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La juventud bancaria en el siglo XX (24)

martes, 29 de octubre de 2019
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La romería de Albeiros


En el pequeño Renault que le había regalado don Porfirio Rancaño a su hija con ocasión La juventud bancaria en el siglo XX (24)de pasar ésta a la mayoría de edad, (entonces de 23 años para las mujeres), se fueron a la popular romería de San Lorenzo de Albeiros.

Primeramente visitaron la ermita legendaria, cantada por los poetas locales y famosa por el milagraje de los devotos, que en incontables ocasiones habían sido favorecidos por el santo de las parrillas; después unieron su merienda a la de un grupo de conocidos muy animosos.

Queimadelos recordaría para siempre aquella tarde como un cuajó de emociones y una pléyade de lirismos. Todo era poesía en cualquier romería de santuarios célebres, pero de un modo especial en aquélla, a la que asistían con el ánimo sediento de goces puros y atrasados. Había en la “carballeira” reminiscencias de sabor céltico, y banquetes a la sombra del robledal; “aturuxos” que rasgaban el aire como las imprecaciones de los druidas ahuyentando diablos y atrayendo a los espíritus del bien; sones de gaita que se iban perdiéndose en la fronda como un arrullo de invisibles deidades.

Bailaron con entusiasmo y conversaron con la avidez que les motivaba su apasionada fantasía y el deseo de oír sus verbos amados. De su charla basta con saber que fue toda ella un cruce de ternezas y de emociones íntimas; frases que tienen encantos celestes para los que se aman, y que resultan absurdas, a veces, para los extraños que las oyen o leen.

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Don Porfirio celebró vivamente la continuación de las relaciones de Chelo con su antiguo empleado; pero aún no estaba convencido de su feliz término dadas las antiguas veleidades de su hija. La familia Queimadelos, por su parte, opinaba que un casamiento con posiciones económicas tan dispares, y con tan mal principio, era punto menos que irrealizable. Pero los amantes se juraban reiteradamente el más sublime de los afectos. Dios decidiría.

A Queimadelos todavía le quedaban varios días de vacaciones, y los llenaron proyectando los pormenores de su casamiento y de su instalación en Coruña. Por rara casualidad, ambos estaban bautizados por el mismo sacerdote, párroco a la sazón de la iglesia de Cirio, comarca en la que la familia Rancaño tenía un antiguo caserío, así que decidieron que sacramentase sus amores el mismo sacerdote que los había cristianizado, celebrándose la ceremonia en la capilla de Rois, del pazo de los Rancaño. Pero todo esto requería tiempo para su organización, así que Ernesto se incorporaría a su puesto en el Banco de Crédito y Ahorro, y, pasadas algunas semanas, solicitaría el permiso reglamentario para sus nupcias.

Antes de marcharse Queimadelos para Coruña visitaron el pazo de Rois. La mansión La juventud bancaria en el siglo XX (24)estaba grisácea por la pátina de los siglos, pero se la notaba cuidada de las temporadas en que la utilizaron los Rancaño para su veraneo. Aislada del resto del pueblo, empezaban los confines en la hondonada de un valle regado por un riachuelo más bullicioso que abundante, en el que las truchas brillaban serpenteando los remansos, y un molino desmenuzaba con las aspas de su turbina la limpísima corriente. A los prados sucedían, ganando la ladera, sendos labradíos, para terminar la heredad perdiéndose entre los matorrales de la Uceira. Próximas a la casa solariega, las viviendas de los colonos, los hórreos y otros alpendres campesinos.

La capilla estaba tristona, enrarecida de un cierre prolongado; pero las chicas de los colonos se ofrecieron gustosas para decorarla profusamente con ramos de mirto, hiedra y rosas.

