “frente al mal, la actitud de Jesús es la más opuesta a la paranoica”, luchando justamente contra la hipocresía religiosa, esa sí “análoga a la estructura paranoica”, -en cuanto transfiere proyectivamente a los otros; el mal propio no reconocido, diríamos nosotros-. Por el contrario, “lo más asombroso, desde el punto de vista psicológico, es que, sin que él mismo se reconozca pecador, Jesús adopta a la perfección, la misma actitud que él exige del hombre: no disculpa, reconoce el mal, pero lo excusa, lo perdona y pide a su Padre que lo perdone”. Y ¿cuál es la motivación que origina dinámicamente esta actitud personal de Jesús, sino la perfecta identificación con el Padre, el cual si, por un lado, revela su pecado al hombre, por otro le invita al perdón? En resumen, concluye Vergote: “De ningún modo he dilucidado el misterio de la personalidad de Jesús. Puedo afirmar solamente que manifiesta actitudes que se contradicen según las leyes de la psicología humana. El sentido moral y religioso más cabal coexiste, en él, con la ausencia de la conciencia de pecado. Y la ausencia de culpabilidad no se convierte en acusación. Adopta naturalmente la disposición de Dios sin ninguna idea de grandeza y sin jamás dejar una huella de autodivinización” (Vegote, 1990, 21-22).
Junto a la autoridad dicha que Jesús muestra, en todo lo que se refiere a su mensaje, esta característica única, en la historia de las religiones, de un hombre de exquisita sensibilidad religiosa, pero sin sombra de conciencia de pecado, debe convertirse necesariamente en un factor dinámico en la personalidad de Jesús, capaz de reflejarse, de algún modo, en sus vivencias, actitudes y conducta. El estar psicológicamente libre Jesús de toda proyección inconsciente del mal, tuvo que facilitarle el conocimiento objetivo de este mal en los otros sin dejarse engañar por las apariencias externas. Multitud de textos evangélicos muestran este especial conocimiento de Jesús como una característica suya, y casi siempre se trata en relación con el pecado: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? (Mt 9, 4). Y es que Jesús conocía los pensamientos de sus enemigos (Cf. Mt 12, 25; Lc 5, 22; 11, 17) o como dice Marcos: conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior (Mc 2, 8), podía poner al descubierto la maldad de su corazón, invitándolos así a una sincera conversión, que implicaba la misericordia y el perdón respecto a los demás, como aparece muy claro en el episodio de la mujer adúltera: aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra (Jn 8, 7), dijo Jesús, provocando a los acusadores, con una estrategia como la utilizada hoy por ciertos psicoterapeutas, sin preocuparnos ahora si se trata o no de un hecho rigurosamente histórico, pero que guarda indudablemente una verdad psicológica en referencia a la personalidad de Jesús y su estilo de actuar en situaciones semejantes. En perfecta coherencia con esto, estarían otros episodios evangélicos. Es el caso de la mujer pecadora que viene a ungirle los pies a Jesús, invitado por un fariseo, según nos narra Lucas (Lc 7, 36-50). El anfitrión pensaba para sí que Jesús no podía ser un verdadero profeta, de lo contrario, sabría que aquella mujer era una pecadora pública y no le hubiera permitido que le ungiese con el perfume y le enjugase luego los pies con sus cabellos. Pero justamente Jesús no sólo sabía eso sino que conocía también lo que estaba pensando el fariseo, y se lo manifestó mediante una bella parábola que él mismo aplicó a la mujer, después de recabar hábilmente el asentimiento de aquél al principio desprendido de la parábola: a quien más se le ha perdonado debe amar más; la mujer, por tanto, ya no es una pecadora, sino una perdonada o convertida: su gesto no puede ser sino la expresión de un humilde gran amor, fruto de un gran perdón divino, del que Jesús da fe, con su acostumbrada fórmula, plena de sencilla autoridad: tus pecados quedan perdonados (cf. George, A., 2000, 59-61).
Tanto en la narración del caso de la adúltera, como en el de la pecadora, asoma otra característica de la personalidad de Jesús la defensa de la mujer, con una actitud de exquisito respeto a su persona. Para un profundo y fino análisis de otras dos narraciones evangélicas sobre la unción de Jesús, protagonizadas por mujeres, criticadas por hombres del entorno de Jesús y defendidas por éste (Mc 14, 3-9; Jn 12, 1-8), remitimos al lector a la reciente obra Ungido para la vida (Navarro, M., 1999).
