Mejor el vals que el pasodoble
Un paso largo a un lado, otro al contrario, balanceándose a la derecha -arriba cadera- y a la izquierda, lento, y más; otra vez, más veces, más rápido. Qué alegría súbita, qué risas con la música al ritmo de un vals. Con su mano fuerte sujetando tu cintura te creías el amor de su vida por un instante fugaz
pero, qué intenso.
Pasitos cortos recorriendo el salón al arrullo de las leves ondas sonoras, vueltas y más vueltas casi en el aire, en la punta de los pies. ¡Qué importaba entonces el resto: por aquellos intensos minutos de subidón, vacíos de pensar, valía la pena!.
Era el baile del día 1 de enero: valses vieneses- chin, chin- banales, rozando lo cursi y encantador. Música alienante, mientras el imperio austro húngaro iba yendo de más a menos, hasta saltar por los aires.
Pero
cuando cambiaban del vals al pasodoble y se anunciaba la melodía intensa de la pieza española, una pasión patriótica penetraba en el ambiente, diferente, con notas de decadente orgullo, de amarga alegría, la de la melancolía de haber sido y ya no ser; se esfumaban los aires del vals centroeuropeo y los ligeros pasos se teñían de matices melancólicos; las vueltas pasaban a evocar el giro del torero frente al toro sobre la arena del coso, y una emoción intensa nos invadía, si bien amenazada por una belleza cargada de negros presagios y tristes recuerdos. Ya sabéis que el pasodoble era un ritmo de marcha militar, que con el tiempo se iría convirtiendo en bailable, lo cual da que pensar.
En conclusión, para bailar yo prefiero Strauss y olvidar: amor y champán. A fin de que no te duela España, a la porra la identidad musical patriótica, entreguémonos a los ritmos ajenos, pues el brillo y ocaso del imperio austro húngaro nos queda muy lejos, es un tema de política internacional, que a los españoles siempre nos ha importado muy poco.
