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El coronavirus y las calles silenciadas

lunes, 23 de marzo de 2020
Impresionan las calles desiertas por el coronavirus, más aún si es de noche.
Ayer había oscurecido y salí a la farmacia a ver lo que quedaba, y no quedaba ya nada de desinfectantes, ni de los guantes recomendados por las autoridades sanitarias y estatales. Eso no me extrañó nada, ni me asustó más de lo que estoy, me impactó el silencio de las calles vacías y la oscuridad de las callejuelas: no había nadie y la luz era de menos de 40 vatios en estas pequeñas vías secundarias.

Me invadió un temor, pero no al virus, no: el miedo era al prójimo. Así que en vez de andar por la acera me puse a hacerlo por en medio de la calle, en la que no rodaba nada, nada, nada, ni nadie, y acababa de caer la tarde. Eso de transitar por en medio de la calzada en las calles estrechas me lo había aconsejado en tiempos más reposados un amigo mayor, mosqueado por las miserias humanas de la postguerra y por la vida, él consideraba que el supuesto asaltante no te podía acorralar allí contra la pared.

Yo iba con una mascarilla guardada entre mis medicamentos y objetos sanitarios de tiempo ha. De pronto fui consciente del tesoro protector que llevaba encima, y entonces vi venir allá a lo lejos, lejísimos, a una persona que caminaba rápida hacia el lugar donde yo lo iba haciendo cara a él; cada vez estaba más cerca y empezó a correr. Me di la vuelta y cogí carrera como en mis mejores tiempos de forma física, en ese esfuerzo sobrehumano que emerge ante el peligro inminente.

Ya me pisaba los talones, casi me cogió:
“No corra, no corra, no le voy a hacer nada, sólo quiero venderle guantes hidrófilos”.
“Y un cuerno”, pensé, y seguí a toda mecha por el centro de la calle sin mirar a un lado ni al otro. Entré en casa asfixiada de la carrera, temblandome las piernas y las manos. Cerré con todas las vueltas que tiene mi cerradura. Cuando mi respiración empezaba a amainar sonó el telefonillo:
“¿Qué quiere?, Lárguese o llamo a la Guardia Civil”.
“Por Dios, que soy un médico del Hospital General y no tengo mascarilla, pero tengo muchos guantes quirúrgicos. No me dejan volver ni entrar a mi trabajo sin ella.”

Entre la desconfianza y la mala conciencia pendulaba una servidora. Sudaba ya…

De pronto me desperté con el corazón en la garganta, pero se me quedó dentro todo el día la huella del inconsciente atormentado, el corazón encogido y el estómago en un puño.

Y me fui acordando a lo largo de la jornada de aquella terrible escena del El coronavirus y las calles silenciadasextraordinario film El Tercer Hombre, en la cual se descubre que el malvado Orson Wells no se había muerto y había traficado con antibióticos adulterados, de terribles consecuencias incluso para los niños: lo veía sobre la noria dando vueltas, acosado, asesino… en una noche oscura de la Viena de 1947. Lo recordaba corriendo por las callecitas empedradas y desiertas de la Viena imperial y postnazi.

La película acaba bien porque muere el malo, pero el mosqueo sobre la miserable condición del ser humano te quedaba en el cuerpo.

Espero con fe en que tales inhumanas conductas tan humanas por desgracia no se produzcan, y empecemos de cero la historia de la tierra: con muchísima fe… la de esa de creer lo que no vimos.
Pena López, Carmen
Pena López, Carmen


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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