Finalmente, en este apartado no podemos olvidar las narraciones evangélicas sobre el tema de las tentaciones de Jesús (Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-10; Lc 4, 1-12), cuyo significado de prueba aparece también en Heb 2, 18; 4, 15). Los estudios críticos parecen dar como sentado que se trata más bien de relatos parabólicos, originados en el mismo Jesús, como dramatización de las resistencias que ha encontrado en sus contemporáneos al rechazar su mensaje. (Fitzmyer, J. A., 1997, 46). Psicológicamente la simple posibilidad de ser tentado nos ofrece, según nuestra opinión, un componente esencial de la capacidad más típicamente humana: su libertad. Jesús tuvo, como nosotros, que tomar, en ocasiones de capital importancia, una libre opción, que él siempre lo hacía con lo que veía como voluntad del Padre. En este sentido, podríamos, quizás, afirmar que sus mayores tentaciones-pruebas hay que situarlas, la primera en la oración del huerto, ante el horror de las torturas y muerte que le esperan, pero que la venció decididamente: ¿Abbá!, Padre… no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú (Mc 14, 36; cf. Mt 26, 39; Lc 22, 42); la segunda, ante las burlas de sus enemigos y el silencio del Padre, por la experiencia de desamparo en la cruz, a la que reaccionó, echándose confiadamente en sus brazos, en un último “grito” que Lucas explicitó, acudiendo al Salmo 31, repitiendo después esta técnica narrativa al dar cuenta de la muerte de Esteban, el primer discípulo mártir: Padre, en tus manos pongo mi espíritu (Lc 23, 46; cf, Hech 7, 59).
Podíamos preguntarnos, ¿pasó Jesús un proceso de maduración de los juicios éticos en el sentido de Piaget y Kolberg?. Realmente no poseemos datos como tampoco de otros aspectos psicológicos, durante su infancia y adolescencia. Lo que sí podemos afirmar es que los datos fiables que nos han llegado de su conducta ético-religiosa de adulto muestra un grado máximo de madurez: actúa por principios universales, regidos por el amor, el humilde servicio, con preferencia a los más necesitados,en el respeto al otro por un verdadero encuentro interpersonal, y la donación hasta la entrega de la propia vida. Este tipo de “encuentro” pasaría a la tradición cristiana con el nombre de comunión-el-Espíritu de Jesús, una íntima unión no fusional , sino unidad-en-la-diferenciación, vida inter-personal libremente compartida por amor a Jesús, que se cree presente en medio de los reunidos en su nombre y en cada uno de ellos.
Plenitud de la Ley – gratuidad del Amor. Jesús afirma que no ha venido a abolir la Ley y los profetas, sino a darle cumplimiento (Mt 5, 17), pero, a la vez, su afinamiento de los viejos preceptos –se os dijo…pero yo os digo-va sustituyendo la ley del deber por la ley del amor, hasta terminar su vida dando a los suyos un solo mandato: amaos como yo os he amado (Jn 15, 12). Psicológicamente constituye esto una gran novedad en la historia de las religiones: obligó a los cristianos a inventar una palabra, en su utilización semántica, agape, para expresar este nuevo tipo de amor “que tiende a la ofrenda de sí mismo al servicio del amado y no a la captación y al goce, presidiendo las relaciones cristianas con Dios y las de los cristianos entre sí, según el mandamiento de “Cristo”; empleada también, como signo de comunión fraterna, “para las comidas en comunidad”, según aparece ya en 2p 2, 13; Jud 12. (Gerard, A.M., 1995, 47). Jesús habría ofrecido el amor misericordioso de Dios en toda gratuidad incluso a los impuros y pecadores según la ley, tal como los judíos la entendían. “Esta es la paradoja, la novedad mesiánica de Jesús que la iglesia posterior ha logrado mantener a duras penas… Esta es la novedad cristiana, aquella que sitúa la gracia de Dios (la nueva humanidad) por encima de una ley de pacto y juicio, propia del buen judaísmo “misericordioso” de aquel tiempo Cf. Mt 7, 1-2 (Pikaza, X., 1997, 53).
Con Poittevin y Charpentier, que citan a su vez a otros autores, podríamos, en una perspectiva más psicológica, afirmar que el discurso de Jesús no sólo interioriza la ley, haciéndola pasar de un cumplimiento más bien externista que no configura propiamente el deseo pulsional, ni transforma interiormente al hombre en las raíces profundas y motivacionales de su pensar y de su obrar, al centro mismo del sujeto, simbolizado por el corazón, como fuente viva de la intencionalidad religiosa, de amor y de lo absoluto (Leon-Dufour); sino que, además la personaliza, al “invitarnos a vivir bajo la mirada del Padre porque él mismo es el Hijo. De esta forma, ser discípulo es entrar en esa relación que Jesús conoce con Dios”. (Pointtevin – Charpentier, 1999, 34). Ya hemos visto que este libre sometimiento del deseo de Jesús, como Hijo obediente a la voluntad del Padre, tuvo un momento extremadamente doloroso de aprendizaje –a pesar de ser hijo aprendió, sufriendo, a obedecer, (Cf Heb 4, 8-9)-, en la agonía de Getsemaní antes de su pasión.
