Daba vueltas a su alrededor en la acera, miraba por aquí, por allá, buscaba aturdido entre el tráfago urbano de la nueva normalidad un mundo ya sumergido: el de las calles silentes, el de las bandadas de pájaros urbanos, el de los corzos caminando por los pueblos. Aquel contexto donde él había nacido y volado por el aire puro sin coches, sin comercios, sin humos, sin ruidos, en el tiempo extraño en que las aguas de Venezia estaban llenos de peces cristalinos, sin trasatlánticos turísticos, ni olor a gasolina.
El gorrión mínimo, parecía salido del cascarón y se había quedado en medio de la calle,
nervioso y perplejo, cuando sus compañeros huían al campo, escapando de la marea contaminante, donde no podían ya respirar, aquellos que inundaban los árboles de las urbes con su pio, pio, y que no volverán, como la golondrina del verso de Becquer
Hace tiempo que nos abandonan por miles. Parece que en estos tiempos del ecosistema alterado son pájaros depredadores no autóctonos los que nos inundan como una peste.
Los murciélagos que habitan nuestros cielos nocturnos más que antes, esos voladores mamíferos que asustan de noche, parece que siguen siendo muy beneficiosos comiendo bichos e insectos no oportunos; portadores del virus del Covid 19 de forma natural y sin efectos malignos para ellos, cuando son comidos por el ser humano -los chinos lo hacen- el virus se transforma en un invasor letal. En este caso y en muchos más los depredadores son los hombres, nosotros.
Pero la vida sigue y se anima más y más tras la terrible vivencia de muerte que hemos tenido en la primera gran ola del coronavirus
y los pajaritos del romanticismo que se vayan con sus trinos a otra parte, con sus patitas de alambre a picar trigo en otro trigal.