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La Patagonia

jueves, 10 de febrero de 2022
A la mañana Antonio salió de Esquel para retomar la ruta 40 hacia el sur. El paisaje era ventoso, monocromo, desierto, con algunos arbustos que se abrían paso entre las piedras y otros que cruzaban la ruta hechos una bola, pateados por el viento. En Tecka salía el desvío de la ruta 25 hacia Trelew. 500 kilómetros de desierto con un par de estaciones de servicio del Automóvil Club. No pasaba casi nadie. De vez en cuando una nube de polvo anunciaba una camioneta que iba a pasar a toda velocidad.

Luego de hacer un par de trayectos cortos se vio solo, a un costado de la ruta, bajo un sol deslumbrante y junto a la única sombra en kilómetros a la redonda, la suya.

Pasó horas mirando el camino por el que había llegado perdiéndose en el infinito. La minúscula polvareda que anunciaba la llegada de un vehículo no apareció. Cansado de la pasividad y del viento que le llenaba de arena los pirinchos, con el balero recalentado por el sol y las palabras suaves, sin rencor pero un poco despectivas de Mabel repitiendo cada minuto, cada segundo, “Vos para mí vas a ser un buen recuerdo”. Y él, pelotudo, ojos húmedos, pidiendo limosna como un linyera a la salida de misa, “Dejame ser tu amigo”. Qué amigo ni que sorete, lo que quería era compartir el sueño crecido en los intervalos de los estudios, viendo su sonrisa todos los días.
“Toda una vida, me estaría a tu lado...” le rebotaba en el bocho la voz de Cuco Sánchez, el disco que compró y no le dio tiempo a regalarle. Qué bronca le daba... ella abrazándose con ese cancherito que jugaba con las llaves del coche en la carpa privada de la playa, y él caminando y hablando solo con este viento de mierda...

Sin darse cuenta había arrancado a patear en dirección a Trelew. Cuatrocientos y pico de kilómetros de desierto. Medio litro de agua, una lata de sardinas y dos manzanas. Tres minutos de tontería tiene el italiano al día, decía su viejo. Le había llegado la cuota anual atrasada. Irracionalmente siguió caminando y puteando al viento.

Oyó el ruido característico de cubiertas sobre los cantos rodados del camino, se dio vuelta y por allá, en el medio de una nube de polvo, se acercaba un coche fierro a fondo. Entró en escena el pulgar derecho y el coche pasó a los santos pedos. Pero unos metros más adelante empezó a frenar, despacio, porque si no corría el riesgo de ponérselo de sombrero.

Fue corriendo preparado mentalmente por si, como ya le había pasado varias veces, en el momento de llegar arrancaban burlándose del infeliz que corría. Pero no. Lo estaban esperando. Un Falcon lleno de gente y con valijas en el porta equipajes. No pensaban parar, pero al pasarlo comprobaron que no era un peregrino mapuche ni tampoco una señal de vialidad. ¿Qué hacía un tipo como éste en el medio de la Patagonia? Quizás había volcado el coche en la cuneta y salió a pedir auxilio. ¿Había heridos? ¿Avisamos al ACA? Pararon siguiendo la primera regla de zonas deshabitadas, los pocos viajeros siempre se deben ayudar solidariamente.


¿Qué le pasó señor? Dijo el jefe de familia sentado junto a la ventanilla derecha. Los pelos que entonces tenía Antonio, con el polvo y el viento, le daban una facha que asustaba.
Nada. Voy a Trelew, ¿me pueden llevar?.

El maduro señor miró alrededor y luego lo volvió a mirar como preguntándole “¿A dónde?”.

La esposa, mujer, más canchera casi gritó,
¿A pié? ¿a Trelew? Con ganas de estamparle un sopapo en la jeta al chiflado ese, como si fuera su hijo. La señora, madre antes que nada, empezó a apilar dos nenas que la acompañaban en el asiento trasero, sacó bolsos, metió termos y acercándose todo lo que pudo al oído de su marido le dijo:
Si no lo llevamos se lo comen los guanacos. Pasame a Carlitos.

El pibe pasó a situarse entre un enrome bolso y la pila de hermanas. El jefe, comprensivo, reconoció que nadie está libre de tener un hijo piantao. Se acomodó junto al hijo mayor que manejaba siguiendo sus indicaciones y resignado lo invitó a subir. Cuando llegaran a Trelew tendría que limpiar el asiento y perfumar el interior del auto. Nada grave.

Una pausada conversación sobre quién era, qué lo motivaba, en fin cosas que preguntan los padres, los tranquilizó. Aunque muy raramente, se conocían tragedias con autoestopistas chorros, locos o asesinos. Cuando lo dejaron y antes de agradecer a la familia el viaje, el jefe le preguntó:
¿Sabe lo que le podría haber pasado si no paramos?

Le dio ganas de darle un beso en la pelada a ese nuevo papá efímero.


Andrés Montesanto. Fragmento de ‘Buscando a Elena’, 2021.
Montesanto, Andrés
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