Lo que más impresiona de esta personalidad religiosa de Jesús es, sin duda, esa íntima y serena relación personal de plena confianza filial establecida con Dios, a quien llama Abba. De ella parece proceder su relación asimismo singular con los demás. ¿No les enseña a decir también, cuando oren: Padre nuestro…? Todo ello le hace exclamar al psicólogo de la religión, Antoine Vergote: “Si uno retorna al Jesús histórico, tal que lo presentan los miles de trabajos sobre los textos evangélicos, después de decenios, uno concluye que hay un misterio en su personalidad. Para el racionalismo era un enigma que pensaban poder esclarecer racionalmente. Cuando yo concluyo que existe un misterio en la personalidad de Jesús es porque, siendo radicalmente humano, él no es, con evidencia, simplemente humano lo que él anuncia” (Vergote, 1999, 179).

3.3. LAS IMÁGENES DE DIOS EN JESÚS Y EN SU MENSAJE DE EVANGELIO
Precisamente en el Instituto de Psicología de la Religión de la Universidad de Lovaina se ha estudiado, con mucho rigor científico, la importancia de las imágenes de Dios relacionadas con la imagen-recuerdo y la imagen-símbolo de los padres, llegando a la conclusión de que las imágenes de Dios se van diferenciando y autonomizando –esto es, superando el egocentrismo y narcisismo- de acuerdo con el proceso de madurez de los sujetos que no presentan dependencias parentales de carácter infantil.
En este sentido, la forma de hablar y de actúar de Jesús indican en él una actitud religiosa personal madura e implican, a la vez, unas imágenes de Dios, de tal manera contrapuestas a los deseos infantiles respecto a los padres, que se invierte plenamente la relación, pero sin perder nada de su primera ternura filial, expresada por la palabra cariñosa y familiar de Abba: no es, para Jesús, un papá del que se espera infantilmente un cumplimiento de deseos, sino que se sitúa ante El, para cumplir su voluntad, la misión que se le ha confiado, aunque ésta incluya entregar su vida. Poner su libertad y acción en total disposición a la voluntad del Padre y cumplir su obra encomendada viene a ser, según Juan tan vitalmente importante como el alimento (Jn 4, 34). Y antes Marcos, narrándonos el angustioso momento anterior a su prendimiento, nos comunica cómo Jesús, después de exponer a Dios –según la acostumbrada exclamación. ¡Abba, Padre! que el narrador significativamente incluye- su petición ante el horror de la muerte que le esperaba, añade: pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú. Posiblemente, el episodio del Jesús adolescente que se queda en Jerusalén sin previo aviso a sus padres, que nos narra Lucas (Lc 2, 41-45), alude a este momento del proceso psicológico de Jesús, que según el mismo narrador acaba de decir, como toda criatura humana, el niño crecía y se iba fortaleciendo, llenándose de sabiduría (Lc 2, 40).
A cualquier psicológo de la religión –sea creyente o no- que se acerque sin prejuicios, a los textos que hablan de Jesús, con los mejores instrumentos de análisis y hermenéutica, aún teniendo en cuenta, la “desmitificación” llevada a cabo por la crítica histórica, no puede menos de quedar impresionado por la pureza y madurez religiosa que expresan palabras y acciones de Jesús, sin “mezcla” alguna de magia, ni de elementos narcisistas y egocéntricos. Su preocupación central y última es comunicar a los hombres la inminencia del Reino de Dios, ofrecido a todos los que estén dispuestos a creerle y se dispongan a las exigencias para participar en él, sin exclusión, en principio de nadie, pues todos son hijos de Dios y amados de él, con preferencia para los pobres, enfermos y marginados. Sólo se requiera que los hombres se abran voluntariamente, por la fe en Jesús, a su mensaje, descubriendo al Padre no en vanos esfuerzos especulativos, sino en una oración que sea relación dialógica con él, según enseñó a sus discípulos a pedirlo el propio Jesús: Padre…venga tu Reino (Mt 6, 9-10; Lc 11, 2). “Indudablemente, paraél, el Reino de Dios consiste en la presencia personal de Dios invisible. Lo que es más desconcertante es que, según sus palabras, por él ha llegado ya el tiempo de la venida de Dios… Las acciones prodigiosas que Jesús realiza –curar, liberar de demonios- simbolizan y actualizan el Reino de Dios que él proclama y que actualiza por su mensaje, para los que creen…Todo viene a ser como una parábola de lo que es el Reino de Dios en la intimidad de la persona…y de lo que será después de la historia del mundo”. En fin, “Jesús no habla más que de Dios y del mundo para el cual Dios es luz, gozo, vida” (Vergote, 1999, 175).
