Es una plazoleta con un monumento de Yrurtia.
La calle Suipacha, la calle Tucumán, la calle Florida.
Y una Martona a una cuadra de la panadería De las Bellas Artes.
También una plaza cercana donde otro hombre
fusiló sin maldad y fue descuartizado en el horror y la penuria.
Ambos se equivocaron al amar a una patria imprescindible.
Estoy hablando de mis lazos, estoy hablando de mi inmortalidad.
Con los años llegó otra plaza con jacarandaes,
frente a una biblioteca y a un palacio de estilo francés.
Más íntima, con voces de Banchs y de Lugones.
Por esos días vinieron las calles de la mano del padre.
Adoquines, veredas, la heredad del estío.
Es ese riachuelo del sur que contemplo en la alquimia.
Junto a él divisé pobreza, falsía, caducidad.
Y un almacén venturoso que no existe.
Los años fueron recuperando reflexiones y olvidos.
Se incendiaban liturgias, himnos, infamias.
Vinieron trenes, barcos, puentes. Otros legados.
Para mi eran espacios de hogueras y esplendores,
Aniversarios, puños insurrectos;
una plaza de Balvanera prefiguraba la revolución.
Muchos de estos símbolos intenté decirlo en poemas.
En cada barrio anhelé descubrir malvones, la luna solitaria,
el balcón irreparable de una princesa polaca,
la historia de Alejandra, los talleres de Vasena,
un patio y una parra con abuelos transterrados,
el barrilete de agosto, un poeta soñando en el tranvía.
Un zaguán, la puerta de una niña de ojos verdes.
O la mujer del sombrero azul detrás de unos cristales.
Después, todo fue bruma, un declinar de tardes.
Confirman lo elegíaco olores y fechas.
La ausencia me interroga en estas mitologías.
Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora
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