Tiempos de coronavirus
Durán Mariño, José Luís - viernes, 20 de marzo de 2020
Desde hace unos meses la humanidad, en su conjunto, está enfrentándose a uno de los mayores desafíos con los que se ha topado desde hace décadas, por cuanto no se trata tan solo de un reto sanitario, sino también económico, social y existencial: la infección por el coronavirus Covid-19.
La situación actual, salvando la condición de pandemia global, no es muy diferente a la que les tocó vivir a otras generaciones que nos precedieron a lo largo de la historia y que sufrieron otras epidemias tan devastadoras como fueron la peste, la viruela, el sarampión o la escarlatina y sin apenas conocimientos científicos ni medios materiales para enfrentarse a ellas pero, a diferencia de aquellas, en la sociedad actual ya no queda nada de la capacidad para el sufrimiento y la resignación de la que hacían gala las generaciones precedentes. El hombre actual, colectivamente, no está preparado para asumir con humildad y resignación aquellas situaciones de incertidumbre que le supongan algún sacrificio o sufrimiento. Todo lo contrario, colectivamente nuestra civilización está perfectamente adiestrada y ejercitada para desarrollar todas aquellas actividades que conduzcan al goce y al disfrute, pero siente verdadera aversión por la adversidad y los contratiempos. Nos hemos convertido en una sociedad hipócrita, degenerada y perversa, sin convicciones ni ideales, en la que nadie sirve ya con convicción y honradez a la idea de la solidaridad y la Justicia. Todos, empezando por aquellos que ejercen el liderazgo, persiguen únicamente el poder o su propio bienestar.
Acostumbrados a tenerlo todo y a tenerlo sin el menor esfuerzo o sacrificio, el hombre de hoy vive en un estado de minoría de edad permanente en el que, primero los padres y después el Estado, le proporcionan bienestar y una falsa apariencia de seguridad y de garantías de todo tipo que le ha llevado a desarrollar una preocupante aversión por el riesgo y la incertidumbre, algo que es en si mismo incompatible con la esencia de la propia vida, pues, ¿qué es la vida, sino la mayor expresión de la incertidumbre a la que nos enfrentamos desde que nacemos? Esta incapacidad para asumir el sacrificio y el dolor como parte consustancial de la propia existencia humana ha hecho que uno de los rasgos más definitorios de esta generación sea la cobardía.
Esta concepción hedonista y egoísta de la existencia humana, confundiendo la parte con el todo, ha pretendido colocar al hombre como el eje central del universo y no como lo que es, un simple átomo insignificante que forma parte de un todo mucho más grandioso que es el conjunto de la creación. Desde hace décadas hemos asistido al descorazonador espectáculo de colectivos que se han atribuido la potestad de jugar a ser pequeños dioses, decidiendo sobre la vida y la muerte de sus semejantes en base a unos supuestos argumentos, ya sean jurídicos o representativos, que no tienen más fundamento que los intereses, no siempre lícitos, que ellos representan. Hemos visto como se burlaba la ley natural alimentando a seres herbívoros con carne de otras especies animales por simples y mezquinos intereses económicos, lo que dio lugar a la crisis de las vacas locas; hemos visto como desde hace décadas se priva de la vida a cientos de miles de seres humanos con el único y vil argumento de que son un incordio para aquellos que los han concebido en el ejercicio de su propia libertad y estamos próximos a ver como el poder político, escasamente dotado desde el punto de vista intelectual y carente del más mínimo criterio ético, presionado por poderes fácticos que rozan el fanatismo ideológico, acabará abriendo la puerta legal a que determinados poderes puedan disponer de la vida de nuestros semejantes, en base a no se sabe bien qué criterios o intereses.
Y mientras todo esto ocurre, ¿qué hace la sociedad civil? Básicamente nada, salvo consagrarse a la febril adoración de los baales de nuestra sociedad, el consumo y el ocio, y dejarse llevar por el signo de los tiempos.
En este contexto tan decepcionante, la presencia del coronavirus, este aguijón en la carne de la humanidad, puede actuar como el destello capaz de despertarnos del letargo en el que yacemos y su inquietante irrupción en nuestras vidas puede contribuir a ayudarnos a despertar de la ensoñación en la que vivimos, a valorar las pequeñas cosas, tristemente olvidadas en la memoria colectiva, que tenemos o al menos creíamos tener, como la exaltación de la amistad, la solidaridad, el deseo de compartir, la libertad, etc y que nos hacen diferentes a las demás especies. En resumen, a darnos un pequeño baño de realidad, de la que estábamos francamente necesitados. Reflexionemos y aprendamos, pues.

Durán Mariño, José Luís