Pero ¿qué piensa Jesús del Reino, cuáles son sus imágenes mentales, presentes psicológicamente de ese Reino que él proclama, con tanta fuerza como si creyera que había nacido, especialmente, para cumplir esta misión? Comenzaríamos contestando con Luis A. Gallo, cuyo discurso es pscopedagógico: “A través del actuar de Jesús, en la confrontación sea con los individuos, sea con la sociedad, se puede inducir lo que piensa del reino de Dios; y que para él no es una realidad que se refiera sólo a Dios… sino también y muy estrechamente a los hombres y mujeres concretas con los cuales entra en relación, y sobre todo los que son más pobres, marginados, oprimidos, excluídos y utilizados por otros. Se podría decir: es el Reino “de Dios a favor de los hombres”. Por tanto, traduciendo a nuestro lenguaje actual sus imágenes y representaciones subyacentes en la mente de Jesús, ese Reino consistiría: “en una convivencia entre las personas y grupos que no provoquen injusticias y marginaciones; que no reduzca las personas a objetos, que no sea, en definitiva, fuente de infelicidad y de muerte, sino que, por el contrario, ofrezca la posibilidad de compartir fraternalmente con los demás, de ser verdaderamente respetados en la propida dignidad, de ser sujetos de la propia decisión” (Gallo, L.A., 1991, 45-46).
Para el psicológo, esta nueva imagen de Dios que trae Jesús sólo se comprendería por una experiencia religiosa muy profunda y un proceso de elaboración personal, por el que asume y “apropia” (Allport) dicha imagen divina; pero ignorando, por falta de datos, cómo pudo esto psicológicamente llevarse a cabo, en él.
Nada impide, sin embargo, que escuchemos el iluminador discurso fenomenológico-crítico y reflexivo del cristólogo, una vez más:”Jesús es un creyente que vive desde, con y para el Padre/Madre Dios. Esta experiencia fuindante define su manera de entender a los demás y de actuar como profeta. Siendo un israelita, fiel a la memoria de su pueblo, Jesús vive en diálogo de fidelidad amorosa con un Dios a quien conoce por su propia experiencia… Por eso, cuando ofrece su palabra y anuncia su mensaje, Jesús habla desde la verdad radical de lo divino (…) Ese Dios Padre/Madre que acoge y vivifica a los humanos es el Dios de la conciencia de Jesús, el que le permite realizarse como Hijo. Y desde esa conciencia… que le llama a la vida en amor, dándole fuerza para amar a los demás, se entienden sus notas: gracia, acción creadora, experiencia de encuentro” (Pikaza, X., 1997, 67-68).
Y de nuevo nos encontramos con la imagen paradójica del Dios de Jesús, como no podía ser menos: es un Padre que está en el cielo, esto es, en la verticalidad transcendente al mundo, al situacional escenario de la horizontalidad donde se llevan a cabo los proyectos humanos libres y autónomos; pero, a la vez, presente y amorosamente atento a los menores detalles de nuestra vida, para que podamos buscar el Reino sin preocupaciones que lo impidan (cf. Mt 6, 25s; Lc 12, 22s), respetando siempre, eso sí, nuestra libertad de decisión responsable, como aparece en la parábola de los talentos.

3.4. ¿HASTA QUE PUNTO JESÚS FUE CONSCIENTE DE SU MISIÓN MESIÁNICA?
Retomamos el tema de la conciencia que tuvo Jesús de sí mismo y de su misión, tema moderno y objeto todavía de la crítica actual, superando viejos planteamientos más filosófico-teológicos de carácter metafísico. Nos interesa en cuanto directamente relacionado con la dimensión psicológica más positiva, que nos ocupa, limitándonos naturalmente a su personalidad humana, siguiendo la metodología y principios epistemológicos antes expuestos.