Recorriendo la finca llegaron distraídos hasta la parte más elevada y montaraz; desde allí se divisaba un conjunto muy acogedor, ornado con los matices armónicos del verde de los prados, el dorado de los labradíos, y la policromía del monte y de los setos. Se respiraba un combinado de aromas agradables procedentes de las plantaciones y de la retama. Les subyugó aquel ambiente, y permanecieron largo rato en la cumbre de la colina, que llaman Campos de Cirio en recuerdo de aquel Ciro que cercó el Medullius (actual Monciro). Se sentían extremadamente felices, y predominaban en su pensamiento las ideas eglógicas. Queimadelos opinaba, y Chelo asentía, que el progreso, la urbanización especialmente, si no se les vacaciona periódicamente para atender otras apetencias naturales, tienden a mecanizar excesivamente al individuo; le hacen olvidar los goces simples, pero espirituales, que prodiga la naturaleza por doquier. No cabía duda de que unos instantes vividos en la dejadez placentera de aquella campiña borraban las insipideces de las serias concentraciones que exige la vida moderna, y si así ocurría, ello era signo evidente de que la producción, todas las manifestaciones del mundo civilizado, no podían prescindir del elemento natural sin peligro de viciarse y de anularse. Tomar contacto con la naturaleza, huir, siquiera fuese momentáneamente, del mundo de artificio que va creando el hombre en torno a los asfaltos y a los cementos, era nada menos que recuperar fuerzas, depurar el vicio de la precisión, ya que esta deja de ser virtud tan pronto el hombre se hace juguete de ella en lugar de ocurrir lo contrario, y cobrar ánimos para seguir luchando en el infinito campo de la cultura.

Chelo, por su parte, se sentía liberada de las vaguedades de su anterior existir; la determinación absoluta de su futuro, ensamblando un viejo amorío con las presentes relaciones, el trazado de una ruta definida que grabase su paso por la tierra, había descongestionado la parasitosis ideológica de su espíritu, y la hacía más libre, más dueña de sí misma, más consciente del verdadero goce. Comprendía mejor todo esto en el ámbito natural de la campiña, junto al ser amado, endichada por el vistoso y aromático escenario en que paseaban, aislada del artificio de la urbe con sus existencias desconcertantes, con sus influencias nocivas para el caso de que uno no lograse el oportuno dominio de la propia personalidad. Habló, y dijo:

-Indudablemente ha llegado el tiempo de que yo sea todo lo feliz que había deseado. Y me siento más dichosa cuanto más próxima está mi unión contigo; pero de un modo especial en el día de hoy, recorriendo los mismos senderos por los que pasé tantas veces con la cabeza atiborrada de tonterías. Ahora es distinto: pienso en que somos el origen de una familia, en que tengo otra finalidad en este mundo que la de lucir trapos y decir naderías. Ernesto, querido Ernesto, -añadió con íntimo reproche-, ¿es posible que yo fuese tan tontuela que me expusiese a perderte por el capricho de llegar pronto a aquel malhadado baile? Te dejaba, a ti, que estabas trabajando, que eras un hombre útil a mi casa, y también a la sociedad, para irme con el majadero de Ferreiro, que sólo entendía de bailes y de tretas amatorias. ¡Mea culpa, mea máxima culpa! –Y se dio golpes de pecho.

Queimadelos la cogió de la mano y le indicó el horizonte:

-Deja en paz el pasado, que ya se ha ido, y reposa en la tumba de nuestro olvido; he aquí el presente: nuestras vidas dichosas, un círculo exuberante que nos enseña a vegetar útilmente, a elevarnos en la tierra para acercarnos al cielo.

Ella le besó aquella mano comunicativa que les enlazaba. Y le dijo:

-Es verdad, Ernesto; cada vez comprendo mejor tu alma, que, por cierto, también tiene matices más profundos que en aquel otro tiempo.

El asintió:

-Tal vez tengas razón, que no en vano presumo de haber modelado mi carácter en las oficinas de un Banco, donde los números invitan a profundizar el misterio de su acumulación, donde todo esfuerzo está encaminado a producir bienes latentes y perdurables; donde a la materia, que para nosotros es el capital, se le buscan finalidades del más delicado humanismo.

Se volvieron hacia la casa solariega serpenteando las plantaciones. Cuando llegaron a ella, y ya se disponían a regresar para Lugo, sugirió chelo, repasando con la vista los contornos de la heredad:

-Ernesto, ¿qué opinarías si te propusiese pasar en este sitio las vacaciones que te den para nuestra boda? Me agradaría bastante más que esa fuga ruborosa del viaje nupcial!

-Mujer, veo que ahora siempre estamos de acuerdo. ¿Será que nos pesan los años? También yo lo prefiero. En lo espiritual nuestra compenetración actual es tan perfecta que desde el primer día de nuestro reencuentro parecemos un matrimonio antiguo, y no nos hará novedad vivir entre conocidos. Con respecto a los demás cambios…, pues también los iremos asimilando, poco a poco.

Sonrieron complacidos, con la sutil picaresca de dos prometidos, y se alejaron, en el Renault, del escenario al que volverían un día ya próximo para santificar la recuperación de sus amores.
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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