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Divagaciones sobre la sociedad

lunes, 29 de junio de 2020
No sé si es la edad, La experiencia o el fatalismo celta lo que me lleva a pensar que la sociedad, en vez de avanzar, retrocede. Cuando observo los países más avanzados, tanto cultural como económicamente, y reparo en sus dirigentes, me asusto y me pregunto cómo es posible que la sociedad haya llegado a tal punto de degradación.

Por otra parte, observo que las ideologías chocan y establecen clasificaciones y estereotipos de amigos y enemigos, de buenos y malos, sin que triunfen las ilusiones equilibradas sobre la vida; sin embargo, aumentan las posturas intransigentes, de uno u otro cariz, que sólo aportan crispación y enfrentamientos.

Si alguien pusiera cordura en esta sociedad, debiera decirles que la política es el arte del buen gobierno con realismo, por encima de ilusiones muy legítimas y de añoranzas trasnochadas.

Ser ecuánime y equilibrado hoy es formar parte de una camada de marginados y despreciados hombres, que merecerían mayor consideración y respeto. Vivimos en una sociedad de alineamiento, de grupos y camarillas- las necesitan los mediocres para reforzar su autoestima- y el espíritu libre, rebelde y crítico no casa ni está de moda en una sociedad borreguil adoctrinada por los grupos de presión.

Mientras, los viejos nos preguntamos si la juventud no aspira a otra cosa que botellón e inconsciencia.Algunos, por desgracia, sabemos y pensamos que ya están sumergidos en ese fatalismo, convencidos de que luchar, esforzarse y prepararse sólo es el billete para la emigración. La inconsciencia de los jóvenes, que ahora tanto nos ofende por el miedo a la pandemia, es consustancial a la edad y a la falta de experiencia. Eso mismo les pasa con la democracia, ellos no la valoran tanto como nosotros porque no sufrieron la dictadura.

Los jóvenes, vistos desde nuestro otoño, pueden parecer ahora que poseen muchas cosas negativas y, sin embargo, son muy parecidos a nosotros cuando teníamos su edad. Ser ahora gruñón y resentido hacia ellos es como querer borrar nuestros años de locuras y estupideces. Lo que debiéramos procurar es ser comprensivos, que no quiere decir permisivos, y educarlos desde la “tribu”, como me decía ayer un gran amigo y excelente pedagogo. Estigmatizar siempre a los jóvenes es, quizás implícitamente, reconocer nuestro fracaso.

Los éxitos y los aplausos son efímeros y levantar pedestales y aureolas sólo sirve para instalar soberbias y vanidades. La vida es algo mucho más sencillo y no es otra cosa que caminar con nuestro equipaje-alguno muy ligero, maestro Machado- hacia una meta, que sabemos que es el camposanto. Paraíso donde se aparca el dinero y toda esa retahíla de estupideces que nos acompañan por el camino. Lo importante siempre es vivir con principios sin dejarse arrastrar por la comodidad y las tentaciones. La verdad e como es agua, incolora, inodora e insípida, pero, cuando se bebe, sacia el alma y da coraje para seguir el camino.

Y como la sociedad no sabe vivir sin dinero es preciso hablar de él. No porque sea santo de mi devoción, que afortunadamente nunca lo fue. Ni tampoco de él hablaba antes la gente elegante. Y es que, quizás, fuese porque el dinero tiene un olor nauseabundo. El mundo de los cretinos usa el dinero como patrón de medida y el estatus social por la ostentación del chalet, el coche u otra cualquier otra vanidad. Es lo que tiene ser corto y mediocre, avaro y mezquino, fantasma trajeado y vulgar contertulio. La obsesión por el dinero no es otra que la ostentación que se pueda realizar de él y escalar peldaños sociales en pos de reconocimientos. No, no les importa a tales personajes las desdichas que acarrea a su alrededor su actitud, ni siquiera son capaces de renunciar a la pelea con su propia familia con tal de conseguir tajada.

El virus de la codicia tiene contraindicaciones como la reflexión. Si uno se para a pensar cual es el objetivo de ese dinero, se puede dar cuenta muchas veces de lo absurdo que es poseer tantas cosas y ser incapaces de compartirlas con los necesitados.

El dinero no es más que una herramienta y por muchas lecciones que nos dé el Capitalismo más inhumano, no dejará de ser un medio para vivir. Adam Smith, o Scarlata O’Hara cuando jura por Dios que jamás volverá a pasar hambre, no inventan nada que no practicaran ya muchos avaros y usureros. La explotación de los semejantes es, desgraciadamente, una constante de la humanidad. La codicia, y no el sexo como siempre trataron de enseñarnos, es el peor vicio con el que vive el ser humano.

Ahora que el coronavirus no ha reparado entre ricos y pobres, aunque con mayor incidencia entre los últimos, a algunos nos ha llevado a repensar que, una vez más, el desequilibrio económico mundial es en gran medida responsable de esta pandemia. A mí siempre me parecieron despreciables personas inmensamente ricas, que nos presentan como mecenas y altruistas, y, en cambio, su fortuna se alimenta de la miseria y necesidad de millones de personas, que trabajan en condiciones infrahumanas mayoritariamente en Asia. Claro que luego están los paraísos fiscales y eso es la conciencia patriótica de los abanderados.

Hacerse rico es fácil, sólo hay que tener tragaderas y ser de moral distraída, como decían antes de las pobres mujeres que se ven obligadas a vender su cuerpo. De moral distraída hay mucha gente en nuestro convivir.

Y para terminar. Continuamente estamos oyendo hablar de principios y cosas que suenan muy bien, pero mi observación me lleva a considerar que los principios, igual que la conciencia, son de chicle o plastilina: se estiran, se encogen y se usan según convengan y las circunstancias lo requieran. Y aquí que cada cual mire a su conciencia y, si le parece, la lave.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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