Comenzamos haciendo nuestra la advertencia de Vergote: hemos de evitar, por un lado toda reducción racionalística de la figura de Jesús, pero también todo teologismo proyectivo posterior que dificulta ver al hombre-Jesús. “Viene efectivamente de Dios, pero es completamente humano, una persona que desciende de sus ancestros humanos. Es un hijo de Israel y viene a anunciar la actualidad de la salvación anunciada a Israel que esperan los más creyentes de este pueblo. Inserto así en la historia de su pueblo, Jesús participa con ellos de sus convicciones culturales, en cuanto no contradigan el Reino de Dios tal que, por la misión divina recibida, él debe anunciar. Como las gentes de su cultura, él cree que los demonios pueden infestar y poseer a los hombres, causando enfermedades del cuerpo y del espíritu. Cree probablemente que el fin de los tiempos está próximo. Y no duda de la historicidad de la leyenda construida en torno al ancestro llamado Abraham. Al principio de su misión, él no se espera probablemente la muerte que sufrirᔠ(Vergote, A., 1999, 178).
Pikaza ha reflexionado mucho sobre los diverso tipos de conciencia de Jesús y ha sabido, a la vez, ofrecernos una síntesis de las distintas posturas respecto a su autoconciencia, que implican sugerencias psicológicas abundantes para una relectura psicológica de los textos bíblicos. Después de leer críticamente a Hegel y a Schleiermacher, nos ofrece, en una primera aproximación de tipo general, “las tres formas de conciencia de Jesús: se ha encontrado consigo mismo, como individuo personal, desde Dios (teoconciencia) y desde/para los humanos (antropoconciencia). Sólo partiendo de esos dos momentos, puede hablarse de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo (autoconciencia) (Pikaza, X., 1997, 62-63).
¿Qué pensaba Jesús de los demás y conocía incluso sus pensamientos? Que conocía bien el corazón humano lo muestran sus hechos y sus dichos. Los evangelistas afirman además que Jesús conocía también los pensamientos de quienes le rodeaban ¿se trataba de un conocimiento normal por indicios, o es que poseía percepciones extrasensoriales, en ciertas circunstancias, como algunos sujetos escepcionales? Y, en cuanto a la autoconciencia, esto es, a la conciencia que Jesús tenía de sí mismo, de su propia identidad y de su misión, los textos evangélicos hablan profusamente de temas estrechamente relacionados con esto; pues no sólo personajes como Juan Bautista y Herodes, Pilatos, Autoridades religiosas, fariseos y personas del pueblo se preguntan o le preguntan quién es él; pero incluso Jesús hace una pequeña encuesta entre sus seguidores: ¿Quién dice la gente que soy yo? Y vosotros ¿quién decís que soy? Todo lo cual parece indicar que esta problemática estaba viva en el entorno de Jesús, durante los años de su vida pública.
Hoy, en psicología se hablaría de su autoimagen, autoconcepto, autoestima y sentimiento de identidad, como también de su capacidad para elaborar un proyecto existencial y realizarlo responsablemente desde su libertad y autonomía personal, con y para los demás, de forma creativa y compartida. Lo que parece un hecho, aunque no sepamos psicológicamente explicarlo, es que Jesús se conocía desde el Padre, siempre presente en su vida, y para los hombres, a los que debía exponer su mensaje. En todo lo demás, no parece poseer especiales conocimientos.

4. A MODO DE CONCLUSIÓN
El perfil psicológico de la personalidad de Jesús, tal como emerge de la lectura del Evangelio, con las precauciones metodológicas apuntadas, aparece extremadamente rico y original, y con una total coherencia entre sus acciones y sus palabras, su doctrina y su conducta.
Su evidente teocentrismo no solamente no le aparta de su interés por los humanos, sino que le empuja a predicar el Reino de Dios a todos los que quieren escucharle, pero ofreciéndoselo con preferencia a los pobres, enfermos y marginados, devolviéndoles la dignidad humana y abriendo un espacio de amor y de esperanza. De aquí la raíz más profunda, también a nivel psicológico, de su universalismo sin fronteras raciales ni etnológicas, a pesar de haber nacido, vivido y actuado en un pequeño pueblo y una reducida porción geográfica, e incluso dentro de ella, no haber sido un personaje oficialmente importante, sino más bien considerado marginal.
Para el psicólogo que se acerca reflexivamente a la figura de Jesús hoy, la primera reacción de asombro consiste en constatar el enorme potencial de vida, de que era portador y que dio y sigue dando que pensar, pero sobre todo que amar y actuar en su nombre, creyendo en él, como el auténtico Gran Testigo de Dios, su Padre, que sigue teniendo derecho a ser escuchado y creído.
Vázquez Fdez., Antonio
Vázquez Fdez., Antonio


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