En los lejanos días de esplendor de la infancia, todo estaba en Poniente: El barrio de mis antepasados y sus leyendas, la primera escuela y tal vez la felicidad. Todos los caminos llevaban a Poniente y todo venía de allí: Las brisas de primavera, las golondrinas, el viento y la lluvia. En los atardeceres de la infancia la mirada se perdía en los paisajes de Poniente. Al otro lado del río se podía contemplar una espléndida hacienda y, un poco más lejos, la Casa Grande en donde vivían unos parientes lejanos que siempre daban sabios consejos.
Nunca olvidaré aquel día de mayo en que fui con mi abuelo a las tierras de Poniente, donde se celebraba la fiesta de la parroquia de Santa Cruz. Un tres de mayo del año mil novecientos cincuenta y tantos, en el que la primavera estaba en todo su esplendor en praderas y arboledas, y las primeras glicinias habían florecido y adornaban con su tono azul pálido las paredes de la Casa Grande... En el camino a Santa Cruz se divisaban hermosos paisajes de praderas, ríos y arboledas, y casas e iglesias en las laderas de las montañas. De cuando en cuando nos cruzábamos con algún campesino. Aquel viaje a Santa Cruz, en los días mágicos de la infancia, quedaría grabado para siempre en la memoria.
En los días de esplendor de la adolescencia, cuando llegaba la primavera, subíamos río arriba, en memorables tardes de pesca, mientras el trigo maduraba en las vegas cercanas. En verano, los campesinos segaban el trigo en las fértiles vegas y recogían el heno en las hermosas praderas. En otoño, se recogía el maíz mientras robles y castaños se volvían amarillos en bosques lejanos. En invierno, se sembraba el trigo, llovía sin parar y, al final, los ríos se desbordaban y las aguas arrastraban todo lo que encontraban a su paso.
